b) Servidumbre y castigo (Génesis 29-31)
Jacob, llegado a Harán, encuentra providencialmente a Raquel junto al pozo, como Eliezer en otro tiempo halló a Rebeca (24:11, 15). Pero Eliezer estaba en comunión con Dios, y esta entrevista le fue concedida en respuesta a su oración, mientras que nada de esto se ve en Jacob. El Dios que le había dicho en Bet-el: “Yo estoy contigo” (28:15), fiel a su promesa, dirige las circunstancias en pro de su siervo, pero esto es todo. Jacob tenía a Dios con él sin tener él comunión con Dios. Volveremos más tarde sobre este importante asunto. Bástenos decir que la comunión, ese estado del corazón que disfruta de los mismos objetos que Dios, se manifiesta en el andar en común con él hacia una misma meta.
Tal fue el caso de Abraham; andaba con Dios porque participaba de sus secretos pensamientos (18:17-18). Y los resultados de esta comunión se observan en él en toda ocasión: vivía como extranjero en este mundo; intercedía en oración por las culpables ciudades de la llanura; por todas partes levantaba su altar, rendía culto a Dios y lo adoraba. No fue así con Jacob. Una sola vez ofrece un sacrificio en el país de su exilio, y esto en el momento de abandonar el lugar (31:54). Ocurre lo mismo con su oración: a lo sumo ora cuando un peligro lo amenaza (32:9-12); y su súplica indica cuán débil es su dependencia, porque, en el mismo instante, se vale de medios humanos para apaciguar a Esaú, como si Dios no pudiera hacerlo enteramente solo.
¿De dónde venía esa ausencia de comunión? Del hecho de que la comunión no puede acompañar al castigo. El padre que usa la vara para castigar a su hijo no le cubre de besos, y el hijo, durante la disciplina, no disfruta del amor de su padre. Había fe en Jacob —lo que se debe tener en cuenta—, pero es dudoso que fuera consciente, en alto grado, de la disciplina de Dios.
En los capítulos que nos ocupan, esa disciplina que ha hecho de Jacob un pobre exiliado que vagaba lejos de su patria, se ejerce todavía de otra manera. Por haber engañado a su padre, ella le hace encontrar el engaño bajo el techo de Labán. La lisonja de éste: “Ciertamente hueso mío y carne mía eres” (29:14) oculta miras interesadas. Engaña a su sobrino dándole a Lea; lo defrauda también después de haber hecho un acuerdo con él respecto a los rebaños. Jacob le había dicho: “Yo pasaré hoy por todo tu rebaño, poniendo aparte todas las ovejas manchadas y salpicadas de color, y todas las ovejas de color oscuro, y las manchadas y salpicadas de color entre las cabras; y esto será mi salario” (30:32). Labán responde: “Mira, sea como tú dices” (v. 34), pero se apresura a pasar por entre sus rebaños para quitarle a Jacob su salario y ponerlo en manos de sus hijos (v. 35). Cuando Jacob le sirve por su ganado, ese pariente inhumano y engañador le cambia su salario diez veces (31:7, 41). En medio de todas esas contrariedades, devorado de día por el calor y de noche por la helada, se ve obligado a restituir a ese dueño avaro lo que no ha perdido por culpa suya (v. 38-40).
¿Qué hace Jacob? ¿Aprendió su lección como consecuencia de la disciplina? ¡Ah, no! Engaña al que lo engañó, como lo prueba la historia de las ovejas (30:37-43) y su huida clandestina, de la cual Dios nos dice: “y Jacob engañó a Labán” (31:20). ¿Por qué, pues, esos fraudes? Porque Jacob, que no tenía confianza en Dios, confiaba todavía en sus aptitudes y sus astucias. ¿Era necesario descortezar las varas de álamo, pese a que Dios le mostraba en sueños los machos listados, pintados y abigarrados, diciendo: “Yo he visto todo lo que Labán te ha hecho”? (31:10-13). ¿Era necesario huir a escondidas, pese a que Dios le había dicho: “Levántate ahora y sal de esta tierra, y vuélvete a la tierra de tu nacimiento” y “vuélvete a la tierra de tus padres, y a tu parentela, y yo estaré contigo”? (31:13, 3). ¡Ah, de haber tenido algo de confianza en la palabra de Dios, habría salido con la cabeza alta y sin que le hubiese sido tocado ni un cabello de su cabeza!
