5. En el mundo
“No son del mundo... yo los he enviado al mundo.”
(Juan 17:14, 16, 18).
1) Evangelización
Al final de cada evangelio, después de la resurrección y antes de dejar a sus discípulos, el Señor les confía una misión, expresada con palabras diferentes, pero que tienen el mismo sentido: — hacer discípulos a todas las naciones y enseñarles — predicar el Evangelio a toda criatura — que en su Nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados sean predicados a todas las naciones — como el Padre le envió, él también les envía. Después, en el momento de dejarles, precisa de nuevo: “Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Los discípulos no son más que un puñado de hombres en medio del inmenso imperio romano con todas sus religiones paganas. En setenta años el Evangelio se esparcirá por toda la parte mediterránea oriental del imperio y aun más allá. Jesús les dice: “Id”. Les promete su presencia (Mateo 28:20), su ayuda (Marcos 16:20), su poder por el Espíritu Santo (Lucas 24:49), su paz, sirviéndole y siguiéndole (Juan 20:21; 12:26 y 21:22); y en los Hechos, todo esto “hasta lo último de la tierra”.
Él dice: “Yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20). Y el Espíritu que van a recibir los hará testigos. Aun hoy, Dios obra por su Espíritu y su Palabra, esparcida más que nunca en este mundo; el Señor sabe cuántas almas son conducidas a Él.
Para ser un “testigo”, no hay necesidad de ser un “evangelista”. El Señor dice: “seréis mis testigos”, y no: «Me gustaría que fuerais mis testigos». Al principio se hacen milagros y señales para acreditar el Evangelio. Pero es la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu, la que obra y regenera: el Espíritu convence de pecado (Juan 16:8) y la Palabra produce el nuevo nacimiento (1 Pedro 1:23). Un testigo es llamado a decir lo que ha visto y oído, o vivido. Los que son dispersados después del martirio de Esteban son creyentes sencillos que van y anuncian la Palabra, primeramente a los judíos y después a los griegos. “La mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor” (Hechos 11:19-21). No se nos dice el nombre de ninguno de estos testigos. Tienen que huir de la persecución, pero, en todos los lugares donde son esparcidos, nunca dejan de anunciar a Jesucristo; se congregan alrededor del Señor, entre otros lugares en Antioquía, donde las enseñanzas de Bernabé, y después de Pablo, les afirman en la verdad.
Aún hoy en día, todo creyente es llamado a ser un testigo. ¿Está cada uno de nosotros convencido de ello y dispuesto a aprovechar todas las ocasiones que le sean dadas? Hay también, por supuesto, evangelistas a los que el Señor les confía este don (Efesios 4:11) y a quienes debemos sostener por medio de nuestras oraciones y nuestros dones (Hebreos 13:16: “hacer bien y compartir”; traducción literal del texto original griego).
Antes de enviar a sus discípulos a predicar y curar, Jesús quiere “que estén con él” (Marcos 3:14). En primer lugar, es preciso escucharle, hablarle, buscar su comunión; luego, después de haber predicado, volver junto a él y contarle “todo lo que habían hecho, y... enseñado” (6:30). Entonces les conduce aparte a un lugar desierto para descansar un poco, ¡parada también muy necesaria! Lo que el Señor es para nosotros es más importante que nuestro servicio para él: primero ser, luego hacer. En su comunión se aprende a ser un testigo, o una “ayuda” (1 Corintios 12:28) que sabe poner una «gota de aceite» donde corresponde.
Los obstáculos
El Señor Jesús enseña a las multitudes y tiene compasión de ellas. Cuando se trata de alimentarlas, los discípulos quieren que él las despida, ya que no tienen nada que darles de comer. No obstante, Jesús multiplica los cinco panes y los dos peces y todos son saciados. Primero es necesario llevarlos al Señor, quien, después de dar gracias, los confía a los discípulos para que los pongan delante de la gente (Lucas 9:10-17). Las excusas son frecuentes: «No sé hablar, no sabría qué decir...». Son las objeciones de un Moisés (Éxodo 4:1, 10-13), de un Gedeón (Jueces 6:13-15), de los espías enviados para reconocer el país (Números 13:31-32), las excusas de los invitados a las bodas: “He comprado una hacienda... He comprado cinco yuntas de bueyes... Acabo de casarme...” (Lucas 14:18-20). Hay excusas para no ser un testigo, y hay excusas para no recibir el testimonio o aceptar una invitación, que no es otra que la del Señor.
