13. El hacha prestada (2 Reyes 6:1-7)
Una vez más la historia de Eliseo nos lleva de los reyes y de los grandes hombres a una humilde escena doméstica relacionada con la construcción de una vivienda para los hijos de los profetas. Este episodio revela de manera muy feliz cuál era la vida simple y humilde de este varón de Dios. Está listo para responder a las dificultades de los reyes y sus ejércitos y, en el momento oportuno, puede ocuparse de cortar un árbol y construir una vivienda. Con la más natural facilidad, puede ocuparse de un gran hombre de este mundo, y con la misma facilidad, sabe mezclarse con los humildes hijos de los profetas para ayudarles en sus trabajos. En medio de la grandeza de sus caminos, sabe rebajarse para ocuparse de asuntos sin mucha trascendencia y andar con gente humilde.
En el mismo espíritu, el gran apóstol de la era cristiana puede llevar las cargas de la Iglesia y trabajar para hacer tiendas; puede salvar cientos de almas de un naufragio y ayudar a recoger leña para hacer un fuego. ¿Y no podemos decir que esos dos grandes siervos no hacen más que manifestar el espíritu de Aquel que es aún más grande, su Señor y Maestro que, mientras sostiene todo el universo, puede coger a un niño en sus brazos y, aunque esté en el seno del Padre, puede entrar en la humilde vivienda de un pescador?
Además, en los gestos comunes de estos siervos, se pone claramente de manifiesto qué poder estaba a su disposición. Contrariamente a cualquier esperanza, la serpiente venenosa que ataca al apóstol cuando recoge ramas, es echada al fuego sin que él padezca ningún daño (Hechos 28:3-5). Y, contrariamente a todas las leyes naturales, el hierro del hacha flotó. Así que las mismas leyes de la naturaleza son revocadas, o suspendidas, a fin de aliviar la angustia del hombre que había pedido prestada el hacha. Dios, el Creador de las leyes que rigen la creación, puede cambiar sus leyes a fin de manifestar la gracia que permite a Pedro andar sobre las aguas (Mateo 14:29), en los días del Señor, y al hierro flotar en los días del profeta.
El modo mismo en que el hierro llega a flotar pone de manifiesto el poder de Dios; pues ¿qué relación podemos ver entre la causa y su efecto, entre el hecho de echar un palo en el río y el del hierro que flota? ¡Esta simple historia esconde una lección espiritual más profunda! Vemos el poder del río vencido por el palo echado en las aguas. Y dado que el Jordán es un tipo de la muerte, este notable incidente puede bien significar el poder de la muerte vencido por la cruz y la casa de Dios edificada por lo que sale de la muerte.
14. Las incursiones de los sirios (2 Reyes 6:8-23)
Eliseo, después de haber hecho uso de la gracia de Dios para aliviar a un hombre en la angustia, se convierte ahora en el instrumento para salvar a una nación culpable. El profeta, que había corregido al rey de Israel a causa de su incredulidad en relación con las cartas del rey de Siria, ahora lo advierte sobre los planes secretos por los cuales su enemigo busca su destrucción. Así la gracia de Dios interviene para salvarlo, “y así lo hizo una y otra vez”, por la mano de alguien que sabe cómo corregir y cuándo advertir.
Cuando el rey de Siria se entera de que sus planes son frustrados, no por un traidor sino por Eliseo, envía caballos y carros, y un gran ejército para prenderlo. El hecho de que envía grandes fuerzas contra un solo hombre prueba de manera evidente que los incrédulos son conscientes de su debilidad y de su miseria en presencia de un hombre sostenido por el poder de Dios. Fue lo que sintió el malvado Ocozías en otro tiempo, cuando envió a sus capitanes de cincuenta con sus cincuentas para apoderarse de un Elías solitario (1:9-15); y también fue el caso más tarde, cuando los judíos enviaron una compañía de soldados y de hombres para prender al Señor de gloria (Juan 18:3-6). El mundo sabe instintivamente que un hombre solo, si Dios está con él, es más fuerte que un gran ejército sin Dios.
