4. La lucha
La Palabra de Dios declara que “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). O sea que nuestros adversarios son Satanás y sus agentes visibles e invisibles. En esta lucha, la fe cuenta con el Vencedor, con el Amigo todopoderoso con el cual podemos contar en todo tiempo. Él es quien pelea nuestras batallas (2 Crónicas 32:8) y quien obtiene todas las victorias.
1) Los propósitos de Satanás
Satanás intenta lograr tres objetivos:
- Privar al creyente del gozo de su posición en Cristo y de todas las bendiciones relacionadas con ella. Es lo que representaban simbólicamente los enemigos que ocupaban el país de Canaán y a los cuales Israel tenía que vencer para poder entrar allí y gozar de él.
- Turbar al creyente mediante todo tipo de artimañas para desviar, en lo posible, su corazón del Señor Jesús. Un corazón cuyo objeto no es más el Señor Jesús, está listo para sucumbir.
- Llevar al creyente a que peque y, de esta manera, a deshonrar al Señor. El creyente, una vez privado del gozo de la comunión con su Señor, pierde todo gozo y todo poder porque el Espíritu Santo está contristado en él.
2) Las armas de Satanás
El enemigo —considerado bajo su carácter de serpiente y no de león rugiente— utiliza dos armas distintas: los deseos de la carne y los deseos mundanos.
Los deseos de la carne
La carne, que es la naturaleza caída heredada de Adán (también llamada el viejo hombre o el pecado,1 tiene “deseos”. Son los del viejo hombre. Si estos deseos se satisfacen, producen “las obras de la carne”2 que son pecados, sin ninguna excepción. Por eso el Señor ponía en guardia a sus discípulos: “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida” (Lucas 21:34).
Los deseos mundanos
El mundo es el dominio de Satanás, su príncipe (Juan 14:30). Es un sistema amplio, organizado para la satisfacción de los deseos humanos, y que desecha a Dios completamente, aun en sus manifestaciones religiosas. “Todo lo que hay en el mundo… no proviene del Padre” (1 Juan 2:16). Son los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Existe un paralelismo entre estas tres cosas, por una parte, y los tres elementos de la tentación de Eva, por otra (Génesis 3:6). Ella vio que el fruto era
- bueno para comer (deseos de la carne, o sea los malos deseos que llevan a la satisfacción de los sentidos, ya sea que se trate de placeres refinados o groseros);
- agradable a los ojos (los deseos de los ojos: la excitación de los malos deseos por lo que se ve);
- codiciable para alcanzar la sabiduría (la vanagloria de la vida: el deseo del hombre de hacerse “igual a Dios”, de elevarse por encima de los demás, la vanidad, el espíritu de dominación).
Frente a ciertas decisiones, se le requiere al creyente discernir qué es un deseo malo y qué un deseo legítimo. Fuimos llamados a libertad; sin embargo, hemos de vigilar que no usemos “la libertad como ocasión para la carne” (Gálatas 5:13). La libertad a la cual fuimos llamados es la libertad de servir y glorificar a Dios. Por otra parte, si bien todo es lícito, no todo conviene ni tampoco edifica (1 Corintios 10:23). Durante toda su vida, pues, el creyente está llamado a escoger (Deuteronomio 30:19-20). Si tiene discernimiento espiritual y teme a Dios, no tendrá dificultad en conocer la voluntad de Dios, pues “la comunión íntima de Jehová es con los que le temen” (Salmo 25:14). El apóstol Pablo no cesaba de pedir a Dios que los colosenses fuesen “llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual” para que anduviesen “como es digno del Señor, agradándole en todo” (Colosenses 1:9-10). Esta sabiduría y esta inteligencia son de origen espiritual. Cuanto más cerca de Dios vivamos, tanto mejor conoceremos su voluntad. Pero cuando prevalece la voluntad propia o la ignorancia, entonces faltará la luz.
Cuando tenemos que tomar una decisión, haremos bien en preguntarnos lo siguiente:
a) ¿Qué dice la Palabra?
“Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15), dice el Señor Jesús. El creyente se abstiene sin dudar de todo lo que la Palabra prohíbe expresamente (véase por ejemplo Efesios 5:3...). Donde no hay una prohibición expresa, tiene que preguntarse:
b) ¿Es esto para la gloria de Dios? ¿Le agradará al Señor?
En efecto, la Palabra nos dice: “Si, pues, coméis o bebéis (o sea, en las cosas más comunes de la existencia), o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Por otro lado, nos exhorta en muchos otros pasajes a buscar cómo agradar al Señor en todo, a comprobar (averiguar) lo que le agrada (Colosenses 1:10; Efesios 5:10; 2 Corintios 5:9). En fin, el Señor quiere ser nuestro Ejemplo en todo. “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Lucas 6:40). De esta manera “también la vida de Jesús se manifestará en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10).
c) ¿Será provechoso para el nuevo hombre o para la carne?
