2. En la familia
(ejemplos del Antiguo Testamento)
“En la casa del justo hay gran provisión” (tesoro) (Proverbios 15:6). “Tesoro precioso y aceite hay en la casa del sabio” (21:20). Los discípulos de Emaús pidieron al Señor: “Quédate con nosotros, porque se hace tarde... Entró, pues, a quedarse con ellos” (Lucas 24:29). ¿No es éste el deseo de todo nuevo hogar cristiano? ¿Hay tesoro más precioso que la presencia del Señor mismo, ante todo por medio de su Palabra? Si nos remontamos a tres o cuatro generaciones de creyentes, esta Presencia marcaba la vida. Los años han pasado; la sociedad se ha relajado cada vez más, muy a menudo hasta dejar que la familia se destruya: Cohabitar sin estar casados, homosexualidad, parejas divididas por el divorcio... tal vez hasta en los hogares cristianos (2 Timoteo 3:5). El enemigo ha sabido arrebatar el “tesoro”. ¿Dónde ha faltado la ayuda? ¿Dónde se ha producido la ocasión de caída? Sólo Dios lo sabe. Debemos estar infinitamente agradecidos a nuestro Señor cuando una familia es guardada unida y cuando los hijos han sido conducidos al Salvador. La familia, pues, permanece unida para Él. Es una gracia de Dios que los padres reciben como proveniente de él.
Pero el enemigo es hábil y sabe cómo provocar la desunión y el enfrentamiento en las familias de los hijos de Dios: el padre contra la madre, los hijos contra los padres, los hijos entre ellos. ¿Cómo podemos ser una ayuda para aquellos que nos rodean? Primeramente, sin duda, reconociendo los casos en los que nosotros mismos hemos fracasado; después, pidiendo al Señor su ayuda para que seamos de “aquellos que hacen la paz” (Santiago 3:18).
Ya en el Antiguo Testamento la Palabra nos presenta varias familias sobre las cuales la bendición de Dios reposó; otras en las que hubo tropiezos y estorbos; pero también ocasiones en las que su gracia intervino para restaurar y restablecer. Desgraciadamente hubo otras que habían empezado bien y terminaron mal.
1) Noé
Es una de las primeras familias de las que la Biblia nos habla con bastante detalle. En Génesis 6:9, Noé es declarado “justo... perfecto en sus generaciones”. “Con Dios caminó Noé”, mientras que el resto de la tierra está corrompido y lleno de violencia. Qué consuelo verle, después de haber construido el arca según las instrucciones divinas, penetrar en ella “y con él sus hijos, su mujer, y las mujeres de sus hijos” (7:7). El patriarca ha construido el arca “por la fe” nos dice Hebreos 11:7, para “que su casa se salve”. Esta fe no solamente había sido compartida por su esposa, sino también por sus hijos y sus nueras. Sin ella, seguramente no habrían entrado en el arca y sólo siete días después llega el diluvio. Una familia unida atraviesa las aguas, sana y salva, y recibe la bendición de Dios (Génesis 9:1).
El deseo de los padres cristianos es ante todo que sus hijos sean salvos y llevados personalmente al Señor. Les enseñarán la Palabra cada día, orando con ellos y por ellos. Ante todo, la atmósfera familiar cristiana influirá en ellos, al igual que los ejemplos que les darán en todos los detalles de la vida los padres que les aman, por ser ellos mismos hacedores de las obras y no oidores olvidadizos (Santiago 1:25).
Dios había dicho a Noé: “Hazte un arca...”, “y lo hizo así Noé” (Génesis 6:14, 22). Dios le vuelve a decir: “Entra... en el arca” y “entró Noé al arca” (7:1, 7). El juicio ha sido anunciado de antemano, como en nuestros días, y es preciso que nuestros hijos lo sepan. Pero, para el creyente, hay una promesa: “Te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero” (Apocalipsis 3:10). La fe construye el arca, mientras la paciencia de Dios espera. Ante el juicio inminente, la familia de la fe entra en el arca y esas personas son “salvadas, pasando por medio del agua” (1 Pedro 3:20, V.M.).
