4. En la iglesia local
(Colectivamente - ejemplos del Nuevo Testamento)
“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Timoteo 1:15). La salvación es algo personal; cada uno de nosotros es llamado, después de haberse arrepentido, a aceptar al Salvador: “Para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Pero el creyente no está destinado a andar solo; en un sentido quizás es más fácil, pero no está de acuerdo con los pensamientos de Dios: “Jesús había de morir... para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (11:51-52).
“El buen pastor su vida da por las ovejas” (10:11). Algunas de ellas estaban encerradas en el redil, figura de los judíos encuadrados en las ordenanzas, los mandamientos de la ley y las tradiciones. Pero Jesús llama a sus propias ovejas por su nombre y las saca fuera. Después “va delante de ellas; y las ovejas le siguen” (v. 3-4). Había “otras ovejas”, provenientes de los gentiles, las que nunca habían tenido relación con Dios y que no eran de “este redil”. Jesús dijo: “aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (v. 16).
Las ovejas del redil eran mantenidas juntas por un vallado. Un rebaño es mantenido junto y unido por el centro: el Pastor.
Jesús no había venido para revelar el misterio de la Iglesia, pero aquí alude a ella: judíos y gentiles serán reunidos en un todo. Será necesaria la epístola a los Efesios para que Pablo, en particular, haga conocer este misterio que le ha sido revelado: “que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios 3:6). Este cuerpo, del cual Cristo es la cabeza (Colosenses 1:18), iba a ser formado a la venida del Espíritu Santo, por el cual “fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres” (1 Corintios 12:13). El Evangelio contenía el germen de lo que sería revelado en las epístolas. Así, “todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo”. Es la diversidad en la unidad (12:12).
Podemos reunirnos como las ovejas de un mismo rebaño. Cada una mantiene su personalidad y cuanto más cerca del pastor estén las ovejas, más cerca estarán las unas de las otras.
Pero ser miembro de un cuerpo es cosa completamente distinta. Es formar parte de un organismo vivo; “Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso” (12:18). No se trata, pues, de que formemos una organización con sus estatutos y su confesión de fe, ni de que renovemos disposiciones, sino de que nos reunamos porque hemos sido colocados juntos por el Señor y su Espíritu, siendo él mismo el centro: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). No se nos dice «se han congregado», sino literalmente «habiendo sido conducidos a estar juntos» hacia (acusativo de dirección) el nombre de Jesús. Es el Espíritu Santo el que produce esta unidad, y si un número incluso limitado de creyentes se encuentran reunidos sobre esta base, apreciando en su corazón que, para Dios y para el Señor Jesús, todos los miembros del cuerpo son uno, puede decírseles, como a los corintios: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1 Corintios 12:27).
¿Cómo, pues, en tal iglesia local, se puede ser una ayuda y no un estorbo? Consideremos el asunto bajo tres aspectos diferentes:
- Nuestras palabras
- Las actitudes que uno toma y la atmósfera que ellas crean
- El ministerio (aspecto práctico, no doctrinal)
1. Nuestras palabras
Traducen lo que Dios ve en nuestros corazones: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6:45).
La lengua puede ser un freno para la expresión de los pensamientos que suben del corazón; por timidez o reserva excesiva, no se osa decir lo que es bueno; en cuanto al mal, el freno puede obrar, pero desgraciadamente sólo por un tiempo; un día los malos pensamientos se expresarán. Es importante, pues, darse cuenta a tiempo y confesarlos a Dios sin tardar.
El contentamiento
“Contentos con lo que tenéis ahora” nos dice Hebreos 13:5. El Señor ha hecho promesas; si nos las apropiamos, llenos de confianza, diremos: “El Señor es mi ayudador”. Contentamiento y agradecimiento hacia Dios son importantes, pero no olvidemos tampoco estas actitudes en la iglesia. Se disfrutará de todo el alimento espiritual que el Señor da, a pesar de muchas debilidades; se sabrá apreciar a través de las diversas circunstancias el bien operado por su gracia.