A la vista humana, el caso de Eliseo parece sin esperanza. Los sirios habían tomado todas sus precauciones. El gran ejército había tenido la precaución de acercarse a Dotán al amparo de la oscuridad, y consiguieron sitiar la ciudad. No parece haber habido ninguna salida para el profeta. Por eso el criado de Eliseo, considerando las cosas visibles, exclama: “¡Ah, señor mío! ¿qué haremos?”.
Eliseo apacigua los temores del criado. Le dice: “No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos”. El criado razona por la vista; Eliseo reflexiona por la fe. El profeta anticipa la experiencia del apóstol que puede decir: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).
Pero Eliseo no se conforma con gozar para sí mismo de la paz que le da su fe, ni tampoco busca solo tranquilizar a su criado. Quiere llevarlo a su propio nivel espiritual. Consciente de que solo Dios puede hacer eso, le pide a Dios abrir los ojos del criado. Su oración recibe respuesta: “Jehová abrió los ojos del criado”. Eliseo no necesitaba para él tal intervención. Ya había visto el carro de Israel y su gente de a caballo escoltando a Elías cuando subió al cielo. La fe del profeta se percata de que Dios le proporciona el mismo séquito en su camino en la tierra. El criado vio los caballos y los carros y grandes fuerzas rodeando la ciudad; ahora ve el monte “lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo”. El ejército sirio puede rodear la ciudad, pero ¿qué más puede hacer si el gran ejército de Dios está alrededor de Eliseo? Pablo puede estar rodeado de enemigos que buscan matarlo, y en medio de una furiosa tempestad lista para eliminarlo, pero ¿qué mal puede alcanzarlo si el ángel de Dios está con él (Hechos 27:23)? Puede que el ejército alineado contra Eliseo sea poderoso, pero el ejército de Dios es más fuerte. “Los carros de Dios se cuentan por veintenas de millares de millares” (Salmo 68:17). ¡Qué ventaja también para nosotros poder proseguir nuestro peregrinaje a través de un mundo hostil en la feliz seguridad de la fe! Tenemos con nosotros a Aquel que dijo: “No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5); y estamos bajo los providenciales cuidados de estos ejércitos angélicos enviados “para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” (1:14).
Además, nos está permitido ver que Eliseo trata a los enemigos de Dios según los caminos de la gracia, aunque manifestando al mismo tiempo que están totalmente en su poder: por una parte, Dios abre los ojos del criado, por la otra hiere con ceguera a los enemigos del profeta. Así fue espiritualmente cuando el Señor estaba aquí, puesto que ha venido “para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados” (Juan 9:39). Reconocer que estoy ciego y someterme a Dios es el camino para recibir la vista, como lo experimentó el ciego del evangelio de Juan (cap. 9).
Estos sirios que se volvieron ciegos están por completo bajo el poder de Eliseo, quien los conduce a Samaria. Luego, cuando sus ojos son abiertos, descubren que están cautivos –llevados cautivos por el hombre al que habían querido prender–. Pero si bien Eliseo tiene consigo el poder de Dios, también es el mensajero de la misericordia de Dios. Los sirios comprenden que, en lo que a ellos concierne, no tienen esperanza. Los que acababan de rodear la pequeña ciudad de Dotán, ahora están atrapados en la fortaleza de sus enemigos. Cuando se hace evidente que solo la misericordia puede salvarlos de la destrucción, llegan a ser los objetos de esta. No solo son perdonados, sino que “una gran comida” es puesta delante de ellos; y después de haber comido, son enviados a su señor. Son llevados a comprender que “por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos” (Lamentaciones de Jeremías 3:22). Tales son los caminos benditos de la gracia de Dios.