Noé, ya entrado en años, se embriaga (Génesis 9:21). Desconcierto en la familia. Sem y Jafet, con discreción, “cubren” el mal. Pero Cam, por el contrario, lo descubre y atrae sobre su hijo Canaán la maldición paterna (v. 25). Sem y Jafet son, para Noé, motivo de su agradecimiento hacia Dios; reciben entonces una bendición duradera. Durante el período difícil y hostil de la construcción del arca, la familia había permanecido unida. Después de la liberación que sigue al diluvio, interviene el enemigo y Noé, desgraciadamente, resulta ocasión de caída para su hijo.
2) Abraham
Abraham, al salir —por la fe— de su tierra y de su parentela, después de la invitación divina, lleva consigo a su esposa Sara y a su sobrino Lot (Génesis 12:5). Bajo la influencia de su tío, el trabajo de la gracia de Dios obra en Lot, ya que es llamado “justo” en 2 Pedro 2:7. A tono con el ejemplo de Abraham, anda durante un tiempo con él. Pero, en un momento dado, al patriarca le falta la fe y desciende a Egipto (Génesis 12:10). El joven Lot no olvidará nunca las impresiones que recibe allí. El día en que decide separarse de su tío es atraído por la llanura del Jordán, regada “como la tierra de Egipto” (13:10), y escoge a Sodoma. Este falso paso viene a ser un obstáculo inconsciente de parte de Abraham, pero con fatal consecuencia para su sobrino.
¿Deja Lot ese mundo corrompido cuando su tío acude a ayudarle y le libera de la coalición que le ha hecho prisionero con el rey de Sodoma? No, Lot no vuelve a la montaña, sino que retorna a la ciudad maldita (Génesis 14). Abraham intercederá por él (18:32); únicamente Lot y sus dos hijas escaparán de la destrucción; él terminará miserablemente su vida. En el difícil período de la marcha por la fe, desde Ur, pasando por Harán, hasta el oriente de Bet-el, Abraham había sido una ayuda. El desvío que significó el descenso a Egipto fue el estorbo que contribuyó a la ruina de la vida de su sobrino. La Palabra no nos da ningún detalle sobre sus hijos —aparte de Isaac e Ismael— salvo lo que Dios había dicho: “Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio” (18:19).
3) Jacob
Mientras Isaac y Rebeca no tienen hijos, viven más o menos en armonía. No obstante se nos dice, solamente de Isaac, que durante veinte años oró para tener un hijo. Por su parte, Rebeca acude sola a consultar a Dios, cuando se halla encinta (Génesis 25:21-22). Pero tan pronto como llegan los hijos, la medida de ayuda recíproca que aún queda se transforma en estorbo. Como a Isaac le gusta la caza, tiene preferencia por Esaú; Rebeca, por su parte, la tiene por Jacob, porque a él le gusta permanecer en las tiendas, es decir, cerca de su madre (v. 27-28).
Ni uno ni otro son ayuda para sus hijos convertidos en hombres. Después de haber vendido su derecho de primogenitura, Esaú se casa con una mujer hetea y Jacob, instigado por Rebeca, engaña a su padre y debe huir durante más de veinte años y no volverá a ver a su madre.
¿Qué ocurrirá con la familia de Jacob? ¿Qué ayuda dará éste a sus hijos? Celos entre Lea y Raquel, exceso de trabajo de Jacob con los rebaños de Labán, de los que es responsable; a pesar de todo su esfuerzo, debe confesar: “De día me consumía el calor, y de noche la helada, y el sueño huía de mis ojos” (31:40). Después de siete años de espera vienen los hijos. Lea, menospreciada por Jacob, da a luz a varios; Raquel, celosa, provoca la ira de su marido (30:2). El mismo Jacob no tiene tiempo ni voluntad para ocuparse de sus descendientes, sea ahora mientras son pequeños, sea más tarde.