¿Qué actitud de corazón vamos a mostrar por medio de nuestras palabras en tal reunión? Todo aquel que esté contento con las circunstancias en que Dios le ha colocado, con el gozo que encuentra junto a sus hermanos alrededor del Señor, será de gran ayuda para la iglesia. Si se complace en “murmurar” contra ellos (Santiago 4:11), puede acarrear muchos problemas. ¿De dónde provienen estas recriminaciones y esta insatisfacción? Vienen del hecho de que nos comparamos demasiado a menudo con los demás, tanto en el dominio material como en el lugar ocupado en esa reunión. ¿Nos comportaremos como en la sociedad humana, con su raudal de descontentos variados que degeneran en disputas y mucho más aun? ¿O, por el contrario, contribuiremos a mantener la paz en la iglesia?
Santiago añade: “Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que no seáis condenados” (5:9). Las murmuraciones son primeramente interiores: nuestro espíritu se debate contra tal hermano o hermana o tal actitud colectiva; se buscan argumentos para querer tener siempre la razón. Y los reproches acumulados y mantenidos en silencio finalmente son enrostrados. ¡Cuántas dificultades puede producir tal actitud en una iglesia!
Cubrir (1 Pedro 4:8 y Santiago 5:20)
Maledicencia (1 Pedro 2:1 V.M.)
No se trata de considerar un mal grave en la iglesia como si no existiera, creyendo que ayudamos si lo disimulamos. 1 Corintios 5 nos enseña a este respecto. No obstante, somos exhortados a no proclamar a los cuatro vientos el mal que conocemos en cuanto a un hermano: “Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá” por él (1 Juan 5:16). Aquí no se trata de la muerte eterna, sino de la física o moral bajo el gobierno de Dios. Uno está consciente de la falta del hermano y debe interceder por él para que el Espíritu de Dios obre en su corazón, le convenza del pecado y le conduzca a la confesión (1 Juan 1:9). Mateo 18:15 habla de “ganarle”.
Surge un litigio entre dos hermanos. Ya no se hablan más, ni siquiera se saludan, sino que cada uno va a quejarse a terceras personas del mal que le ha hecho el otro. Un hermano “fiel” (Filipenses 4:3) ¿sentirá la necesidad de incitarles a encontrarse y a poner en práctica Santiago 5:16: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros”? De esta manera la comunión, por la gracia de Dios, puede ser restablecida. Es lo que Pedro nos enseña: “Ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8).
Sin exagerar, se puede decir que la maledicencia es una plaga entre los cristianos. Murmurar no es inventar el mal, sino simplemente divulgar un mal existente. Calumniar, en cambio, es decir mentiras o exagerar mucho. En ambos casos, el propósito escondido es a menudo el de colocarse a uno mismo en buena posición. Proverbios 18:8 nos dice: “Las palabras del chismoso son como bocados suaves, y penetran hasta las entrañas”.
La murmuración, y más aun la calumnia, pueden desacreditar o desanimar a un hermano y, a los ojos de los demás, obstaculizar su servicio. Si el enemigo no consigue desacreditar las enseñanzas de un hermano, porque están de acuerdo con la Palabra, hace hablar mal de su persona. Los enemigos del apóstol Pablo decían: Sus “cartas son duras y fuertes; mas la presencia corporal débil, y la palabra menospreciable” (2 Corintios 10:10).
No por nada 1 Pedro 2, antes de hablarnos de “ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”, insiste: “Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones (maledicencias, V.M.)” (v. 5 y 1). Si se persiste en ellos, el “sacerdocio santo” (v. 5) no podrá ejercerse “en espíritu” (Filipenses 3:3, V.M.). Y el “real sacerdocio” no podría, sin descrédito , anunciar “las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).
“La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor”, nos dice Proverbios 15:1. Jueces 8:1-3 nos recuerda cómo la respuesta conciliadora de Gedeón aplacó el enojo de los hombres de Efraín, mientras que en Jueces 12:1-6, la violencia de Jefté condujo a la guerra civil.
Uno se jacta de quitar la paja que está en el ojo de su hermano (Mateo 7:3-5). Dice el Señor: “¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano”. Se reprocha fácilmente a un hermano una falta de poca importancia, sin darse cuenta de que uno mismo, ya por su actitud de superioridad, está lejos de imitar al Maestro.
Pero consideremos el lado positivo de nuestras palabras: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29). Y Colosenses 4:6 precisa: “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno” . Tenemos mucha necesidad de pedir al Señor que nos ayude a hablar con palabras que sean de ayuda y no de obstáculo, tanto para nuestros hermanos como para el Evangelio (Juan 4:39).
