3. Velar las armas
El creyente que desea “seguir la santidad” hallará en su camino obstáculos, dificultades, tentaciones, enemigos interiores y exteriores. Tendrá que luchar. Por cierto, esta lucha no representa el único aspecto del combate cristiano; sin embargo, la experiencia demuestra que el combate contra el pecado ocupa un lugar importante, y más particularmente tal vez en la vida del joven creyente. En el presente capítulo, queremos examinar lo que la Palabra enseña sobre la preparación para este aspecto del combate cristiano.
La lucha puede ser ocasional; el creyente debe hacer frente a tentaciones particulares y poco frecuentes; el enemigo lanza un ataque inesperado, repentino, violento. Pero también hay una lucha permanente, que tenemos que librar contra nuestros defectos, en nuestro andar de cada día.
¿Qué recursos pone Dios a disposición de los suyos para prepararlos para esta lucha y hacerlos capaces de salir vencedores? ¿Cuál ha de ser la actitud de los creyentes frente al combate? ¿Cómo han de entrenarse para afrontarlo como vencedores?
En efecto, es preciso prepararse para la lucha, entrenarse metódicamente, vivir absteniéndose de todo (1 Corintios 9:25), entrenamiento que tiene por objeto hacer del creyente un combatiente. Ello se debe a que Satanás, el mundo y la carne se esfuerzan por impedirnos manifestar lo que somos en Cristo. Poseemos la vida de Cristo, somos santos. Por consiguiente, la meta de nuestra lucha no es hacernos santos, sino demostrar lo que Dios hizo de nosotros, o sea, hombres santificados. Dios nos ha llamado “en santidad” (véase 1 Tesalonicenses 4:7, VM), no, como dicen otras versiones, «a» santidad. Es importante entender claramente esta verdad a fin de que nuestra preparación para la lucha —y la lucha misma— no se convierta en algo legal que dé importancia a la carne.
1) Las condiciones morales de la preparación par la lucha
Los pasajes de las epístolas de Pedro, citados al principio de nuestro capítulo, sacan a la luz un conjunto de condiciones morales que el creyente tiene que observar si quiere ser un verdadero combatiente. En otras palabras, se trata de su responsabilidad.
a) La obediencia
Este carácter es recordado tres veces. “Elegidos… en santificación del Espíritu, para obedecer… Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia… Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad” (1 Pedro 1:2, 14, 22). Dios requiere obediencia de sus elegidos. Ésta se manifiesta por un espíritu de dependencia que pone la voluntad propia a un lado. «Las cualidades predominantes de la nueva naturaleza son la dependencia y la sumisión» (J. N. Darby). Nuestras almas fueron purificadas, no por el conocimiento de la verdad, sino por la obediencia a ella. Y de la misma manera nuestras almas serán purificadas por la obediencia a la verdad (la Palabra de Dios) en el andar cotidiano. Se trata de una gozosa adhesión de corazón a la voluntad de Dios, y no de sumisión por fuerza. «No ceder, sino obedecer» (Vinet). Amar al Señor, es guardar sus mandamientos y buscar lo que le agrada (2 Corintios 5:9; Efesios 5:10; Colosenses 1:10).
b) La vigilancia y la sobriedad
El Señor exhortó varias veces a sus discípulos a ser vigilantes, particularmente en el huerto de Getsemaní. A pesar de que les pidió que velasen con él, se durmieron. Por eso debe decirles: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26:41). El espíritu está dispuesto: deseamos velar con el Señor. Pero la carne es débil: está sin fuerza y no puede hacer nada. Es preciso velar y orar. La vigilancia está ligada a la oración. “Perseverad en la oración, velando en ella” (Colosenses 4:2). “Velad en oración” (1 Pedro 4:7). En el evangelio de Marcos, el Señor termina sus enseñanzas con una solemne exhortación a la vigilancia: “Velad, pues… Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Marcos 13:35, 37).