¿No hay aquí una advertencia para nosotros? A causa del deseo de progresar en nuestra carrera, de alcanzar las metas propuestas, podemos descuidar a nuestra familia. Hay demasiado poco tiempo para los hijos; muchas veces la lectura diaria de la Biblia en familia es abandonada; aun un servicio cristiano, al que uno se entrega con doblez de corazón, puede ser un obstáculo para la familia. Quiera Dios que sintamos el vivo deseo de pedirle que nos dé el equilibrio en este «triángulo», que puede convertirse en una desproporción entre la familia, la profesión y un eventual exceso de actividad cristiana. Si el Señor está en el centro del triángulo, habrá bendición. El período de que disponemos para ocuparnos de nuestros hijos antes de que dejen el hogar paterno es en realidad muy corto; entonces, ¡dediquémosles tiempo!
Una familia desunida retoma el camino a Canaán; Raquel lleva consigo “los ídolos de su padre” (Génesis 31:19); Jacob se preocupa sobre todo de la probable venganza de su hermano Esaú. Y cuando Dios le dice: “Levántate y sube a Bet-el... y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú” (35:1), Jacob por fin se da cuenta de que en su familia han predominado “los dioses ajenos” y los entierra debajo de una encina, cerca de Siquem. La familia sube a Bet-el, pero solamente Jacob adora. Raquel no llegará al final del viaje, pues muere “en el camino de Efrata, la cual es Belén” (35:19). Dina había sido deshonrada (34:5); Simeón y Leví habían cometido la matanza de los hombres de Siquem, y su furor fue maldecido (34:25-29; 49:7); Rubén engaña a su padre y pierde el derecho de primogenitura (35:22; 1 Crónicas 5:1).
No obstante, la gracia de Dios concede a Jacob los hijos que tuvo de Raquel: José y Benjamín; pero serán para disciplina del patriarca, quien, engañado por sus otros hijos, cree en la muerte de su preferido y por él lleva luto durante veinte años. Más tarde, debe entregar también a Benjamín: “Y si he de ser privado de mis hijos, séalo” (43:14).
¡Cuántas consecuencias y obstáculos resultan de la equivocación de Jacob! Y si la bondad de Dios ilumina la noche de su vida, las ocasiones de caída sembradas en el camino de sus hijos subsisten. Por gracia puede hablar a José: “El Dios... que me mantiene desde que yo soy hasta este día, el Ángel que me liberta de todo mal” (48:15-16); pero qué remordimiento siente por no haber enseñado a sus diez hijos las dos experiencias de Bet-el (35:9-15), cuando, vuelto allí, recuerda el día de su angustia. De Peniel, no les dice ni una sola palabra, lo que habría podido serles de ayuda. Al final, sobre su lecho de muerte, habla de Bet-el a José (48:3-4; 28:19).
4) José
José, objeto del odio de sus hermanos, a pesar de todo lo que tuvo que soportar durante tantos años, es finalmente una bendición para ellos (Génesis 37 a 50). A fin de restablecerles verdaderamente, no se les revela en seguida cuando acuden suplicantes a Egipto, sino que les pone a prueba en más de una ocasión. Es preciso despertar sus conciencias. Con qué tacto sabe ayudarles, siendo al mismo tiempo firme y lleno de gracia cuando sus hermanos han reconocido y confesado, por medio de Judá, su falta escondida durante más de veinte años. La confesión vuelve a traer la unión a la familia.
5) Elí
Elí es sacerdote, un hombre de Dios, un conductor espiritual —al menos debería serlo—, pero ignora lo que ocurre en su familia. Ya anciano, se entera de la conducta de sus hijos (1 Samuel 2:22). Les había dejado hacer, y cuando les reprende, lo hace débilmente: “No, hijos míos, porque no es buena fama la que yo oigo; pues hacéis pecar al pueblo de Jehová” (v. 24). No solamente no les ayuda, sino que su negligencia es realmente un estorbo; su falta de energía va a ocasionar la ruina de su familia y de Israel.
6) David
David, rey según el corazón de Dios, “habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios” (Hechos 13:36), es uno de los hombres más notables del Antiguo Testamento. En su juventud es formado en la escuela divina, y luego reina sobre Israel.
