16. Los siete años de hambre (2 Reyes 8:1-6)
El sitio de Samaria con todos sus horrores y la gracia de Dios en toda su plenitud pronto fueron olvidados. Ni la miseria soportada ni la gracia recibida han vuelto a la nación a Jehová su Dios. Sin embargo, Dios no abandona a su pueblo. Interviene todavía en su favor, aun cuando lo sea mediante el castigo enviado a causa de su maldad. Por eso oímos a Eliseo decir: “Jehová ha llamado el hambre”. No solo se revela al profeta que un hambre llegará, sino que es directamente enviada por Dios, demostrando la veracidad de esta palabra: “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Amós 3:7).
Además, se revela a Eliseo que si Dios castiga a su pueblo, también pone un límite a la prueba. El hambre pesará sobre el país durante siete años. No ocurre de otra manera hoy en la historia de la Iglesia o de los individuos. Leemos respecto a la iglesia en Esmirna: “Tendréis tribulación”, pero será limitada a “diez días” (Apocalipsis 2:10). De la misma manera, si hay necesidad para los hijos de Dios individualmente de pasar por diversas pruebas, estas solo durarán “un poco de tiempo” (1 Pedro 1:6).
Luego aprendemos que si el Señor llama al hambre a causa del bajo estado de la nación, cuidará de los fieles durante la duración de la prueba. Así, una vez más, vemos la gracia de Dios hacia la sunamita. Esta piadosa mujer, que había cuidado del profeta en los días de prosperidad, es ahora advertida e instruida por el profeta para los días de adversidad. Aparentemente, sus circunstancias han cambiado. Parece que ahora es viuda, con un único hijo. Se le dice que abandone el país durante los años de hambre.
Al cabo de los siete años, ella vuelve al país de Israel e implora al rey por su casa y por sus tierras. El rey está en conversación con Giezi, el antiguo criado del varón de Dios. Sus circunstancias aparentemente también han cambiado. Años antes, había ambicionado “olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas”, y gracias a sus posesiones, subió en la escala social hasta convertirse en el asociado y compañero del rey. El rey quiere escuchar gustoso “las maravillas” que había hecho Eliseo. Giezi está en compañía de los grandes de este mundo, pero para hablar de esas “maravillas”, es necesario que vuelva en pensamiento a otros días, cuando era el compañero del humilde varón de Dios. Las “maravillas” que Eliseo hizo son solo un recuerdo para Giezi.
No obstante, es posible que una obra de gracia se haya producido en el corazón de Giezi, conduciendo sus pensamientos de las riquezas terrenales que había adquirido a las bendiciones espirituales que había perdido. De todos modos, viene a ser un testigo de la gracia de Dios ante el rey, manifestada en “las maravillas que ha hecho Eliseo”. Además, Dios se sirve de él para devolverle a la sunamita su casa y sus tierras, como antes se había servido de Eliseo para advertirle que debía abandonarlas. Pero cuánto difiere la forma en que estos hombres son utilizados. Dios se sirve de Eliseo como de un amigo que vive en su intimidad, y conoce sus secretos. Giezi es utilizado como el amigo íntimo de un rey malvado. Eliseo habla como alguien que tiene la inteligencia del pensamiento de Dios. Giezi habla según lo que las circunstancias le dictan. Porque, mientras que relata los recuerdos del tiempo pasado al servicio de Eliseo, la mujer y su hijo que se había beneficiado de la mayor de las “maravillas”, aparecen ante el rey. Dios se sirve de esta coincidencia aparentemente extraña para devolver sus bienes a la sunamita.
No será de otra manera en un día todavía futuro para el remanente piadoso de Israel, del cual la sunamita es quizá una figura. Al igual que a esta mujer, que había conocido la gracia de Dios, el remanente piadoso será traído al terreno de la gracia, en la tierra de su heredad, y recibirá, en la abundancia de la bendición, todo lo que había perdido durante el tiempo de su exilio del país de sus padres.
Es notable ver a Dios servirse de hombres —ya sean profetas, siervos o reyes— y detrás de cada circunstancia y coincidencia, hacer que “todas las cosas les ayuden a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).