Pese a tantas faltas y tanta debilidad, Dios le dio una familia numerosa, pero también en este aspecto hace la triste experiencia de lo que valen los medios humanos. Engañado por Labán, le es preciso someterse a las componendas de sus mujeres y sus siervas (30:14-17). De este modo Jacob es castigado, pero sin llegar todavía a ser quebrantado. Por la gracia de Dios, lo será más tarde.
No obstante esto, la fe de Jacob en Harán ofrece varios rasgos notables. Desde que tuvo a José —el hijo de su vejez (contaba entonces noventa años) pero el verdadero hijo de la promesa (49:26), sorprendente figura de Cristo, nacido de Raquel, la amada— no tiene sino un pensamiento: dejar el lugar de su exilio y servidumbre para regresar a su tierra y a su parentela (30:22-27). Su país no era el de la religión de Labán, sino el de Abraham e Isaac, adoradores del verdadero Dios, sin mezcla de dioses ajenos. Lo mismo ocurre en nuestros días. El conocimiento personal de Cristo es el medio más poderoso para hacernos abandonar la mezcla religiosa que caracteriza a la cristiandad y llevarnos —como hijos de la fe— a nuestra familia espiritual.
Al partir, Jacob repudia enteramente a los ídolos de Labán. Luego éste se los reclama y le responde Jacob: “Aquel en cuyo poder hallares tus dioses, no viva: delante de nuestros hermanos reconoce lo que yo tenga tuyo” (31:32). Raquel, al seguir a su marido, los había hurtado. Esto les sucede frecuentemente a los que siguen la fe de otros sin andar por la suya propia.
Jacob muestra todavía la paciencia según Dios en las pruebas, como lo atestigua su discurso ante Labán (31:36-42). Como todo hijo de Dios, sea cual fuere su carácter, aparece superior al mundo, porque tiene conciencia de la dignidad que le es conferida. Y en virtud de ella ofrece el sacrificio en el monte en lugar de su suegro (31:54).
Todos estos rasgos forman un contraste feliz, aunque imperfecto, con aquellos del arameo Labán. Éste se atribuye el papel más lucido en ocasión de la huida de Jacob; no tiene más que guardar las apariencias, porque su conciencia no le habla en absoluto. Poco le importa el fondo de la verdad, pues no tiene nada que ver con Dios: “¿Qué has hecho, que me engañaste, y has traído a mis hijas como prisioneras de guerra? ¿Por qué te escondiste para huir, y me engañaste, y no me lo hiciste saber para que yo te despidiera con alegría y con cantares, con tamborín y arpa?” (v. 26-27). ¡Con alegría! ¡Es algo tan falso como fácil de decir! El pobre Jacob nunca había conocido, en los días de su disciplina, los cantares y los tamboriles de la casa de su suegro. “Ni aun me dejaste besar a mis hijos y mis hijas” (v. 28). Labán osa mostrarse como buen padre de familia. Por cierto, no era lo que sus hijas decían y opinaban de él: “¿Tenemos acaso parte o heredad en la casa de nuestro padre? ¿No nos tiene ya como por extrañas, pues que nos vendió, y aun se ha comido del todo nuestro precio?” (v. 14-15). Labán agrega todavía: “Poder hay en mi mano para haceros mal” (v. 29). Se jacta de ello, pese a que Dios se lo había prohibido bajo amenaza. “Y ya que te ibas, porque tenías deseo de la casa de tu padre...” (v. 30). ¡Porque! ¡Qué astucia! No, Jacob se iba porque la medida había sido colmada, pero esa palabra desligaba a Labán de su responsabilidad por haberlo inducido a irse. ¡Ah, cuán enteramente está en la carne ese hombre que invoca al Dios de Abraham y Nacor! (v. 53). ¡Dios nos guarde de imitar sus pasos!
c) La lucha con Dios (Génesis 32)
Jacob, guiado por el Todopoderoso, quien le había dicho: “Yo estoy contigo” (28:15), después de haber escapado a todos los peligros llega a la frontera de Canaán. Los ángeles de Dios vienen a su encuentro en dos cuadrillas (“Mahanaim” significa “dos cuadrillas” — compárese 32:2 con el v. 7, V.V. 1909).
