8. La sunamita (2 Reyes 4:8-37)
El magnífico relato de la sunamita se sitúa en un día oscuro de la historia de Israel. El rey de Israel hacía “lo malo ante los ojos de Jehová” (2 Reyes 3:2). Los ídolos establecidos por Jeroboam todavía eran adorados por el pueblo. La nación moralmente decadente avanzaba hacia el juicio.
A pesar del bajo estado espiritual del pueblo —que mencionaba a Dios solamente de labios pero no de corazón (Isaías 29:13)—, Él obra en soberana gracia mediante su siervo Eliseo. Se había reservado un remanente y lo manifiesta; la sunamita es un luminoso ejemplo. Su historia no puede dejar de animar a los creyentes que viven en un día aún más sombrío. Por todas partes, los sistemas corrompidos de la cristiandad buscan fusionarse para concluir en una gran unión a nivel mundial que abandonará todas las verdades vitales del cristianismo, y terminará uniéndose en una masa sin vida que Cristo vomitará de su boca. Sin embargo, qué precioso es saber que, en un tiempo así, Dios obra en soberana gracia y tiene aún a sus elegidos; poco conocidos por el mundo pero bien conocidos y aprobados por él. Como fue en los días de Eliseo y en los días de Malaquías, así ha sido en todas las épocas de tinieblas y así es aún hoy, en los días más oscuros: los últimos días de la cristiandad.
En tales días, Dios observa y escucha a los que temen su nombre y hablan cada uno a su compañero; y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre (véase Malaquías 3:16). Es así como Dios ha conservado, para su gloria y para nuestro aliento, la memoria de los magníficos rasgos de la sunamita, los cuales testifican de la realidad de su fe y la distinguen como una de las elegidas de Dios.
Se nos presenta como una mujer importante de Sunem, de riqueza y prestigio. Sin embargo, no le daba vergüenza hacer que un humilde labrador entrara en su casa para comer el pan. No olvidaba acoger a los extranjeros. Su fe en Dios se manifestaba por su hospitalidad para con Su siervo, y ella tuvo su recompensa.
Además, había en ella discernimiento espiritual. Pudo decir de Eliseo a su marido: “Yo entiendo que este que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios”. Qué bueno que Eliseo manifestase un carácter que lo distinguía a los ojos de los demás como “varón santo de Dios”; y qué bueno también que esta importante mujer de Sunem fuese capaz de apreciar tal carácter. Bien podemos desear esas dos cosas: la vida cristiana vivida de tal manera que los demás puedan discernir que somos discípulos de Cristo; y la profunda apreciación de tal vida cuando ella se manifiesta en otros. Estas son cosas que hablan con fuerza de la fe de los elegidos de Dios. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él” (1 Juan 5:1).
Además, su fe conducía a un servicio práctico. Como mujer, no le incumbía ejercer un servicio público, sino que hacía lo que podía. Se sirve de sus bienes para proveer, en privado, a las necesidades de alguien que Dios empleaba en público. Asimismo, lo hace de una manera que demuestra su sensibilidad espiritual. Sabía lo que convenía a aquel que denunciaba la maldad de los hombres y daba testimonio de la gracia de Dios. Por esta razón no proveía a las necesidades del profeta según la amplitud de sus riquezas y del lujo que sería natural para una mujer de este rango. Solo daba lo que era apropiado a los gustos y necesidades de un “varón santo de Dios”. Percibía que “un pequeño aposento” modestamente amueblado —una cama, una mesa, una silla y un candelero— estaría de acuerdo con el pensamiento de este hombre separado del mundo y de sus caminos, y que había estado en contacto con escenas celestiales.
Es así cómo ella hace frente a las necesidades del profeta; pero lo hace sin ostentación. Recibe a su huésped según sus necesidades y gustos, y sin el menor pensamiento de hacerse valer a los ojos de aquel, haciendo alarde de su riqueza. En el “pequeño aposento”, nada había que pudiese suscitar “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16); pero sí había todo lo necesario para satisfacer las necesidades de un extranjero celestial.