17. El rey de Siria (2 Reyes 8:7-15)
El servicio de Eliseo no se limita a Israel y a su tierra. Leemos que “se fue luego a Damasco”, y lo encontramos entre los gentiles. Ben-adad, rey de Siria, está enfermo. En su enfermedad, reconoce y honra al varón de Dios. En la prosperidad, el rey había enviado un gran ejército para prenderlo; enfermo, envía un gran presente para honrarlo. Cuando todo va bien, procura rodear a Eliseo para destruirlo; cuando está enfermo, busca conciliarse con él para que le ayude. Movido por la necesidad, reconoce la autoridad del varón de Dios que hasta entonces había despreciado. Tal es el hombre y tales son nuestros corazones. El mundo, cuando se encuentra enfrentado a cualquier terrible calamidad, está dispuesto de una manera externa a reconocer a Dios y a volverse hacia él. Por desgracia, incluso el creyente puede andar con indiferencia sin ocuparse demasiado de Dios cuando las cosas van bien, las circunstancias son favorables y la salud es buena. En nuestras dificultades, debemos volvernos a Dios, y hacemos bien en hacerlo, y ¡qué felicidad tener a un Dios misericordioso al cual acudir! Pero vale infinitamente más, como Enoc en otro tiempo, caminar con Dios, y entonces, como el apóstol Pablo, poder decir: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad” (Filipenses 4:11-12).
Eliseo era evidentemente alguien que caminaba con Dios y recibía sus comunicaciones. Por eso puede decir, en respuesta al mensajero: “Ve, dile: Seguramente sanarás”. Nada había de fatalidad en esta enfermedad. Pero el profeta añade: “Jehová me ha mostrado que él morirá ciertamente”. Así que Eliseo da a entender que Ben-adad va morir, pero no de su enfermedad.
Al dar este mensaje, el profeta es visiblemente afectado. Previendo toda la miseria que caerá sobre el pueblo de Dios, llora. Hazael, al pensar en el crimen de su amo, se siente incómodo en la presencia del varón de Dios. Su consciencia lo amonesta. Pregunta: “¿Por qué llora mi señor?”. La respuesta de Eliseo muestra claramente que sus lágrimas no tenían por causa la enfermedad del rey, ni la maldad de Hazael, sino los sufrimientos que el pueblo de Dios soportará por parte de Hazael. Eliseo termina su ministerio público llorando sobre un pueblo que permanecía insensible a todos sus milagros de gracia. Prefigura así a su Señor, infinitamente mayor que él, quien, en los últimos días de su ministerio de gracia, lloró sobre la ciudad que había rechazado su gracia y despreciado su amor (Lucas 19:41). Aquel que podía decir a las mujeres de Jerusalén: “No lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron” (Lucas 23:28-29).
En el mismo espíritu, Eliseo, conociendo la futura carrera de Hazael, predice las profundidades de maldad y crueldad en que caerá. “Sé”, dice el profeta, “el mal que harás a los hijos de Israel; a sus fortalezas pegarás fuego, a sus jóvenes matarás a espada, y estrellarás a sus niños, y abrirás el vientre a sus mujeres que estén encintas”.
Hazael exclama su indignación, diciendo que no es un perro para obrar con tanta insensibilidad y brutalidad. Su protesta es sin duda absolutamente sincera. Tales hechos quizá eran en aquel momento totalmente ajenos a sus pensamientos y odiosos a sus ojos. No conocía su propio corazón. No sabía que “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jeremías 17:9). Como ocurre con nosotros tan a menudo, no se daba cuenta del abismo de maldad y crueldad del corazón que está contenido por muchas barreras hasta que, apasionado por circunstancias que dan lugar a la ocasión, se revela con todo su horror. En vez de preguntar: “¿Qué es tu siervo, este perro…?”, Hazael habría hecho mejor —como también nosotros haríamos mejor—, poniéndose en el terreno de la mujer sirofenicia que reconoció que de hecho ella era un perrillo, para descubrir solo entonces que, incluso para un perrillo, hay gracia en el corazón de Dios (Marcos 7:24-30).