Es difícil imaginar a un creyente que no sienta simpatía por la obra de evangelización. Es un obstáculo no sentir ninguna compasión por las almas perdidas, esa compasión que llenaba el corazón del Señor Jesús cuando veía a las multitudes cansadas y dispersas “como ovejas que no tenían pastor” (Marcos 6:34). ¿No tenemos nosotros los mismos sentimientos que él?
Existen obstáculos interiores y exteriores. A lo largo de los evangelios y de los Hechos, los fariseos —cuyo nombre significa en arameo «separados»— constantemente procuran sorprender a Jesús en alguna falta; obstaculizan el servicio de los discípulos por medio de su legalismo y sus tradiciones. También los judíos, de manera general, son enemigos del Evangelio, pues no pueden aceptar que él sea asimismo predicado a las naciones (1 Tesalonicenses 2:15-16). Qué difícil es, aun para los hermanos de origen judío que son conducidos al Señor, que el Evangelio sea también para las naciones (Hechos 11:3; 21:20-25, etc.). Ellos tienen prejuicios contra esta obra.
Felipe, lleno del Espíritu, no pone ningún reparo a ir a Samaria, región despreciada por los judíos; luego, en el camino desierto a Gaza, será el instrumento que conducirá al etíope a Jesús (Hechos 8:5, 26-40. Ananías, a invitación del Señor, se sobrepone a todos sus temores y acude a imponer las manos al temido perseguidor: “Hermano Saulo...” (9:17). Pedro, conducido por el Espíritu Santo, domina sus prejuicios y va a casa de Cornelio (Hechos 10).
Al principio del primer viaje de Pablo y Bernabé, se ora y ayuna (Hechos 13:3); en el segundo viaje, Pablo dice a Bernabé: “Volvamos a visitar a los hermanos...” (15:36). Pero Bernabé se propone llevar consigo a Juan, de sobrenombre Marcos. Pablo cree que no hay que hacerlo y se separan, al parecer, sin haber orado juntos. El Espíritu deberá entonces poner obstáculos delante de Pablo (16:6-7), hasta que éste obedezca el llamamiento del Señor en la visión para pasar a Macedonia.
No basta con tener celo y entusiasmo por el Evangelio. En la oración y en la dependencia se comprende que sin el Señor no se puede hacer nada; es preciso que nos demos cuenta de que nosotros no podemos convertir a las almas; es una operación del Espíritu. Somos llamados ante todo a ser testigos, a hablar del Señor Jesús, a anunciar sus virtudes y su obra y a dejar el resto en manos del Espíritu Santo.
Hay que estar totalmente convencido de que no hay otro Salvador que Jesús: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Si estamos seguros de que el Señor viene pronto según su promesa, sentiremos también la urgencia de propagar el mensaje de la única salvación, usando los diversos medios que él ha puesto a nuestra disposición.
La Palabra del Señor resuena en Macedonia, en Acaya y en todo lugar (1 Tesalonicenses 1:8). Pero primeramente reciben el ministerio de Pablo (2:13); son fortalecidos en la fe por medio de Timoteo, lo que es tema de la oración del apóstol (3:2 y 13, V.M.); aprenden cómo andar y agradar a Dios (4:1). El apóstol quiere, además, que no permanezcan en la ignorancia acerca del arrebatamiento de los creyentes por el Señor (4:16-17). Todo un trabajo de la Palabra y del Espíritu de Dios en sus corazones hace que por medio de ellos el Evangelio de la gracia se difunda.
La noticia de que Pedro ha entrado en casa de hombres incircuncisos y que ha comido con ellos (Hechos 11:3) llega a Jerusalén más rápidamente que el mismo apóstol. Cuando vuelve allí, hermanos le censuran vivamente. Pero Pedro no se prevale de su posición de apóstol para decirles: «Soy un apóstol y sé lo que hago»; no, con dulzura, con cuidado, les explica todos los detalles por los cuales el Señor le ha conducido a Cesarea, cómo el Espíritu Santo ha sido derramado sobre todos aquellos que habían recibido la Palabra: “¿Quién era yo que pudiese estorbar a Dios?” (v. 17). Esos judíos reconocen entonces que “también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida” (v. 18).