Y esta inteligencia que ella muestra de sus gustos, como también la forma en que satisface sus necesidades, son apreciadas en su justo valor por el profeta, quien se beneficia con gozo de su bondad. Eliseo muestra que no es indiferente a sus cuidados y que bien le gustaría recompensarla. Acababa de ser el instrumento para salvar reyes, capitanes y sus ejércitos de una completa derrota y, sin duda, en ese momento habría podido obtener los favores de las altas esferas. Entonces, ¿quería esta importante mujer que Eliseo hable de ella al rey o al general del ejército? Su respuesta es de una gran belleza y da una prueba más de que está imbuida del espíritu de los elegidos de Dios. Ella dice: “Yo habito en medio de mi pueblo”. Está satisfecha de estar fuera de los círculos elevados de un mundo corrompido y no desea sus distinciones ni favores. Es feliz continuando su vida retirada con su propio pueblo, contenta de no ser conocida de los grandes de la tierra. ¡Qué bendición que aquellos que pertenecen a esta privilegiada compañía celestial que el Señor reconoce como “los suyos”, tomen un lugar fuera de este mundo, sin temer sus desprecios ni buscar obtener sus favores, identificándose de todo corazón con esta compañía como “los suyos” (Juan 13:1; Hechos 4:23)!
Pero los recursos de Eliseo no son los que ofrecen los reyes y capitanes de este mundo. Él está en contacto con poderes más elevados y con los atrios celestiales. Puede apelar al gran poder de Dios que “da vida a los muertos” (véase Romanos 4:17). La mujer no rechaza la bendición de esta fuente celestial, aunque lo que Eliseo propone parece estar más allá de su fe. No obstante, llegado el momento, ella aprende —como la mujer de Abraham lo había aprendido en otro tiempo y como la mujer de Zacarías lo aprenderá más tarde— que Dios puede dar la vida y que es “poderoso para hacer lo que ha prometido” (4:21). Y así fue; llegado el momento, ella abraza un hijo.
Pero hay otra lección, más profunda, que ella debe aprender. Por la experiencia, en verdad difícil de soportar para la carne, descubre que el Dios que da la vida es también el Dios de la resurrección. ¿No tuvo que aprender Abraham esta lección en el monte Moriah? También nosotros tenemos que aprender que Dios no es solo Aquel que da la vida; también es el Dios de resurrección que puede devolver la vida cuando la muerte ha manifestado su poder. Para aprender esta lección, Abraham, en su día, tuvo que atar a Isaac y ponerlo sobre el altar en el monte de Moriah, y la sunamita tuvo que confrontarse con la muerte de su amado hijo. Así que, cuando creció el niño, llegó un día en el que la enfermedad lo hirió en el campo; fue llevado a su madre para morir en sus brazos. Esta terrible prueba manifiesta de manera muy preciosa la fe de la sunamita. Con una perfecta tranquilidad, pone al niño muerto sobre la cama del varón de Dios y, cerrando la puerta, sale. No dice una palabra a su marido de lo sucedido, sino que le pide solamente que le envíe un criado con una asna para ir hasta el varón de Dios. Aquel que fue el instrumento para dar la vida es aquel hacia quien se vuelve en presencia de la muerte.
Su marido, ignorando lo que había ocurrido, pregunta: “¿Para qué vas a verle hoy? No es nueva luna, ni día de reposo”. Si él piensa en el varón de Dios, es solo en relación con las nuevas lunas y los días de reposo. Como muchos otros hoy, el único pensamiento que tienen respecto de Dios se relaciona con una fiesta religiosa o la observación exterior de un día. Los vínculos que la fe tiene con Dios son cuestiones de vida o muerte. Sin embargo, puede ser que la fe sea incapaz de discutir con la incredulidad o de dar respuesta a las cuestiones planteadas por la simple razón; pero la fe puede decir en los momentos más sombríos: “Paz”.
Así, la fe de la sunamita, elevándose por encima del dolor que llenaba su corazón de madre, sabiendo que el niño muerto estaba acostado en la habitación del profeta, y frente a todas las preguntas incrédulas, puede decir: “Paz”.