En cuanto a la sobriedad, constituye una de las condiciones morales más importantes de la preparación para la lucha. No sólo se aplica a la comida y la bebida, sino que implica un control de sí mismo en todas las cosas de la vida. Los pasajes citados al principio de nuestro capítulo nos exhortan dos veces a este respecto (1 Pedro 1:13; 5:8). También se nos dice que nos conduzcamos “en temor” (1 Pedro 1:17). La sobriedad es una de las características de los hijos del día. Puesto que somos del día, dice el apóstol Pablo, “velemos y seamos sobrios” (1 Tesalonicenses 5:5-6).
c) La firmeza
Esta cualidad es citada tres veces en nuestros pasajes: “Firmes en la fe… Mas el Dios de toda gracia… os... afirme, fortalezca… Guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza” (1 Pedro 5:9-10; 2 Pedro 3:17). Para hacer frente a la lucha, el creyente debe estar firmemente cimentado en la fe, es decir en la verdad. Vemos, por las enseñanzas del apóstol Pablo a Timoteo, que uno puede desviarse de la fe (1 Timoteo 1:5-6; 6:21); desviarse de la verdad (2 Timoteo 2:18), y también extraviarse (1 Timoteo 6:10), lo que lleva a naufragar en cuanto a la fe (1 Timoteo 1:19), a negarla (5:8), a quebrantarla (5:12); en los últimos días, los pseudocristianos apostatarán de la fe y serán así reprobados en cuanto a ella (1 Timoteo 4:1; 2 Timoteo 3:8).
En contraste con esta evolución del mal, al creyente se le exhorta a mantener la fe (1 Timoteo 1:19), a guardarla (2 Timoteo 4:7), a seguirla (1 Timoteo 6:11; 2 Timoteo 2:22), a ser ejemplo en fe (1 Timoteo 4:12), a pelear la buena batalla de la fe (1 Timoteo 6:12), de manera a ganar para sí mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús (3:13).
¿Cómo podemos esperar vencer en la lucha sin que nuestros corazones estén firmemente apegados a la verdad? Si falta esto, uno se dejará muy pronto “arrastrar por el error de los inicuos” (2 Pedro 3:17)
d) La piedad
Es preciso que el creyente mantenga una comunión constante con el Señor, perseverando en la oración, alimentándose con la Palabra, sirviéndole con celo y devoción, depositando toda su confianza en él para las circunstancias del camino, y siendo diligente en hacer lo que le agrada. Un corazón que se mantiene constantemente cerca de la fuente de su felicidad experimentará que su Señor está con él en medio de la tentación. Alguien dijo: Aunque la tormenta y la tempestad hagan temblar a veces la aguja de la brújula, sin embargo, ella siempre permanece orientada hacia el norte.
Igualmente, el corazón de aquel que vive constantemente cerca del Señor, que lo ama y goza de su amor, siempre se vuelve a él para mantenerse firme en medio de las pruebas y las dificultades.
Sin embargo, mantener la piedad requiere energía y constancia. Por eso, el apóstol le decía a Timoteo: “Ejercítate para la piedad” (1 Timoteo 4:7). Igualmente, tenemos la exclamación del apóstol Pedro: “¡Cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir...!” (2 Pedro 3:11).
e) La espera de la venida del Señor
El pensamiento de que el Señor va a regresar pronto, la esperanza viva de su venida, es muy apropiado para hacernos progresar en la santificación, haciendo que nuestros corazones se aferren al Señor y se desvíen de las cosas visibles. Si vivimos en la esperanza constante de la aparición de Cristo, no tendremos dificultad para estar separados de lo que será juzgado y destruido cuando venga.
La institución del jubileo nos proporciona una enseñanza instructiva a este respecto. Cada 50 años, las tierras vendidas volvían a sus propietarios anteriores. Por eso, el precio se fijaba en proporción de los años que faltaban hasta el jubileo; se evaluaban las cosechas posibles hasta el jubileo; cuanto más cerca estaba el jubileo, tanto más se disminuía el precio del campo (Levítico 25:8-16). ¡Que la proximidad del regreso del Señor haga, pues, que nuestros corazones pierdan el atractivo por las cosas de la tierra! Y que, conforme a la exhortación del apóstol Pedro, esperemos por completo en la gracia que se nos traerá cuando Jesucristo sea manifestado (1 Pedro 1:13). Cuanto más esperemos al Señor de una manera viva y real, tanto más estaremos liberados de la influencia de las vanidades terrestres.