Un rey no debía tener muchas mujeres (Deuteronomio 17:17). Pero David, desobedeciendo la orden divina, tiene muchas, y entre ellas una pagana, Maaca, hija del rey de Gesur, futura madre de Absalón, el que causará tantos dolores a su padre. Cuán necesario es advertir a nuestros hijos y velar con oraciones para que, cuando sean mayores, no escojan un cónyuge que no sea del Señor. Toda su vida posterior puede verse seriamente afectada.
En Hebrón, David tiene hijos (2 Samuel 3:2-5); de muy jóvenes son llevados a Jerusalén. Entonces el rey no tiene tiempo para ellos: muchas guerras, la organización de su reino y tantas otras cosas le absorben demasiado. Es débil con sus hijos. Cede sin más a la petición de su primogénito Amnón, quien, fingiendo estar enfermo, desea que su media hermana Tamar le prepare hojuelas (13:6-7); el rey, falto de discernimiento, no se da cuenta de la trampa que su hijo tiende a la joven que va a deshonrar, e incluso facilita su proyecto. Tamar permanece desolada en casa de su hermano Absalón. David está muy irritado, pero no toma ninguna medida.
Absalón venga a su hermana y hace matar a Amnón, el presunto heredero del trono. David lo llora; Absalón huye; con el tiempo, David no para hasta que vuelve a ver a su hijo, y le besa, sin castigarle (14:33).
Absalón se rebela a continuación contra su padre, quien debe huir de Jerusalén. Cuando Joab y sus tropas obtienen la victoria sobre el hijo rebelde, David, desesperado y conmovido, llora: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (18:33). ¿Por qué tantas lágrimas? Cuando se trató del hijo de Betsabé había aceptado la prueba, diciendo: “Yo voy a él, más él no volverá a mí” (12:23), expresión, sin duda velada, de su fe en la resurrección. Pero para Absalón no había esperanza, no estaría entre los resucitados en Cristo. Estaba perdido.
De Adonías, cuarto presunto heredero, que se levanta contra su padre para hacerse coronar antes de la muerte de éste, se nos dice: “Su padre nunca le había entristecido” (1 Reyes 1:6).
Sin duda David había perdido una parte de su discernimiento espiritual después del asunto con Betsabé. ¡Cuántas consecuencias puede tener una caída grave, aunque haya restauración! No haber sabido ayudar a sus hijos en su educación, y para terminar, verles morir de muerte violenta, uno tras otro. Sus demasiado numerosas ocupaciones cuando ellos eran jóvenes y su debilidad de padre, no fueron una ayuda sino más bien un estorbo en la vida de estos tres hombres.
7) Una mujer virtuosa (Proverbios 31:10-31)
Eva había sido dada a Adán para serle una ayuda idónea. Pero, desgraciadamente, fue todo lo contrario. En cambio, qué ayuda significa para su familia esta mujer cuyo relato cierra el libro de los Proverbios: “El corazón de su marido está en ella confiado... Le da ella bien y no mal todos los días de su vida” (v. 11-12). Es incansable en su actividad: “Fuerza y honor son su vestidura... Abre su boca con sabiduría, y la ley de clemencia está en su lengua” (v. 25-26).
Y cuando llega el atardecer de su vida: “Se levantan sus hijos y la llaman bienaventurada” (v. 28). Están llenos de agradecimiento por tener tal madre. Su marido también la alaba: “Muchas mujeres hicieron el bien; más tú sobrepasas a todas” (v. 29). «¡No hay duda de que muchas esposas han obrado virtuosamente, pero tú, con quien he recorrido el camino de la vida, las sobrepasas a todas!» Es algo subjetivo, pero dichoso el marido que puede decir lo mismo de aquella a la cual Dios le ha dado por esposa. “El que halla esposa halla el bien, y alcanza la benevolencia de Jehová” (18:22).
Dos esposas de reyes de Israel, por el contrario, no solamente fueron un estorbo, sino también un desastre para sus maridos y para sus familias. Acab se había casado con Jezabel, hija del rey de los sidonios (1 Reyes 16:31); ella le incitó a adorar a Baal, a quien Acab edificó un altar en Samaria. Con el tiempo “se vendió para hacer lo malo ante los ojos de Jehová; porque Jezabel su mujer lo incitaba” (21:25). La misma Jezabel cayó desde una ventana y fue devorada por los perros (2 Reyes 9:36). Josafat era un rey piadoso que en general atrajo bendición para su pueblo, pero toleró que su hijo Joram se casase con una hija de Acab. Por consiguiente, éste “hizo lo malo ante los ojos de Jehová” (2 Crónicas 21:6). Después de ocho años de reinado, Joram “murió sin que lo desearan más” (v. 20).