Habiendo obtenido el criado y la asna, se da prisa para ir hacia el varón de Dios. Eliseo, al verla llegar, envía a Giezi a su encuentro. A todas sus preguntas, ella da una sola respuesta: “Bien”; pero no quiere abrir su corazón al siervo. Apresurándose hacia el varón de Dios, se asió de sus pies, pronunciando algunas frases interrumpidas que revelan a Eliseo la causa de su turbación. Inmediatamente Eliseo envía a Giezi con su báculo para que lo ponga sobre el rostro del niño. Pero eso no satisface a la mujer: su fe se aferra al varón de Dios. Esta no dejó que su marido le impidiera ir hasta el varón de Dios, ni que sus alusiones a las nuevas lunas y los días de reposo la mantuvieran lejos del varón de Dios. Y ahora que ella está ante él, no lo dejará para seguir a Giezi y su báculo. Por eso dice: “Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré”. Ella siente legítimamente que siervos y báculos de nada servirán. Nada, sino el poder de Dios llevado por alguien que está en contacto con Dios, devolverá la vida al niño muerto.
Sus instintos espirituales se revelan buenos. El profeta va con ella y, en camino, encuentran al siervo. Giezi les dice que ningún efecto ha producido el báculo: “El niño no despierta”. Cuando llegó a la casa, el profeta vio que “el niño estaba muerto tendido sobre su cama”. “Entrando él entonces, cerró la puerta tras ambos, y oró a Jehová”. Era un momento solemne durante el cual el profeta sentía su total dependencia de Dios; y aún más, sentía la imperiosa necesidad de estar solo con Dios. El marido con sus nuevas lunas y días de reposo, el siervo con su báculo y la mujer con su dolor, debían quedarse fuera. Las prácticas religiosas no devolverán al niño; el báculo, que puede responder a las circunstancias de cada día, de nada servirá en esta cruel dificultad; el dolor, por más real que fuera, no devolverá al niño. Solo Dios puede resucitar a los muertos. Así que Eliseo “cerró la puerta… y oró a Jehová”.
Además, el profeta se identifica con aquel por el que oraba. “Se tendió sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las manos suyas; así se tendió sobre él”.
¿No vemos en esta bella escena la oración eficaz del justo? La oración que justamente excluye todo lo que es del hombre y sus esfuerzos, la oración que solo mira al Señor y se identifica completamente con aquel por quien es hecha. Esta fe tiene su recompensa; la oración halla respuesta, puesto que leemos: “El cuerpo del niño entró en calor”. Sin embargo, también aquí, hacía falta el combate de la fe y el fervor de la oración, pues leemos que el profeta “volviéndose luego, se paseó por la casa a una y otra parte, y después subió, y se tendió sobre él nuevamente”. Entonces, el niño abrió sus ojos.
El profeta, habiendo hecho llamar a la sunamita, dijo con la tranquilidad que convenía: “Toma tu hijo”. La mujer, por su lado, no expresa asombro sino, con agradecimiento, “se echó” a los pies del profeta, “se inclinó a tierra; y después tomó a su hijo, y salió”.
Dios no es indiferente a esta fe simple e incondicional que se aferra a él, incluso cuando la muerte ha acabado con todas las esperanzas terrenales y puesto al niño fuera del alcance de cualquier socorro humano. De ahí que hallemos, entre aquellos que Dios honra, mujeres que recibieron sus muertos mediante resurrección (Hebreos 11:35).
Como respuesta a la fe de la mujer y a las oraciones de Eliseo, Dios se revela, no solo como Aquel que da la vida ahí donde había esterilidad, sino también como el Dios que vivifica y llama a la vida cuando la muerte ha hecho su obra. Igualmente, es nuestro gran privilegio conocer Dios, revelado en Cristo, según las propias palabras del Señor: “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25).
9. El tiempo del hambre (2 Reyes 4:38-41)
Cada nueva escena en la vida del profeta, tan rica de acontecimientos, descubre algo más la ruina de Israel, solo para poner de manifiesto que, allí donde el pecado abundó, la gracia sobreabundó (Romanos 5:20). Ya hemos visto la maldición en Jericó, los burladores en Bet-el, la rebelión de Moab, la viuda en la necesidad, la muerte vencida; y ahora leemos: “Había una grande hambre en la tierra”.