¡Velemos por el estado de nuestros corazones a este respecto! El siervo malo dijo en su corazón: Mi señor tarda en venir. Este olvido del regreso del Señor produce un doble efecto: desprecio y hostilidad hacia los demás (comienza a golpear a sus consiervos), y sometimiento a las concupiscencias carnales (come y bebe con los borrachos) (Mateo 24:48-51). Eso hace resaltar la importancia de la espera del Señor para procurar la santidad. “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). El apóstol Pedro hasta declara que podemos, por nuestra santa y piadosa manera de vivir, “apresurar el advenimiento del día de Dios” (2 Pedro 3:12, VM).
f) La actitud respecto al mal
En 1 Pedro 1:15-16 leímos: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”. El creyente que desea glorificar al Señor y superar todas las trampas del enemigo, tiene pues que mantenerse alejado de “toda especie de mal”. “Aborreced lo malo, seguid lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:22; Romanos 12:9). Ante todo, es importante evitar todo tipo de circunstancias en las cuales uno esté expuesto a tentaciones, ya sea respecto de compañías, de distracciones o de determinadas lecturas.
También es preciso abstenerse de todas las cosas que nos alejen de Dios. La exhortación del apóstol Pedro ya citada pone la mira en esto: “Procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz” (2 Pedro 3:14).
2) Nuestros enemigos
Los mencionados en los pasajes que llaman nuestra atención forman parte de nuestros adversarios de cada día. Hacemos bien en estar atentos a ellos, porque si nos descuidamos, estaremos sin fuerza en el día de la tentación y de la lucha.
a) La voluntad propia
Se la llama también el «yo». Es la manifestación de la voluntad de la carne que desea dominar, dirigir, desempeñar un papel que le dé importancia y que protesta cuando no lo logra. Mientras el «yo» mande en nosotros, no habremos aceptado plenamente la posición en que Dios nos ha colocado como “muertos con Cristo”. «No hay mayor liberación que haber terminado consigo mismo, de manera que uno ya no tiene importancia a sus propios ojos. Entonces se puede estar feliz frente a Dios» (J. N. Darby). Para Pablo, este «yo» culpable y tiránico era considerado como borrado de la lista de los vivos. “Ya no vivo yo” (Gálatas 2:20). Todo lo que no era de Cristo, era del «yo» y no podía considerarse como vivo. Dios no nos pide que mejoremos el «yo»; nos dice que ha muerto. ¿Estamos dispuestos a aceptar esta declaración por la fe? Es un gran privilegio saber que, para Dios y para la fe, Cristo puso fin por la cruz a este «yo» tan vanidoso y detestable.
Pero la obra de Cristo no sólo tuvo el efecto de poner al «yo» de lado; lo reemplaza en nosotros por otra cabeza: Cristo. Por eso, el apóstol añade: “Mas vive Cristo en mí”. Cristo resucitado es la vida de todo aquel que cree, de manera que el cristiano vive en Cristo y por Cristo, delante de Dios. El poder de esta vida es el Espíritu Santo que está en el creyente (1 Corintios 6:19); constituye el vínculo que lo une vitalmente a Cristo y manifiesta la vida de Cristo en él. El gran asunto para nosotros es aceptar estas declaraciones divinas por la fe. Entonces el «yo» estará realmente destronado, muerto y sepultado.
b) Los deseos que antes teníamos
“No os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia” (1 Pedro 1:14). Esto se refiere a personas que antes habían vivido en el mundo, ignorando al Señor y sus pensamientos (1 Pedro 4:2). Aquellos que tuvieron el privilegio de nacer y ser educados en una familia cristiana fueron preservados de muchas concupiscencias. Por tanto, se produce en ellos un cambio más bien interior que exterior. Todos somos exhortados a no conformarnos a este siglo, sino a transformarnos porque nuestro entendimiento ha sido renovado (Romanos 12:2). No olvidemos nunca que “nuestro Señor Jesucristo... se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gálatas 1:4). Por esta razón hemos de renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos y vivir en este siglo sobria, justa y piadosamente (Tito 2:12). Al mundo este comportamiento le puede parecer cosa extraña (1 Pedro 4:4), y algunas veces se tienen que soportar burlas y oprobios.