Jacob los conocía; los había visto en Bet-el, prestos a servirle (28:12), cuando no tenía más fortuna que su cayado. Fiel a su promesa, el Señor pone a sus ángeles a disposición de los dos cuadrillas de Jacob. Éste reconoce los designios de Dios para con él, pues da a ese lugar el nombre de los ángeles que lo sirvieron (32:2). Luego toma una posición de humilde dependencia delante de Dios (v. 9) y expresa su propia nulidad, así como la grandeza de la gracia divina: “Menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo” (v. 10). Sin embargo, no tiene todavía el conocimiento personal de Dios, y, aunque le testifica su confianza, no pierde la depositada en sus propias fuerzas. Idea un hábil plan para escapar de la furia de Esaú y toma todas las medidas para hacérsele aceptable sin dejar nada librado al azar. Pero ¿se siente seguro? ¡No! Ni siquiera la noche le trae reposo: “Y se levantó aquella noche, y tomó sus dos mujeres, y sus dos siervas, y sus once hijos, y pasó el vado de Jaboc. Los tomó, pues, e hizo pasar el arroyo a ellos y a todo lo que tenía” (v. 22-23). Hasta aquí, la obligación de pensar en todo mitiga y aligera sus preocupaciones.
Finalmente, una vez ordenado todo, queda solo...
Allí Dios lo encuentra para luchar con él; allí Jacob aprende a conocerle en realidad. Esta escena memorable tiene dos actos. En el primero, Dios lucha con Jacob, porque es preciso que éste aprenda que la fuerza del hombre y la voluntad de la carne son enemistad contra Él. Jehová mismo no puede domar, ni cambiar, ni sujetar esa mala naturaleza; es necesario que Él la juzgue y la quebrante. No es que la lucha le cueste a Dios algún esfuerzo: “Cuando... vio que no podía con él”, le bastó tocar a Jacob en la coyuntura del muslo con la cadera, el asiento de su fuerza en la lucha, para reducirlo a la impotencia (v. 25).
Sólo entonces comienza el segundo acto de esta escena: con el quebrantamiento del «yo», la fe se desarrolla en Jacob y viene a reemplazar la energía de su naturaleza. Ahora es él quien lucha con Dios: “No te dejaré, si no me bendices” (v. 26). No puede obtener la bendición de Dios con artimañas humanas, como lo había hecho para recibir la bendición de Isaac, porque aquélla sólo pertenece a la fe, suscitada en un hombre que se revela sin fuerza en cuanto a sí mismo, pero que la extrae de su dependencia respecto de Dios.
Un pasaje de Oseas arroja viva luz sobre esta escena. “Con su poder”, está escrito, Jacob “venció al ángel”. Ése es el primer acto del combate, pero he aquí el segundo: “Venció al ángel, y prevaleció” —añade el profeta—; “lloró, y le rogó” (Oseas 12:3-5). Esta fe que Él da, Dios la reconoce como una victoria sobre Él y los hombres. Hasta aquí, Jacob, pese a su habilidad, siempre había sido vencido por los hombres. Esaú lo espanta y Labán lo somete a servidumbre. Acababa de ser vencido por el ángel que le había tocado... y ahora Jacob, por fin, es vencedor.
El ángel le pregunta: “¿Cuál es tu nombre?” (Génesis 32:27). Se le lleva a pronunciar su propio nombre: “Jacob” (el suplantador). Este nombre lo caracteriza plenamente, pues abarca toda su historia. En adelante tendrá otro nombre: Israel, vencedor de Dios. El primero expresaba lo que él era en sí mismo y ante los hombres. Su nuevo nombre significa su relación frente a Dios. La fuerza del suplantador hace lugar a la potencia infinita de la fe.