Es fácil contestar a esta pregunta, pues se discernirá sin dificultad alguna si lo que uno se propone hacer es del “añejo” o del “nuevo” (Lucas 5:39), si constituye un alimento para la carne (Romanos 13:14) o para el nuevo hombre.
d) ¿Estoy libre en cuanto a la conciencia de mi hermano?
Éste es un criterio que se descuida demasiado fácilmente, por egoísmo: por el hecho de tener plena libertad para hacer tal o cual cosa, no nos importa si herimos la conciencia de nuestro hermano o si siquiera somos un motivo de tropiezo para él. Y, sin embargo, cada uno de nosotros es exhortado a “no poner tropiezo a mi hermano” (1 Corintios 8:13). “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” y respete “la conciencia... del otro” (1 Corintios 10:24, 29). Nunca olvidemos este principio fundamental: “Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación” (Romanos 15:2).
3) Nuestras armas
En su lucha contra las “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12), el creyente no tiene que perder de vista el hecho capital que tiene que ver con enemigos vencidos. “Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). “El que está en vosotros” es Cristo en el poder del Espíritu, Cristo, el gran Vencedor de Satanás. Lo destruyó (Hebreos 2:14), lo despojó (Colosenses 2:15) (de sus armas), lo llevó cautivo (Efesios 4:8). Dios pronto lo aplastará completamente, con la participación de los santos: “El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16:20).
El creyente, pues, no tiene ningún motivo para entregarse al derrotismo y atribuir a Satanás un poder desmedido. No sólo está del lado del Vencedor, sino que tiene aún la promesa de que en Cristo puede ser más que vencedor: “En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37). Este último pasaje hace resaltar la condición primordial de la victoria, a la cual ya aludimos al principio de este capítulo: para ser victorioso, el creyente tiene que permanecer en Cristo y no apoyarse en sus propias fuerzas. Entonces, tendrá la misma experiencia que el apóstol Pablo: “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10). Débil en sí mismo, fuerte en cuanto a Cristo. “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).
Para enfrentar al enemigo, es indispensable vestir las armas que Dios pone a nuestra disposición, “armas... no... carnales, sino poderosas en Dios” (2 Corintios 10:4). Hay tres clases de armas:
a) Las armas de la luz
La Palabra nos invita a desechar las obras de las tinieblas y a vestir las armas de la luz (Romanos 13:11-14), a ser “hijos del día” (1 Tesalonicenses 5:5), a andar como hijos de luz, puesto que somos luz en el Señor (Efesios 5:8). En efecto, el cristiano es llamado a permanecer aquí abajo en la santa presencia de Dios, en la luz.
Fue engendrado por Dios, quien es luz, para ser un “hijo de luz”, de manera que todo lo que no es compatible con la luz de la presencia de Dios tiene que ser juzgado como manifestación de la carne. Aquel que permanece en esta luz discierne en seguida todo lo que no está de acuerdo con ella y no tarda en confesarlo. “Porque la luz es lo que manifiesta todo” (Efesios 5:13).
Cuando nuestro estado espiritual es bueno, no tenemos ningún temor de esta luz, porque ¿qué motivo tendríamos de ocultar algo a Dios? Al contrario, nos agrada mantenernos en su luz para que penetre en los recovecos más secretos de nuestro ser interior y manifieste todo lo que pueda ser un “camino de perversidad” (Salmo 139:23-24). La luz es la armadura de nuestra alma y, al revestirnos de ella, seremos preservados de la perniciosa influencia de las tinieblas que nos rodean; veremos las cosas como Dios las ve; las apreciaremos en su verdadero valor. ¿Qué tendrá aún valor, de todas las actividades que realizamos aquí abajo, cuando todo salga a luz ante el tribunal de Cristo?
b) La coraza de fe y de amor, el yelmo de la esperanza de salvación (1 Tesalonicenses 5:8)
El creyente debe fijar su mirada en Cristo, el objeto de la fe. El amor permite que este objeto more en el corazón, el cual, al estar lleno de él, es guardado de las vanidades del mundo, por las cuales el enemigo se esfuerza en apartarlo del Señor. El yelmo de la esperanza de salvación está destinado a proteger nuestros pensamientos, de manera que, ocupados en las cosas invisibles y eternas, no se desvíen de la esperanza viva del Señor.
c) Toda la armadura de Dios (Efesios 6:10-20)
Esta armadura está compuesta de siete piezas: el cinturón de la verdad, la coraza de justicia, las sandalias que se calzan a fin de estar preparados para anunciar el Evangelio de la paz, el escudo de la fe con el cual podemos apagar todos los dardos de fuego del maligno, el yelmo de la salvación, la espada del Espíritu (la Palabra de Dios) y la oración. Esta armadura es necesaria para librar victoriosamente la lucha contra las huestes de maldad que procuran privar al creyente del gozo de su herencia celestial.