c) El sueño espiritual
Si somos exhortados a velar, es porque siempre estamos expuestos al peligro de dejarnos vencer por el sueño espiritual. “Un poco de sueño, un poco de dormitar, y cruzar por un poco las manos para reposo; así vendrá tu necesidad como caminante, y tu pobreza como hombre armado” (Proverbios 6:10-11; 24:33-34). Uno no tiene la intención de dormir, sino que sólo desea descansar un poco. Alguna mañana renunciará a levantarse bien temprano para pasar unos momentos de recogimiento con el Señor. «¿Será tan grave, por una vez?». Una noche, no se tienen ganas de asistir a la reunión, y uno se queda en casa. Se deja llevar por un poco de mundanalidad. Y así sucesivamente, hasta el momento en que se cae en un sueño espiritual profundo con sus primeras consecuencias —la pobreza, la necesidad— las cuales, en el día de la lucha, conducirán inevitablemente a la derrota, a la vergüenza, y tal vez a las lágrimas.
d) El desaliento
El apóstol Pedro nos exhorta a que no “caigamos de nuestra firmeza” (2 Pedro 3:17). El creyente puede atravesar períodos de desaliento, ya sea en su servicio o como consecuencia de una prueba personal. Por eso Pablo animaba a Timoteo a avivar el fuego del don de Dios que estaba en él (2 Timoteo 1:6). El Señor es el mismo tanto en los días de gozo como en los de sufrimiento. El apóstol Pablo, que pasó por tantas pruebas, había aprendido a estar contento en su corazón (es decir, no se trataba solamente de una actitud exterior), cualquiera que fuera su situación (Filipenses 4:11). Si estamos desalentados, examinemos las razones de nuestro desaliento y descarguemos nuestras penas a los pies de Aquel que conoció las mismas pruebas y que se compadece de nuestras debilidades (Hebreos 2:18; 4:15), y haremos así la experiencia de Pablo, quien, a pesar de haber sido desamparado por todos, no estaba desesperado, sino que decía: “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” (2 Timoteo 4:17; véase también 2 Corintios 4:8-9).
De esta manera, no seremos como aquellos de quienes la Palabra dice: “Si desfallecieres en el día de adversidad, escasa es tu fuerza” (Proverbios 24:10, VM).
e) La serpiente y el león
Satanás recurre a dos formas de acción, una simbolizada por la serpiente, la otra por el “león rugiente” (1 Pedro 5:8). Bajo la primera forma, usa la astucia, la mentira; “se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14) para sembrar el error. Es el engañador que se esfuerza por corromper los pensamientos aun de los creyentes. En vez de aceptar con sencillez y con fe la revelación, se le agrega o se le quita algo, se la mezcla con las propias opiniones. Y, poco a poco, los sentidos se extravían de la sincera fidelidad a Cristo (2 Corintios 11:3). El joven creyente, particularmente el que está estudiando, debe permanecer en guardia para no dejarse llevar por “el error de los inicuos“(2 Pedro 3:17).
Cuando se manifiesta como león rugiente, el diablo recurre a la violencia, a la persecución, al homicidio. Aun cuando ya hace tiempo que en nuestras regiones no lo conozcamos bajo este carácter, permanezcamos sin embargo vigilantes.
3) Nuestros recursos
a) La gracia de Dios
El apóstol Pedro la había experimentado personalmente, ya que había sido plenamente restaurado por esta gracia, después de haber negado al Señor Jesús. Por eso pudo “testificar que ésta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estamos” (1 Pedro 5:12). “El Dios de toda gracia” afirmará a los suyos y los fortalecerá (v. 10). “Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” escribió Pablo a Timoteo (2 Timoteo 2:1). Éste es el principal recurso del creyente.
La gracia de Dios no tiene por objeto sustraernos de las tentaciones, sino hacernos triunfar sobre ellas. Dios nos promete dos cosas a este respecto: 1) No nos dejará ser tentados más de lo que podamos resistir. 2) Dará también juntamente con la tentación la salida, para que podamos soportar (1 Corintios 10:13). Mientras mayor sea nuestra debilidad, más se manifestará su poder.