“De toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36).
2. Actitudes, ambiente
Regocijarse, llorar (Romanos 12:15)
Romanos 12:15 nos dice: “Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran”. ¡Qué ayuda puede aportar esta actitud! Más fácilmente se llorará quizás con los que lloran, con los que sufren una enfermedad grave o con los que están de duelo. Pero gozarse con los que se gozan, requiere una total ausencia de egoísmo o envidia. ¡Cuánto aliento da a una joven pareja que está al principio de la vida en común poder sentir la comunión de numerosos hermanos en el momento de la oración y de la presentación de la Palabra en la reunión que sigue después de su enlace matrimonial!
Más aun, somos exhortados a asociarnos al gozo del Pastor que ha encontrado su oveja perdida y dice a sus amigos y vecinos: “Gozaos conmigo” (Lucas 15:6). O, como lo dice el apóstol Juan: “Mucho me regocijé porque he hallado a algunos de tus hijos andando en la verdad” (2 Juan 4). Gocémonos de ver a los jóvenes que procuran seguir al Señor, y no consideremos con reserva, con alguna duda, sus primeros pasos en el camino de la fe. Al contrario, ayudémosles en él y, llegada la ocasión, enseñémosles a andar en él, conforme a lo que puedan comprender (Marcos 4:33).
Asistencia regular a las reuniones
Costumbre de abandonar o desamparar
Hebreos 10:24-25 nos dice: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuando veis que aquel día se acerca”. Esta exhortación sigue casi inmediatamente a la enseñanza de la plena “libertad” que tenemos para “entrar en el Lugar Santísimo”, para “acercarnos” (v. 19 y 22). Era un privilegio desconocido en el Israel de antaño, cuando únicamente los sacerdotes podían penetrar en el Lugar Santo, y el único Sumo Sacerdote, una vez al año, en el Santuario interior o Lugar Santísimo (9:6-7, 25). Ahora nosotros, siendo lavados, justos, perfectos, entramos en el Santo Lugar, en la plena claridad del rostro de Dios.
¿De dónde procede la costumbre, demasiado frecuente, de no asistir regularmente a las reuniones? Todo depende del uso de nuestro tiempo. Los jóvenes dirán que los estudios les insumen todo su tiempo. Sin embargo, hay pocas épocas de la vida que sean más propicias para disponer de unas horas por semana a fin de aprovecharlas para reunirse. Cuando llega el matrimonio, los hijos y las obligaciones profesionales, se necesita aun más energía para concurrir. Esta asistencia regular será de provecho para uno mismo, pero también una ayuda, un aliento para nuestros hermanos y hermanas. Las espinas de la parábola (el exceso de trabajo, las preocupaciones, las codicias mundanas) pueden ahogar la joven planta que empieza a desarrollarse (Mateo 13:7), alejando también al creyente de las reuniones. Tal fue el caso de Demas, quien amó “este mundo”; abandonó al apóstol y se fue a Tesalónica (2 Timoteo 4:10), ¿con qué propósito? En todo caso, no llevó allí el aliento tal como fue producido anteriormente por la visita de Timoteo (1 Tesalonicenses 3:2 y 6).
Sepamos bendecir al Señor por los hermanos y hermanas con los que nos permite reunirnos, lo cual debe ser hecho con gozo y por amor a los santos (Hebreos 6:10), sabiendo soportar y perdonar según Colosenses 3:12-13 “de la manera que Cristo os perdonó”, sin preferencia (Santiago 2:1-4), ni raíz de amargura (Hebreos 12:15). A veces es necesario aceptar, cuando no se trata de la doctrina fundamental, algunas diferencias en la práctica: las costumbres locales, los progresos que algunos no han realizado aún y contribuir a paliar la ignorancia de aquellos que han sido conducidos recientemente al Señor: “Si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios. Pero en aquello que hemos llegado, sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa” (Filipenses 3:15-16; Romanos 14).
La acogida
Pablo siente gran gozo y consolación en el amor de Filemón, “porque por ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos” (Filemón 7). A Gayo, Juan le dice: “Amado, fielmente te conduces cuando prestas algún servicio a los hermanos... los cuales han dado ante la iglesia testimonio de tu amor; y harás bien en encaminarlos como es digno de su servicio a Dios” (3 Juan 5-6).