4) Ejemplos de hombres que libraron la lucha3
a) José (Génesis 39:7-12)
José rehúsa (v. 8, V.M.), teme a Dios (v. 9), no escucha a la tentadora (v. 10), huye (v. 12). La victoria consiste a menudo en un categórico y definitivo «no», cueste lo que costare.
b) Moisés (Éxodo 17:8-16)
El pueblo, redimido de la muerte por la sangre del cordero pascual, es, en figura, librado de la servidumbre de Egipto por el cruce del mar Rojo. Entonces, se abre paso por el desierto y encuentra un temible enemigo, Amalec, que es una imagen de la carne, y el creyente descubre su peligroso poder después de su conversión. El pueblo emprende la lucha y Moisés sube la cumbre del collado para combatir con él por medio de la intercesión. Este combate de Moisés nos enseña cuatro lecciones:
- Moisés recurre al poder divino, simbolizado por la vara de Dios (v. 9).
- Recurre a la comunión: sube junto con Aarón y Hur (v. 10). Luchar juntos es un recurso precioso para la fe. “Combatiendo unánimes por la fe del evangelio, y en nada intimidados por los que se oponen” (Filipenses 1:27). No nos olvidemos de prestar nuestra ayuda (ya sea mediante oraciones, o dando ánimo directamente) a los que luchan: “Decid a los de corazón apocado: Esforzaos, no temáis” (Isaías 35:4). Cuán benéfico es el ministerio de los que saben “levantar las manos caídas y las rodillas paralizadas” (Hebreos 12:12-13).
- Por la intercesión, Moisés se asocia a la lucha de Israel (v. 11). No luchamos solos; Cristo intercede por nosotros (Romanos 8:34; Hebreos 7:25). “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18).
- Permanece firme (v. 12) “hasta que se puso el sol”. No nos desanimemos porque la lucha sea larga, antes bien seamos “fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; con gozo” (Colosenses 1:11-12).
c) Israel
La historia de Israel, a menudo caracterizada por la guerra, contiene numerosas enseñanzas para nosotros.
En los días de Débora, la idolatría había progresado de tal manera que Israel ya no pensaba en prepararse para la lucha. “Cuando escogían nuevos dioses, la guerra estaba a las puertas; ¿Se veía escudo o lanza entre cuarenta mil en Israel?” (Jueces 5:8).
Algunos que habrían podido combatir se habían quedado del otro lado del Jordán, perdiendo todo vínculo con sus hermanos, mientras que otros permanecieron indiferentes frente a la condición miserable del pueblo: “Galaad se quedó al otro lado del Jordán; y Dan, ¿por qué se estuvo junto a las naves? Se mantuvo Aser a la ribera del mar, y se quedó en sus puertos” (Jueces 5:17). ¡Cuántas veces nos caracteriza esta indiferencia para con nuestros hermanos que están en la lucha: egoísmo, falta de comunión y de afecto fraternal! Imitemos el ejemplo de los fieles Zabulón y Neftalí: “El pueblo de Zabulón expuso su vida a la muerte, y Neftalí en las alturas del campo” (Jueces 5:18).
Al principio del reino de Saúl, la ruina del pueblo era tal que hasta la voluntad de defenderse había desaparecido. El enemigo había causado tan astuto enredo que ya no había herreros en todo el país de Israel. “Porque los filisteos habían dicho: Para que los hebreos no hagan espada o lanza… Así aconteció que en el día de la batalla no se halló espada ni lanza en mano de ninguno del pueblo” (1 Samuel 13:19, 22). Es la astucia suprema de Satanás: Llevarnos a abandonar nuestra armadura para tenernos a su merced.
También puede suceder que, a pesar de estar bien armados, los que combaten vuelvan la espalda en el día de la batalla y huyan: “Los hijos de Efraín, arqueros armados, volvieron las espaldas en el día de la batalla” (Salmo 78:9). La Palabra nos exhorta a estar firmes antes, durante y después del combate (Efesios 6:11, 13, 14).
- 1Efesios 4:22: “El viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos”. Romanos 7:8: “El pecado… produjo en mí toda codicia”.
- 2Descritas también en Gálatas 5:19-21 y en Colosenses 3:5-7.
- 3Aparte del caso de José, la lucha que libran los hombres cuyo ejemplo se relata aquí, no concierne a la santificación. Esto también es válido para los ejemplos de victorias citadas en el capítulo 6 de este artículo (que aparecerá publicado oportunamente). Sin embargo, permiten extraer algunas enseñanzas generales que también se aplican a la lucha contra el pecado. Por eso, su meditación será de provecho para todo creyente deseoso de “seguir la santidad”.