Abstengámonos de buscar en nosotros mismos fuerza y sabiduría; entreguémonos más bien enteramente a la gracia divina que nos ha perdonado, la que nos fortalece y nos enseña. “Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Corintios 9:8). «No hay ninguna posición en que pueda encontrarse un creyente, y en la cual no pueda buscar la presencia de Dios para ser socorrido» (J. N. Darby).
b) La Palabra de Dios
Entre los recursos que Dios, en su gracia, pone a nuestra disposición para permitirnos enfrentar como vencedores el combate de la fe, la Palabra que vive y permanece para siempre es ciertamente uno de los más eficaces. Las exhortaciones de la Palabra forman parte de los cuidados de Dios en vista de limpiarnos de toda contaminación de carne y de espíritu (2 Corintios 7:1). La Palabra obra en nuestra conciencia por el poder del Espíritu Santo que produce en nosotros unos santos afectos y nos libra del dominio del pecado. Por eso, poco tiempo antes de dejar a los suyos, el Señor mismo pidió a Dios: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17).
c) La oración
“Siendo aún muy oscuro” Jesús iba a un lugar desierto para orar (Marcos 1:35). Al final del día, en el monte, aún estaba orando (6:46). Cuántas veces repitió a los suyos: “Velad y orad”.
Por haber dejado de hacerlo, Pedro “entró en tentación”, mientras su Maestro, en la agonía de Getsemaní, “oraba más intensamente” (Lucas 22:44). Sólo gracias a la oración de Jesús pudo estar plenamente restaurado para poder “confirmar a sus hermanos” (Lucas 22:32) y “apacentar la grey de Dios” (Juan 21:17; 1 Pedro 5:2).
Jesús nos dejó “ejemplo, para que sigamos sus pisadas” (1 Pedro 2:21).
d) La comunión fraternal
El afecto fraternal es un recurso muy precioso para la confirmación del creyente. En efecto, qué aliento se halla en la exhortación mutua, tanto colectiva como individual, en la amistad que une en Cristo a jóvenes creyentes que pueden orar juntos, intercambiar sus experiencias, sus problemas; ponerse de acuerdo, por ejemplo, para leer cada uno el mismo libro de la Palabra y luego intercambiar pensamientos por correspondencia o en ocasión de un encuentro; combatir juntos, aun lejos los unos de los otros, por medio de una intercesión consciente de las necesidades personales. No podemos insistir lo suficiente en el valor de la comunión fraternal en la vida práctica, en relación con la santificación. “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (1 Pedro 1:22).
e) La esperanza de la liberación
El creyente experimenta una preparación interior aquí abajo en vista del momento glorioso en que será introducido en la presencia del Señor. En la medida en que esperamos realmente su regreso, el Espíritu Santo desvía nuestras miradas de las demás cosas y las fija en Cristo. Somos llamados a purificarnos en vista de su próxima venida. “Esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pedro 1:13). “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). La meta suprema de nuestra salvación es la gloria del Señor. Esta gloria brillará con todo su esplendor “cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10). Esta esperanza gloriosa, de la cual la fe echa mano, es un poderoso recurso en el camino de la santificación: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3).
f) El apego al Señor
La última exhortación del apóstol Pedro es que crezcamos en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pedro 3:18). La santidad tiene su modelo en Cristo. ¡Que conozcamos pues mejor al Señor y nos asemejemos siempre más a Él! La esencia de la santidad en nosotros, reiteramos, es la vida nueva que hemos recibido de Cristo resucitado, con el Espíritu Santo que nos ha unido a él, de la misma manera que el pámpano unido a la vid constituye una sola planta con ella y vive de su vida. Esta vida de Cristo es en nosotros lo que él mismo es: invulnerable al poder del mal. “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). Cristo, quien es ahora nuestra vida, es el modelo, la fuente y la fuerza de la santificación en nosotros.
La santificación práctica resulta del apego del corazón al Señor. Este apego se traduce por una vida de comunión diaria con él y de consagración a su servicio. Pero el Señor no fuerza a nadie y espera que le abramos la puerta de nuestro corazón. Entonces entrará en nuestra vida, se encargará de ella y será su Amo. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).