El hombre que, para protección suya, tiene un monte lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego —que está rodeado por todo el poder de Dios— puede permitirse usar de misericordia hacia aquellos que están por completo en su poder. El hombre natural, ajeno a estos recursos de poder, no puede correr riesgo de manifestar gracia. De encontrar al enemigo en su poder, el rey los habría aniquilado. Eliseo, instrumento del poder divino, no puede dejar de dar a conocer su misericordia; y esta gracia es tan grande como el poder. Si el poder de Dios asegura una completa victoria sobre “un gran ejército”, la gracia de Dios hará al enemigo derrotado una “gran comida”. Tales son, lo repetimos una vez más, los caminos de gracia de un gran Dios.
15. El sitio de Samaria (2 Reyes 6:24-7:20)
El relato de la gracia manifestada para con los invasores sirios termina con la declaración: “Y nunca más vinieron bandas armadas de Siria a la tierra de Israel”. Sin embargo, su hostilidad hacia el pueblo de Dios subsistía. Así que leemos: “Después de esto aconteció que Ben-adad rey de Siria reunió todo su ejército, y subió y sitió a Samaria”, la misma ciudad en la que una gracia tan extraordinaria había sido desplegada.
El sitio hace resaltar las profundidades de maldad en las que la nación había caído y, además, pone de manifiesto con este último servicio público de Eliseo, la altura a la cual la gracia de Dios puede elevarse.
Joram, el rey apóstata, ya era deudor de Eliseo por haberle salvado la vida y haber preservado su ejército de la destrucción. Evidentemente, esta insigne gracia no había producido ningún cambio, ni en el rey ni en el pueblo. Ahora, en su gobierno, Dios permite al enemigo asediar Samaria, lo que acarrea una “gran hambre” en la ciudad. En medio del asedio y la penuria a que fueron reducidos los habitantes, se cumple la solemne profecía pronunciada más de quinientos años antes. Moisés había advertido al pueblo de Israel que, si se desviaban de Dios, llegaría el tiempo en que, asediados por su enemigo, serían reducidos a tal penuria que mujeres tiernas y delicadas comerían ocultamente a sus hijos que dieren a luz (Levítico 26:21-29; Deuteronomio 28:49-57). Esta abominación se estaba cometiendo.
Este terrible acto, en vez de hacer que el rey se vuelva a Dios, llegó a ser la ocasión de revelar la enemistad de su corazón. Cuando oyó este horror, el rey, en su angustia, rasgó sus vestidos, descubriendo “el cilicio que traía interiormente sobre su cuerpo”. Así, junto con sus malos caminos, tenía una profesión religiosa. Por desgracia, los hombres en sus angustias pueden, como Joram, volverse hacia algo de apariencia religiosa, pero no se vuelven a Dios. El rey, a pesar del cilicio sobre su cuerpo, descarga su ira contra Dios en la persona del varón de Dios. Dice: “Así me haga Dios, y aun me añada, si la cabeza de Eliseo hijo de Safat queda sobre él hoy”. Frente a esta nueva dificultad, todas las gracias anteriores son olvidadas y el rey desesperado amenaza la vida del varón de Dios. Censura al único que nada tenía que ver con el pecado. Después de esto envía un mensajero a Eliseo, al lugar donde los ancianos estaban sentados con el profeta.
Eliseo, manifiestamente prevenido por Dios, dice: “¿No habéis visto cómo este hijo de homicida envía a cortarme la cabeza?”. Les dice que cierren la puerta al mensajero del rey, porque se oye tras él el ruido de los pasos de su amo. Cuando el rey llega a la puerta, se atreve a decir: “Ciertamente este mal de Jehová viene. ¿Para qué he de esperar más a Jehová?”.