Omri, rey de Israel, “hizo peor que todos los que habían reinado antes de él” (1 Reyes 16:25). Era el padre de Acab y Atalía, madre de Ocozías (2 Crónicas 22:2). Después de la muerte de su hijo, Atalía exterminó a toda la descendencia real (22:10). Sólo quedó el pequeño Joás, quien fue salvado por su tía Josaba (2 Reyes 11:1-2). Atalía pudo así reinar sobre el país. Esta “impía Atalía y sus hijos habían destruido la casa de Dios, y además habían gastado en los ídolos todas las cosas consagradas de la casa de Jehová” (2 Crónicas 24:7). Después de su reinado detestable, los jefes del ejército la mataron en la casa del rey (23:15).
Estas dos mujeres no solamente no fueron ninguna ayuda para el pueblo de Dios, sino que le acarrearon su desgracia.
8) La familia (Salmos 127 y 128)
“Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican”, versículo que, por contraste, puede aplicarse a todo aquel que funda un hogar con el Señor. Los hijos serán “herencia de Jehová... cosa de estima”. El padre será “bienaventurado” —expresión que se repite tres veces en estos dos salmos— siempre que tema a Dios y ande en sus caminos. Pero también “tu mujer será como la vid que lleva fruto a los lados de tu casa; tus hijos como plantas de olivo alrededor de tu mesa”. Aquí tenemos a la familia reunida: la mujer, fuente de gozo (la viña), y los hijos plantas de olivo que producen aceite, tipo del Espíritu Santo. La bendición de Dios está allí. Viene de Jerusalén (para nosotros figura de la Iglesia). Nacerán nietos: “los hijos de tus hijos”. Verdaderamente fue Dios quien edificó la casa y el padre ha sido una bendición para toda la familia.
Estos dos salmos subrayan cuán deseable es que la lectura de la Biblia en familia sea un gozo para los hijos, y no que digan: ¡Ojalá no la leamos esta noche! sino que, al contrario, esta lectura esté a su alcance y les parezca tan interesante que se sientan felices de participar de ella. En su infancia, leeremos más bien relatos concretos, para evolucionar progresivamente hacia las verdades abstractas, especialmente las del Nuevo Testamento. Se les podrá hacer preguntas apropiadas a su edad, las que les harán participar activamente. Las figuras pueden conducir a ello. No basta simplemente leer algunos versículos, decir tres palabras, hacer la oración, y ya termina la lectura. Los niños se sienten aliviados. No, todo lo contrario, hay que reflexionar cuidadosamente o, mejor aun, haber preparado el texto a considerar y extraer de él, con la ayuda del Señor y de su Espíritu, los pensamientos que estén al alcance de nuestros hijos para su bien y su gozo. Éste es uno de los aspectos muy dichosos de la familia alrededor de la mesa. El Señor Jesús dijo: “Dejad a los niños venir a mí” (Mateo 19:14), y acudirán al Señor Jesús si se les induce a amarle. Pero se les puede “impedir” —no de una manera consciente, por supuesto— al hacer que la lectura de la Palabra sea una cosa aburrida para ellos, imponiéndoles temas o comentarios que no estén al alcance de su edad.
Se les hará también mucho daño murmurando acerca de tal hermano o de la maestra de la escuela dominical, de un amigo de la familia o de un pariente.
Inspirémosles sobre todo el deseo de acudir a Jesús, sin que esto represente para ellos un deber cargoso, o imponiéndoles reglas rígidas. Más bien enseñémosles a obedecer, “porque esto agrada al Señor” (Colosenses 3:20). De esta manera, al crecer y volverse cada vez más responsable, el joven sentirá en su corazón el deseo de hacer “lo que es agradable al Señor” (Efesios 5:10).