En esta época de hambre, Eliseo volvió a Gilgal. Los hijos de los profetas estaban sentados ante él, y esta actitud indicaba que, en su apremiante necesidad, esperaban alivio del varón de Dios. Suponían con razón que aquel que había salvado ejércitos de la destrucción y resucitado al niño muerto de la sunamita tenía recursos para responder a sus necesidades en un tiempo de hambre. Había en los hijos de los profetas fe para hacer uso de la gracia de Dios traída por Eliseo. Dios se complace en responder a la fe, aunque sea débil, y jamás decepciona a aquellos que esperan en él; aun cuando obre de una manera que, al responder a nuestras necesidades, ponga en evidencia nuestra debilidad.
Así, Eliseo ordena a su criado que ponga una olla grande y haga un potaje para los que esperaban en él para su alimentación. Parece que en ese tiempo de hambre, habían naturalmente utilizado un recipiente más pequeño para moderar sus modestos recursos. La razón abogaría por una olla pequeña en épocas de hambre. Una gestión sabia y prudente lo exigiría. Sin embargo, para Dios no hay falta de recursos; y la fe, introduciendo a Dios, reclama “una olla grande”. Para la abundancia del cielo, solo “una olla grande” conviene. De un gran Dios podemos esperar grandes cosas.
El profeta dio a su criado la orden de hacer potaje. No obstante, ahí había alguien a quien ninguna instrucción había sido dada y que no puede abstenerse de meterse en el trabajo del criado; alguien que no estaba satisfecho, como los hijos de los profetas lo estaban, de estar con Eliseo. No, con una excitada actividad, tiene que salir “al campo” por cuenta propia para ayudar a responder a la necesidad común aportando su contribución a la olla.
Para gozar del alimento del cielo, hace falta que nos quedemos tranquilos en la presencia de Cristo, como los hijos de los profetas con Eliseo. De la misma manera María, más tarde, sentada a los pies de Jesús, supo encontrar el lugar de los ricos recursos, antes que Marta turbada con muchas cosas (Lucas 10:38-42). Sin duda que el hombre que “salió… al campo a recoger hierbas” era sincero y pensaba, como Marta en su tiempo, que contribuía al bien general. Pero era la intromisión de la carne en Gilgal, el mismo lugar que significaba la cercenadura de la carne. El resultado fue que, por el celo carnal de un hombre, la muerte entró en la olla.
Este hombre, ausentándose de la presencia de Eliseo, salió al campo para recoger hierbas. Pensaba añadir algo del campo a los recursos que Eliseo traía del cielo. Los campos, en la Escritura, son generalmente la imagen de un mundo culto. La cultura de este mundo nada puede añadir al alimento del cielo. Los colosenses, en su tiempo, corrían peligro de tratar de completar el cristianismo añadiendo elocuencia, filosofía y superstición humanas. Añadían calabazas silvestres al potaje celestial. En lugar de llevar al alma a relaciones más estrechas con Dios, tales esfuerzos terminan por separar el alma de Dios.
Además, no es difícil recoger calabazas silvestres. Era un tiempo de hambre y, sin embargo, con la mayor facilidad, este hombre “llenó su falda” de ellas. Podía haber hambre de alimento sano y sustancial; las calabazas silvestres no faltaban.
El mal es descubierto al instante de ser servido. Todos los comensales detectan el veneno. Si un único hombre se hubiese quejado del guisado, se habría pensado que su paladar tenía un defecto. Pero leemos: “Sucedió que comiendo ellos de aquel guisado, gritaron diciendo: ¡Varón de Dios, hay muerte en esa olla! Y no lo pudieron comer”. Lo que tendría que haber sido un alimento para sostener la vida, llegó a ser, mediante el acto de uno solo, un medio para destruirla.
Quizá no sabían resolver la dificultad; pero al menos eran conscientes del peligro y, además, se volvieron con razón hacia el varón de Dios para ser dirigidos.