En la historia de Hazael, las circunstancias del momento eran propicias para manifestar la maldad de su corazón. Por eso Eliseo le responde solamente: “Jehová me ha mostrado que tú serás rey de Siria”. Sin una palabra más, Hazael “se fue, y vino a su señor”. Actúa como un hipócrita ante el rey, dándole una parte del mensaje de Eliseo, pero escondiendo el hecho de que ciertamente moriría. La ocasión se presentaba para este asesino. Como primer ministro, tenía acceso al rey, y la enfermedad ofrecía una ocasión favorable a un hombre sin escrúpulos para usurpar el trono. La perspectiva de ejercer un poder discrecional, como monarca reinante, ejercía una atracción tan irresistible sobre Hazael, que estaba dispuesto a planear un homicidio para lograr sus fines. La enfermedad y debilidad del rey hacían que el crimen pareciese muy fácil. La enfermedad sería un medio muy simple de encubrir el crimen. Todos sabían que el rey estaba enfermo, y este había enviado a un primer ministro al profeta para averiguar si iba a morir. Nadie necesitaba saber lo que Eliseo había dicho a Hazael. ¿Qué puede ser más fácil que tomar un paño, meterlo en agua, y asfixiar al indefenso rey, ya debilitado por la enfermedad, y después divulgar la noticia de que la enfermedad había terminado con su vida?
Fue lo que pasó; el primer ministro se volvió asesino, y el asesino un usurpador del trono. El hombre que se apropia de un trono mediante asesinato, no dudará en mantener ese trono por la violencia y la crueldad. Como Eliseo lo previó, Hazael traerá fuego y espada al pueblo de Dios.
18. La unción de Jehú (2 Reyes 9)
Los grandes milagros de Eliseo —testimonios de la gracia de Dios para con una nación culpable— han sido todos vanos. Israel rehúsa convertirse de los ídolos al Dios vivo. El profeta puede llorar sobre las desgracias que van a llegar sobre la nación, puede predecir las miserias que resultarán, ser utilizado para designar los instrumentos que ejecutarán el juicio, pero, aunque llega a una avanzada edad, no oímos hablar más de milagros.
Así, Eliseo envía a uno de los hijos de los profetas para ungir a Jehú por rey, según la palabra de Dios. El siervo debe cumplir su misión de una forma tal que muestre claramente que Eliseo nada tiene en común con Jehú, porque una vez dado el mensaje, debe abrir la puerta, echar a huir y no esperar.
El siervo tenía que hacer dos declaraciones a Jehú, primero que Dios lo había ungido “por rey sobre Israel, pueblo de Jehová”. Después, que debía herir la casa de Acab y así vengar la sangre de sus siervos y de los profetas de Dios derramada por la malvada Jezabel.
Llegar a la realeza correspondía perfectamente a las ambiciones de Jehú. Herir la casa de Acab le parecía juicioso para establecer su trono. Por eso ejecuta las directivas de Dios con toda la energía y el celo posible. Pero los motivos no eran los de Dios. Dios se ocupaba del mal, vengando la sangre de sus siervos y manteniendo su propia gloria. Jehú se desprendía de todos aquellos que podrían oponerse a sus ambiciones. Es muy celoso para ocuparse del mal cuando esto sirve a sus objetivos personales, pero es totalmente indiferente cuando estima que es prudente cerrar los ojos. Así que, sin piedad, va a vengar los pecados de la casa de Acab, pero sin castigar a aquellos de la casa de Jeroboam. Abolió el culto a Baal, pero conservó los becerros de oro. Su mano estaba presta a tomar la espada contra los enemigos de Dios cuando esto servía a sus propios propósitos; su corazón era totalmente indiferente a la ley de Dios. Así que leemos: “Mas Jehú no cuidó de andar en la ley de Jehová Dios de Israel con todo su corazón” (10:31).