Pero Jacob, a su vez, querría conocer el misterioso nombre de su adversario. Dios se rehúsa a revelárselo. El momento no ha llegado —llegará más tarde— para que Dios pueda revelar su nombre a Israel, porque, según lo dijimos y lo repetimos, no puede haber comunión bajo la disciplina que juzga y castiga.
“Y lo bendijo allí” (v. 29). En Bet-el, en lugar de bendecirlo, Dios solamente le había anunciado que todas las familias de la tierra serían benditas en su simiente (28:14). Ésa no era más que una parte de la bendición de Abraham: “Te bendeciré...” (12:2). Ahora Dios bendice a Jacob: seguridad preciosa; pero le falta todavía esa comunión de la que Abraham disfrutaba y que había hallado su perfecta expresión cuando Melquisedec se le apareció al patriarca (14:18-20).
Volvamos al tema tan importante y tan poco comprendido de la comunión. En 1 Juan 1, dos cosas concurren a prevenir el pecado en el cristiano: por una parte, la comunión; por la otra, el hecho de estar en la luz: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (2:1). En Peniel, Jacob atravesaba la solemne noche de la lucha contra el ángel y aún no había hallado la comunión.
¿Qué es, pues, la comunión? Es tener una parte, un pensamiento, una alegría, un gozo en común con Dios, porque hay reciprocidad en la comunión. Ella no puede desarrollarse en su plenitud1 sino cuando Dios se revela enteramente. Por eso la comunión cristiana es muy superior a la de los fieles del Antiguo Testamento.
Toda la vida del cristiano depende del grado de su comunión, de la cual lleva el sello: el andar, los sentimientos, los pensamientos y los propósitos se tornan comunes. Si Dios caminaba con Abraham, éste caminaba con Dios (Génesis 18:16). Lo mismo ocurrió con Enoc (5:24) y con Noé (6:9). Leemos acerca de los cristianos: “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6): es la comunión en el andar. Luego: “Andad en amor, como también Cristo nos amó” (Efesios 5:2): es la comunión de sentimientos. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5): es la comunión de pensamientos. “Si guardareis mis mandamientos... como yo he guardado los mandamientos de mi Padre” (Juan 15:10): es la comunión con su obediencia. “Él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Juan 3:16): es la comunión con su consagración. Finalmente, Filipenses 3:10: es la comunión con sus sufrimientos.
La comunión implica todavía relaciones de confianza recíproca. “Jehová dijo...: ¿He de ocultar a Abraham lo que voy a hacer...? Porque yo lo he conocido...” (Génesis 18:17, 19). Y Abraham, por su parte, abre su corazón a Dios, indudablemente en la dependencia y el temor que convienen a la criatura frente a su Creador, pero le cuenta todo, según la capacidad y la medida de su propio corazón.
Podríamos multiplicar estas citas, pero, para conocer la comunión en su perfección, no es necesario considerarla en la manera más que miserable en que la realizamos, sino según las relaciones que el mismo Señor, como hombre, mantenía con su Padre. Entonces hallamos la comunión absoluta y sin sombra, y, al contemplarla, nos sentimos inducidos a reproducir la imagen del Señor: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:9). “Pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). “Yo y el Padre uno somos”. “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo”. “Todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente”. “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. “Guárdalos en tu nombre... yo los guardaba en tu nombre” (Juan 10:30; 5:17, 19; 17:10-12).
Como lo dijimos, Jacob aún no conocía esa preciosa comunión. La hallará en Bet-el (Génesis 35:1-15) y la realizará plenamente al final de su vida, cuando bendiga a Efraín y Manasés, según los pensamientos de Dios (cap. 48).