Su grito a Eliseo no fue en vano, puesto que él tenía recursos para responder a esta nueva necesidad. Tuvo un antídoto para el veneno. Sus preceptos fueron simples: “Traed harina”. Al momento que esta fue esparcida en el potaje, no hubo más mal en la olla. ¿No habla esta harina de Cristo? Los pensamientos de la naturaleza, la filosofía del hombre, los elementos del mundo, la religión de la carne —cosas por las que el hombre busca añadir algo a los recursos de Dios para responder a las necesidades de los suyos— son puestos al desnudo y corregidos por la presentación de Cristo. Así es cómo el apóstol respondió a la tentativa de introducir “calabazas silvestres” que amenazaban a los creyentes de Colosas. El apóstol detectó el veneno, las palabras seductoras de los moralistas, las filosofías y las huecas sutilezas del mundo, la insistencia de los ritualistas para que se respeten los días de fiesta, luna nueva o días de reposo, y el culto a los ángeles de los supersticiosos. Para responder a esas funestas influencias que destruyen la verdadera vida del cristianismo, presenta a Cristo. Dice de todas esas cosas que no son “según Cristo” (Colosenses 2:8). Estas pueden ser presentadas con “palabras persuasivas” y con una gran “reputación de sabiduría” y una falsa “humildad”, pero no son “según Cristo”. Entonces presenta a Cristo en toda su gloria, como Cabeza de la Iglesia, su cuerpo. Esparce por decirlo así la harina en la olla. Nos dice que tenemos todo lo que necesitamos en Cristo, “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”, además, estamos “completos en él”. “Cristo es el todo, y en todos” (Colosenses 2:9-10; 3:11).
10. El pueblo saciado (2 Reyes 4:42-44)
En este tiempo de hambre, un hombre vino de Baal-salisa con veinte panes de cebada y trigo nuevo en su espiga, dones de primicias para el varón de Dios. Enseguida Eliseo dijo: “Da a la gente para que coma”. Había recibido gratuitamente y él dio gratuitamente. Nada de lo que le había sido ofrecido lo guardó para su uso personal. Al dar, el presente se multiplicó de tal forma que, no solo su propia necesidad fue satisfecha, sino que respondía a las necesidades de cien hombres y más.
El siervo del profeta no comprendió cómo veinte panes podían satisfacer las necesidades de cien hombres, pero de nuevo, la palabra de Eliseo fue: “Da a la gente para que coma”. Era como si dijese: si solamente da según la palabra de Dios, verá que hay bastante para satisfacer las necesidades del pueblo, y que sobrará. El hombre natural plantea preguntas y dice: ¿Cómo pondré esto delante de cien hombres? Se le responde que no razone, sino que solamente obedezca y todo irá bien.
Así, en los días del Señor, el razonamiento natural del espíritu humano en Judas puede preguntar: “¿Cómo es que…?”, en presencia de comunicaciones que sobrepasan cualquier pensamiento humano (Juan 14:22). A tales razonamientos, no se da explicaciones que satisfagan la razón humana, pero el Señor responde: “El que me ama, mi palabra guardará”; lo que conducirá a llevar a cabo cosas que están más allá de cualquier explicación humana. Judas quería razonar para comprender, pero se le dice que obedezca para entender. Eliseo respondió de la misma manera al “¿Cómo…?” del siervo asombrado y razonador. Debía obrar según la palabra de Dios y experimentaría su bendición, incluso si no podía explicar su poder y su gracia.
Es lo que se produjo; “Entonces lo puso delante de ellos, y comieron, y les sobró, conforme a la palabra de Jehová”. El profeta dio de lo que le había sido gratuitamente ofrecido, el siervo obedeció, las necesidades fueron satisfechas; y el don se había multiplicado tanto que después de que todos fueron satisfechos, “les sobró, conforme a la palabra de Jehová”.
Porque para poseer esas buenas cosas de arriba,
Hace falta que las compartamos.
Si dejamos de dar, dejaremos de poseer,
Tal es la ley del Amor.