La terrible condición de la nación y la maldad del rey son totalmente descubiertas. El pueblo de Samaria lucha por procurarse la cabeza de un asno o un poco de estiércol de paloma. Las mujeres comen a sus hijos; el rey furioso va y viene por el muro, pero Eliseo está apaciblemente sentado en su casa, esperando en Dios. Luego llega el mensajero, seguido por el rey que acusa a Dios de todo el mal. El rey dice, de algún modo: «¿Para qué sirve Eliseo, sentado en su casa sin hacer nada? Me ha liberado una vez de la muerte, ¿por qué no actúa ahora? Dice esperar en Dios, ¿para qué sirve? Nada cambia. No quiero saber nada más de Dios y le quitaré la cabeza a Eliseo, su profeta». Este hijo de homicida, que acaba de jurar que va a cometer un homicidio, acusa a Dios de ser el autor de todo el mal que vino sobre la ciudad culpable. Así la culpabilidad de la nación en la persona de su rey ha llegado a su colmo.
¿No prefigura esta solemne escena las más solemnes horas de la cruz, en la cual la maldad del mundo llegó a su punto culminante con la condena de Aquel que, único de toda la raza humana, no merecía ninguna condenación? Sin embargo, si en el sitio de Samaria el pecado de la nación se manifiesta con todo su horror, es para que la gracia de Dios pueda desarrollarse con toda su plenitud. Cuando el pecado abunda, sobreabunda la gracia, prefigurando de esta manera una vez más esta suprema manifestación de la gracia que, elevándose por encima de todo el pecado del hombre en la cruz, aprovecha la ocasión para proclamar el perdón y la bendición al mundo entero.
Y, después de que el rey hubo manifestado sus intenciones, he aquí Eliseo, que hasta entonces se había quedado “sentado en su casa”, no guardó más silencio. El tiempo escogido por Dios llegó. “Dijo entonces Eliseo: Oíd palabra de Jehová”. Hemos visto que lo que el hombre dice descubre el pecado de su corazón; ahora vamos a oír que lo que Dios dice revela la gracia en el Suyo. Leemos: “Así dijo Jehová: Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seahs de cebada un siclo, a la puerta de Samaria”.
En este mensaje de gracia, no hay una palabra sobre las abominaciones que se habían cometido en la ciudad, ni una palabra sobre la insolente maldad del rey. Anuncia solamente la bendición, según una gracia pura y soberana, a la misma ciudad en la que el pecado había alcanzado su colmo; pues, toda esta bendición sería vista “a la puerta de Samaria”. Este mensaje nos recuerda una vez más esta proclamación universal de la gracia que envía a los apóstoles a predicar en el nombre de Cristo el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todas las naciones, pero ese mensaje debe comenzar “desde Jerusalén”. Es en todas las naciones, porque todas son culpables, pero comienza por la ciudad más oscura de la tierra. Nada se dice de su horrible culpabilidad, nada tampoco del insolente y blasfematorio odio de sus jefes; sino, según una gracia soberana e incondicional, el perdón es proclamado en el nombre de Jesús a la misma ciudad que lo había clavado en la cruz.
Es así como la ruina de la nación había sido manifestada y la gracia de Dios anunciada. Ahora veremos qué caso hace el hombre de la gracia de Dios. Primero “un príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba”, trata el mensaje con una incrédula burla, pero no es más que para oír su juicio: “He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello”. No hay muchos ricos, ni muchos grandes de este mundo que sean llamados.
Después, aparecen ante nosotros cuatro hombres leprosos, pecadores perdidos, diríamos. Llegan a la conclusión, de lo que el príncipe no había hecho, que es la muerte cierta o la gracia de Dios. El ejército sirio está ante ellos y la muerte los rodea. Se levantan y afrontan la muerte, para descubrir que, si su estado desesperado les ha conducido al lugar de la muerte, la gracia les ha conducido allí donde el Señor ha obtenido una brillante victoria. Descubren que el Señor los ha precedido: “Jehová había hecho que en el campamento de los sirios se oyese estruendo de carros, ruido de caballos, y estrépito de gran ejército”. Los carros y los caballos que habían asistido a Elías en el momento de su arrebato, que habían rodeado a Eliseo para protegerlo, ahora ejecutaban sobre los enemigos del Señor un justo juicio. Si la gracia debe ser manifestada a pecadores culpables, el enemigo debe ser primero enfrentado y vencido en un justo juicio.