Acojamos con gozo a los que desean acercarse al Salvador, a quien aún no lo conocen; recibamos a los débiles en la fe, “no para contender sobre opiniones” (Romanos 14:1); sepamos animar y afirmar a un joven que desea participar de la Mesa del Señor y no hacerle esperar mucho tiempo antes de permitirle ocupar el lugar que el Señor obtuvo para él.
En 3 Juan 9-10, Diótrefes no es, por cierto, ninguna ayuda en la iglesia. Quiere ser el primero; no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos les prohíbe que lo hagan. ¡Qué obstáculo en la iglesia!
3. Nuestra actitud con relación al ministerio
A siervos escogidos por Dios les han sido confiados dones para la edificación y los cuidados de la iglesia. En Romanos 12 son diferentes dones de gracia, “según la gracia que nos es dada” (v. 6); deben ser ejercidos “conforme a la medida de fe” que Dios reparte a cada uno (v. 3). En Efesios 4, el Cristo resucitado y subido a lo alto da dones a los hombres “a fin de perfeccionar a los santos para... la edificación del cuerpo de Cristo... para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (v. 12 y 14). De esta manera “todo el cuerpo... según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (v. 16).
En 1 Corintios 12, el Espíritu Santo da una diversidad de dones de gracia “para provecho”, los que son confiados a “cada uno” (v. 7). “Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso” (v. 18). “Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que... los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (v. 24-25). Por último, Dios ha dispuesto diversos dones en la iglesia, dones que cada uno es llamado a ejercer con amor (cap. 13), sin el cual nada sirve.
¿Qué actitud tenemos que tomar frente a tales dones de gracia? Primeramente, reconocer “a los que trabajan entre vosotros... y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra” (1 Tesalonicenses 5:12-13), en vez de menospreciarles, como algunos corintios lo hacían respecto del apóstol Pablo (2 Corintios 10:10); en segundo lugar leer con provecho el ministerio escrito que el Señor nos ha dado, y apreciarlo.
En Hechos 11:23, Bernabé llega a Antioquía. No lo hace como inquisidor, sino que, al ver “la gracia de Dios, se regocija”. Está agradecido por el bien que Dios ha producido y va a contribuir, primero solo y después con Saulo, a exhortar a los creyentes a que permanezcan “fieles al Señor” de todo corazón; después de esto, una gran multitud es añadida al Señor, y finalmente los dos se encuentran y enseñan a toda esta gente. Estos siervos fueron una ayuda inestimable en los orígenes del cristianismo y a lo largo de su historia, presentando la Palabra de Dios. Según 1 Pedro 4:10, los dos empleaban el don de gracia que habían recibido. Cada uno es invitado a hacerlo así “como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”, no para glorificarse a sí mismo, sino, recibiendo el “poder que Dios da”, con el propósito de “que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo” (v. 11). Observemos también que la expresión “cada uno” se repite varias veces en estos pasajes, y preguntémonos si sabemos ayudar a nuestros hermanos “conforme a la regla que Dios nos ha dado por medida” (2 Corintios 10:13).
Por el contrario, se puede apagar al Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19), sea hablando inoportunamente, sea no expresándonos cuando el Espíritu nos impulsara a hacerlo, sea menospreciando lo que el Espíritu haya podido comunicar mediante el instrumento escogido.
El siervo es llamado primeramente a presentarse a sí mismo “en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable” (Tito 2:7-8). De esta manera será una verdadera ayuda para sus hermanos, contra aquellos que evangelizan otra cosa que lo que el apóstol ha evangelizado. Esto es muy grave, y la maldición de Dios puede caer sobre todo aquel que añade algo al Evangelio o lo deforma: “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gálatas 1:8-9). “Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa” (2 Juan 10). Tales hombres no son solamente un obstáculo, sino que pueden falsificar la Palabra de Dios, e incluso hacer vacilar a sus verdaderos siervos.
Acordémonos también de que entre los dones enumerados al final de 1 Corintios 12, hay “ayudas” (v. 28), hermanos o hermanas que con sencillez responden a lo que Dios les ha confiado y son una bendición para los que están a su alrededor.
Las profecías y la ciencia acabarán, pero el amor nunca dejará de ser (13:8).