Por lo que nos concierne, no olvidemos que, si hemos hallado la comunión, ésta puede interrumpirse fácilmente. Un solo pensamiento que eche en el alma una sombra pasajera bastará para ello. Y sólo la volveremos a hallar mediante el juicio de nosotros mismos y la confesión de lo que la interrumpió. ¡Cuántos cristianos, semejantes a Jacob antes de su segunda visita a Bet-el, no la conocieron nunca! ¡Cuántos la dejan escapar, para dar preferencia a cosas vanas! Velemos, pues, y vivamos en un juicio habitual de nosotros mismos. En 1 Juan 1, Dios nos enseña cómo se pierde la comunión y cómo se la vuelve a hallar.
“Llamó Jacob el nombre de aquel lugar, Peniel; porque dijo: Vi a Dios cara a cara” (Génesis 32:30). Y era verdad, porque de ahí en adelante conoció a Dios en persona, al que no había visto sino en la oscuridad, estando muy lejos de la plenitud de la revelación divina que le sería dada más tarde. Había visto a un Dios que, al quebrantarle, lo amaba y se ocupaba de él con tierna solicitud, un Dios fiel a sus promesas, un Dios que se dejaba vencer por la fe de Israel, pero no aún el Dios que se revela.
Desde Peniel, Jacob “cojeaba de su cadera” (v. 31), por lo cual en adelante andará humildemente todos sus años a causa de la amargura de su alma (véase Isaías 38:15), ya que su impedimento le recordará su impotencia y el juicio de Dios sobre su carne. Sin embargo, podrá andar a la luz de ese sol que le había salido cuando hubo pasado Peniel (Génesis 32:31).
d) El encuentro con Esaú (Génesis 33:1-16)
Aun comprobando el hecho de que no se trata todavía de comunión para Jacob, vemos que, como había aprendido a conocerse y juzgarse, sale librado del combate.
Reconoce a su hermano según la carne inclinándose a tierra siete veces.2 El corazón de Esaú se enternece, de modo que los temores y angustias de Jacob (32:7) eran vanos y revelaban su falta de fe. Esaú, después de preguntarle acerca de su familia, añade: “¿Qué te propones con todos estos grupos que he encontrado?”. Ni siquiera había comprendido el propósito de esa prudente organización. Jacob responde ahora: “El hallar gracia en los ojos de mi señor” (33:8).
Esaú no acepta el regalo de su hermano. Jacob no ha hallado gracia por medio de sus presentes, sino porque Dios se dignó responder a la oración de su siervo (32:11).
Lamentablemente, esa certeza decae pronto cuando Esaú propone al temeroso Jacob que lo acompañe. El presente lo tranquiliza, pero el porvenir lo espanta. Por cierto, Jacob no debía dirigirse a Seir; bien lo sabía; Seir no era su ambiente. Habitar con el profano fuera de Canaán, no podía ser. Debía ir adonde Jehová quería tenerlo. “Volveré a traerte a esta tierra” (28:15). ¡Qué hermoso testimonio habría podido dar aquí, delante de su hermano! Pero estas desdichadas palabras: “Hasta que llegue a mi señor a Seir” (33:14) son una mentira y lo echan todo a perder. Esaú quería protegerlo; Jacob podía invocar la protección de Jehová y su carácter de extranjero para rechazar el ofrecimiento; pero teme, tiene miedo, prefiere mentir para eludir la dificultad que su falta de fe no le permite vencer. ¡Cuánto debemos velar para que nuestro testimonio ante el mundo sea comprensible y claro, sin mentiras y sin segunda intención!
Pero a Jacob libre, Dios le castigará mil veces más severamente que antes, por una sola astucia, por una sola mentira.
- 1Pero ella tiene lugar toda vez que Dios se manifiesta. Cuando el “Dios Altísimo”, y más tarde el “Todopoderoso” (Génesis 14:19; 17:1), se le revela, Abraham halla la comunión con Él. La comunión cristiana es el resultado de la plena manifestación de la “vida eterna” en Cristo (1 Juan 1).
- 2No se puede negar que aquí (33:1-16) queda todavía algo del viejo Jacob y de sus artimañas.