Pero si el enemigo debe ser vencido, eso debe ser la obra de Dios. Nadie estaba con el Señor cuando quitó el poder del enemigo. La ciudad de Samaría está en una desesperada situación y nadie puede hacer nada. Dios hace todo; y la ciudad, conforme a una gracia soberana, comparte la bendición. Nadie había con el Señor de gloria cuando fue a la cruz. Estaba solo cuando anticipó los terrores del calvario; solo cuando afrontó al Enemigo; solo cuando sufrió en la cruz; solo cuando soportó el abandono de su Dios, solo cuando el juicio cayó sobre él. Pero los pecadores culpables que creen, tienen parte en los resultados de su victoria. Y aquí tenemos la imagen, porque los leprosos “comieron y bebieron” y allí tomaron plata, oro y vestidos.
Además, anuncian “buena nueva”. Si “nosotros callamos… nos alcanzará nuestra maldad”, dicen ellos. Nuestra naturaleza egoísta nos lleva a callarnos, y entonces sufriremos una pérdida. Es posible que hayamos tan débilmente probado la gracia de Dios, y tan poco comprendido cuánto somos enriquecidos de plata, oro y vestidos de origen divino, que nuestros corazones estén secos; y, además de esto, nos callamos; entonces nos arriesgamos a dejarnos atraer por el mundo y hacer que ese mal nos alcance. Es bueno que, como el ciego del Evangelio, declaremos lo poco que conocemos; entonces no solo guardaremos lo que tenemos, sino que nos será dada una claridad y una bendición nuevas.
Estos cuatro hombres hacen una intrépida confesión. Comienzan por los guardas de la puerta de la ciudad, gente humilde. Estos lo anuncian dentro, en el palacio del rey; y por fin las buenas nuevas llegan a los oídos del rey. Así se propagan desde los más humildes hasta el más grande.
El rey es un personaje y, hombre muy distinto de los leprosos, presenta un diferente estado de alma. No es indiferente, puesto que se levanta de noche. Tampoco rechaza la buena nueva como el príncipe; pero no la recibe con la simplicidad de los cuatro leprosos. No opone una insolente incredulidad, sino que razona. La fe es cuestión de conciencia y de corazón, no de razonamiento. La Palabra dice: Si “creyeres en tu corazón” (Romanos 10:9). Algunos, como los leprosos, creen con presteza en su corazón; otros, como el rey, son lentos para creer. Detrás de esta lentitud de corazón se esconde un espíritu razonador y una falta del sentido de necesidad. El espíritu razonador del rey dice: “Yo os declararé lo que nos han hecho los sirios”. Sin embargo, así como en el caso de Naamán hay algunos siervos sensatos para hacerle entender razón, así también ahora hay un siervo sabio presto a responder a los razonamientos del rey. Va a hacer justicia enviando a dos testigos: estos siguen la traza del enemigo “hasta el Jordán”. Podemos seguir a todos nuestros enemigos hasta la cruz, para allí no verlos nunca más. En la muerte de Cristo, cualquier enemigo ha encontrado su fin para el creyente.
Los mensajeros vuelven, y el rey, lento para creer, participa de la bendición como los leprosos simples de corazón y el pueblo hambriento de la ciudad. El único hombre a quien se le rehúsa, es un burlador incrédulo, el príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba. En el bullicio a la entrada de la ciudad, fue atropellado y murió. Esto podría parecer un lamentable accidente, pero era el gobierno de Dios, y la palabra del profeta se cumplía: “He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello”. No ocurre de otra manera hoy para con aquellos que rechazan la gracia de Dios. A los tales la palabra dice: “Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y desapareced” (Hechos 13:41).