Dios, en su justo juicio, aun cuando utiliza a Jehú para ocuparse de la malvada casa de Acab, no es indiferente a los motivos mezclados que impulsaban a Jehú, ni al hecho de que, ejecutando la venganza de Dios, simplemente se dejaba llevar por las inclinaciones de su cruel corazón para alcanzar sus propios propósitos. Si Dios debe obrar en juicio, es su extraña obra. Si Jehú comienza a ocuparse del mal, es una obra según su corazón. Por eso, si bien Dios se sirve de él para ejecutar el juicio sobre Jezreel, dice no obstante por Oseas: “Yo castigaré a la casa de Jehú por causa de la sangre de Jezreel, y haré cesar el reino de la casa de Israel” (Oseas 1:4).
19. La muerte de Eliseo (2 Reyes 13:14-25)
Eliseo, según el mandato de Dios, había enviado a su siervo para ungir a Jehú como rey. Una vez cumplida su misión, debía huir, y no esperar. El profeta mostraba claramente con eso que entre él y ese hombre violento y sin principios nada había en común. Jehú, por su lado, mientras estaba preparado para ejecutar instrucciones que concordaban con sus ambiciones, no tenía ninguna consideración para con el varón de Dios. Así, durante su reinado y el de su hijo, el profeta es totalmente ignorado: durante cuarenta y cinco años no oímos hablar más de Eliseo.
Durante esos años, los reyes y el pueblo se separan de Dios y siguen un mal camino. Jehú no cuidó de andar en la ley de Dios; no se apartó de los pecados de Jeroboam. Su hijo, Joacaz, hizo lo malo ante los ojos de Dios. Como consecuencia, se encendió el furor de Dios contra Israel y los entregó en manos de sus enemigos (2 Reyes 10:31-33; 13:1-3).
Durante el reinado de Joás, su sucesor, la larga vida de Eliseo llegó a su término. Joás, por más malvado que fuera, sabía apreciar la piedad en los demás. Sin duda sentía que la presencia de Eliseo en el país era realmente un poder para el bien. Por eso se sintió sinceramente consternado cuando se aproximó la muerte del profeta. El rey lloró cuando Eliseo iba morir y parece entender que el carro de Israel y su gente de a caballo que había llevado a Elías al cielo, esperaba ahora a Eliseo que había llegado a sus últimos momentos.
Joás, como su padre y su abuelo, había ignorado al profeta durante su vida y, no obstante, cuando por fin lo visita, descubre, incluso en la hora en que el profeta está a punto de morir, que hay en él el poder de la gracia de Dios para liberar. Al rey se le dice que tome un arco y unas saetas y que ponga su mano sobre el arco. Entonces Eliseo pone sus manos sobre las manos del rey y le ordena tirar. Con eso da a entender que la mano del rey, fortalecida por la del representante de Dios, lo libraría de sus enemigos.
El rey ¿no es así llevado a comprender qué pérdida sufrió al haber ignorado al varón de Dios? Si se hubiese vuelto antes hacia el profeta ¿no habría tenido el poder y la gracia de Dios consigo para librarlo de todos sus enemigos? E incluso ahora, ¿ha aprendido la lección? Eliseo va a ponerlo a prueba. El profeta parece decir: «Te he mostrado lo que quiere decir esta saeta: que significa una victoria sobre tus enemigos; toma ahora las saetas y golpea la tierra».
Por desgracia, la fe del rey no se eleva hasta los recursos de Dios. Golpea tres veces y se detiene. Si su fe fuera más simple, ¿no habría vaciado su aljaba? Disponía del poder para una destrucción completa del enemigo; no tenía ni la fe ni el discernimiento espiritual para usarlo. ¡Cuán a menudo, como él, somos llevados a circunstancias en las que solo la fe y la espiritualidad pueden obrar! Desgraciadamente, con mucha frecuencia tales circunstancias revelan nuestro bajo estado espiritual.
Eliseo reprende al rey por su falta de fe, mientras que también le dice que se verá favorecido por la gracia de Dios solo tres veces. Así, la última palabra de este siervo honrado por Dios anuncia la liberación misericordiosa y está de acuerdo con el ministerio de gracia que había caracterizado su larga carrera.