Cuando un evangelista, y especialmente uno joven, encuentra oposición en cuanto al servicio que el Señor le ha confiado, le conviene no rebelarse, sino explicar con humildad y cuidado cómo el Señor le ha conducido y cuáles han sido los frutos visibles del servicio cumplido. La persecución ha hecho estragos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Todos esos obstáculos que el enemigo ha intentado poner a la difusión del Evangelio no han impedido que éste se propagara hasta nuestros días. ¿Qué parte tomamos en ello, sea como testigos, sea en tal o cual servicio que el Señor haya podido confiarnos? Para esto es necesario que nuestro andar corresponda a la oración del Señor en Juan 17, en cuanto a que no somos “del mundo” (v. 16). Si nos asociamos a él, si le seguimos en alguna medida, nuestro testimonio no es ya una ayuda, y puede ser incluso un obstáculo. Pero somos enviados “al mundo” para llevarle las buenas nuevas de la gracia de Dios, por medio de canales muy diversos, bajo su dependencia.
Jesús sube al monte a orar (Lucas 9:28). Pedro, Jacobo y Juan, quienes le acompañan, están “rendidos de sueño”. ¿Se puede estar aparte, solo con Jesús, y dormir, es decir, no buscar su comunión? ¿Cómo ser un testigo de su Persona si no le conocemos cada vez más íntimamente? La Palabra nos dice: “Mas habiendo sacudido el sueño, vieron su gloria” (v. 32, V.M.). Sin esta visión, no se puede anunciar verdaderamente el Evangelio de su gracia.
2) Relaciones - Testimonio
Gálatas 6:10 nos incita a no cansarnos de hacer el bien “a todos, y mayormente a los de la familia de la fe”. El socorro material sin duda tiene gran importancia, como lo enseña 1 Juan 3:17, primeramente hacia nuestros hermanos que estén necesitados. Pero el pasaje de Gálatas dice también: “a todos... según tengamos oportunidad”. La ayuda dada a alguien que hallemos en nuestro camino y que se encuentre necesitado, puede abrir una puerta para que el Evangelio sea presentado.
Hacer bien, es también compartir, con los creyentes con quienes el Señor nos relaciona, los bienes espirituales con los que él nos ha colmado; no guardar el “tesoro” para nosotros mismos, sino, como alguien lo ha dicho, «exportar la verdad», verbalmente, por escrito o por cualquier otro medio que el Señor emplee.
Nuestro comportamiento es muy importante. El Señor dice a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mateo 5:13). No dice: «debéis serlo», sino: “sois”. Es de desear que, en toda su conducta en este mundo, el creyente sea alguien que preserve de la corrupción y ayude a alejarse del mal. La mala conducta de un hijo de Dios es un obstáculo para el Evangelio y puede convertirse en ocasión de caída para otros.
El Señor Jesús dice también: “Vosotros sois la luz del mundo” (v. 14), testimonio silencioso pero claro, lámpara puesta sobre su propio pie y no debajo del almud (actividades profesionales) o de la cama (pereza). Esta luz “alumbra a todos los que están en casa” (v. 15) y también a las visitas (Lucas 8:16). En el mundo brilla para todos. Un obstáculo evidente para que esta luz brille es amar al mundo y las cosas que están en el mundo: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2:15).
Por la gracia de Dios y el conocimiento de la Persona del Salvador, los creyentes han escapado “de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4). Para que esto sea una realidad práctica, no tenemos que andar “como los otros gentiles” (Efesios 4:17), sino aceptar ser diferentes, no participar activamente de lo que pudiera alejarnos del Señor y no frecuentar lugares donde él no podría acompañarnos. Todo esto también forma parte del testimonio. Debemos separarnos moralmente del mundo para Dios, pero tenemos que estar dispuestos, como el Señor Jesús, a ser ayuda para todos aquellos que se encuentran lejos de él (Lucas 5:29-32).
Tal actitud sólo es posible por medio de una fe activa, viva, apegada al Señor: “Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). La fe tiene otros intereses que los del mundo, otros gozos. A los incrédulos les parecerá que todo esto es muy extraño (1 Pedro 4:4), pero un día tendrán que dar cuenta a Aquel que estará listo para juzgar a los vivos y a los muertos. Mientras tanto, les habrá sido dado testimonio del valor de todo lo que Dios ha hecho precioso para nuestros corazones, en primer lugar la Persona de su Hijo.