Por la alusión al “carro de Israel y su gente de a caballo”, parecería que el rey Joás suponía que Eliseo sería arrebatado al cielo de la misma manera que Elías. Pero cuando llegamos al relato de su fin, no vemos ningún despliegue exterior de poder sobrenatural. En un impresionante contraste con el fin del camino de Elías, tenemos la simple declaración: “Y murió Eliseo, y lo sepultaron”.
Sin embargo, Dios honrará a su fiel siervo a su manera y en su tiempo. Dios concedió un gran honor a Moisés enterrándole en un sepulcro desconocido por todos. Pero quizá uno mayor fue reservado a Eliseo, porque, de acuerdo con su ministerio de gracia, Dios se sirvió de su muerte para ilustrar el mayor de todos los milagros de gracia: sacar la vida de la muerte. Así, al principio del año siguiente, un hombre fue sepultado en el sepulcro de Eliseo y leemos que, al tocar los huesos de Eliseo, “revivió, y se levantó sobre sus pies”.
“Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje” (Isaías 53:10), está escrito de Aquel de quien Eliseo no era más que una figura. Cuando el Señor Jesús entra en la muerte, adquiere un linaje. “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). Este gran misterio, ¿no está prefigurado en esta escena? El enemigo tenía al pueblo de Dios en esclavitud, la muerte estaba sobre ellos, y lo único que el hombre podía hacer era enterrar a sus muertos. Pero cuando la muerte entró en contacto con aquel que, en figura, había entrado en la muerte en gracia —aquel que, podríamos decir, había rehusado ser introducido en la gloria por el carro y la caballería, y había escogido el camino del sepulcro— hubo, como glorioso resultado, la vida y la resurrección. El hombre revivió y se levantó sobre sus pies. Y aparte de la vida sacada de la muerte, hubo liberación del enemigo; porque leemos que Dios usó de gracia para con su pueblo y “tuvo misericordia de ellos, y se compadeció de ellos y los miró, a causa de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob; y no quiso destruirlos ni echarlos de delante de su presencia hasta hoy”.
Así es cómo termina la maravillosa historia de este varón de Dios, que tuvo el gran privilegio de ser un mensajero de la gracia de Dios en medio de una nación apóstata y ante un mundo malvado.
Semejante a un extranjero celestial, ha pasado su camino, separado moralmente de todos, pero siervo de todos en gracia, accesible tanto a ricos como a pobres. Se lo encuentra en todas las situaciones; entra en contacto con toda clase de hombres; cumple su servicio a veces dentro de los límites de la tierra de Israel y otras veces más allá de sus fronteras. Pero, dondequiera que esté, en cualquier circunstancia que se encuentre, con quienquiera que tenga que actuar, su único e invariable objetivo era dar a conocer la gracia de Dios.
A veces se burlan de él; otras veces es ignorado y olvidado; además los hombres traman quitarle la vida; pero, a pesar de todas las oposiciones, continúa su servicio de amor, quitando la maldición, preservando la vida de los reyes, alimentando a los hambrientos, ayudando a los necesitados, curando a los leprosos y resucitando a los muertos.
Nada admite en sus caminos y en su modo de vida que sea incompatible con su ministerio de gracia. Rechaza las riquezas de este mundo y las dádivas de los hombres, aceptando ser pobre para que otros sean enriquecidos.
Todo esto lo hace idóneo para ser una figura de Aquel mucho mayor que él, por medio de quien la gracia y la verdad vinieron a este mundo, que “habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14); que “se hizo pobre... para que nosotros fuésemos... enriquecidos” (2 Corintios 8:9); que “sufrió tal contradicción de pecadores” (Hebreos 12:3) y que al final dio su vida para que “la gracia reine por la justicia” (Romanos 5:21).
Además, si bien Eliseo es una figura del Cristo que debía venir, también es un ejemplo para cada creyente, enseñándonos que, en medio de todas las circunstancias de la vida, deberíamos, frente a las necesidades de los hombres, ser los mensajeros de la gracia que nos ha buscado en toda nuestra decadencia para finalmente ponernos con el Hombre en la gloria haciéndonos semejantes a él, ahí donde estaremos por siempre “para alabanza de la gloria de su gracia” (Efesios 1:6).