4. Jacob en Egipto
a) Jacob ante José (Génesis 46:28-30)
La larga disciplina produjo todos sus frutos. Jacob, formado por ella, desciende a Egipto a la edad de 130 años y vive allí todavía 17 años como testigo de su Dios.
Egipto es la imagen del mundo, así como Canaán lo es de los lugares celestiales. De hecho no estamos constantemente en Canaán, pero sí estamos siempre en Jesucristo (1 Pedro 5:14). Al mismo tiempo que permanecemos en el cielo, en cuanto a nuestra posición y el gozo de nuestras almas, se nos envía al mundo para testificar. Todo siervo de Dios es, pues, llamado, como Jacob, a descender de Canaán a Egipto. El Señor Jesús lo hizo, porque dijo: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Juan 17:18). El olvido de esta verdad produjo el monacato, una de las plagas de la Iglesia.
Estar en el mundo no constituye de ningún modo un pecado para el creyente. El Señor manifestó: “Éstos están en el mundo” y: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:11, 15). El pecado consiste en desconocer el hecho de que, moralmente, estamos separados de él: “Porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (17:14). Tomar lugar en un mundo al cual no pertenecemos más, esto es negar todos nuestros privilegios.
¿Puede ser según la voluntad de Dios el hecho de bajar a Egipto? Todo depende de la autoridad que nos lleva allí y los motivos que nos inducen a hacerlo. El hambre lo impulsó a Abraham (Génesis 12:10), todavía poco firme en cuanto al andar de la fe. Allí encontró una severa disciplina de la cual, por la gracia de Dios, sacó gran provecho. El hambre llevó a Isaac al mismo camino, pero intervino la autoridad divina para impedírselo (26:2). También el hambre habría impulsado a Jacob a ir allí de no haber sido enseñado en la escuela de Dios. Mejor instruido que Abraham, más dependiente que Isaac, no descendió allí, aunque las circunstancias le invitaban a hacerlo. Indudablemente Jacob podía aprovechar los recursos materiales del mundo, que él pagaba, sin ser su deudor, pero su separación de él quedaba intacta.
Sólo el anuncio de la presencia de José en Egipto puede decidirlo a descender allí, y, como lo vimos, se pone en marcha únicamente bajo el mandato divino y para encontrarse con su hijo. ¿Cómo con tal autoridad y semejante motivo no estaría en el camino de Dios? José es su objeto; José vive en Egipto; Jacob puede morar allí también. Indudablemente, Cristo, nuestro divino José, no está más aquí pues él dijo: “Ya no estoy en el mundo” (Juan 17:11), pero él anduvo en este lugar y nos envía para que sigamos sus huellas. Aprueba nuestra presencia allí para que en su ausencia seamos sus representantes y sus testigos, siguiendo sus pisadas, no teniendo a nadie más que a Él por objeto y modelo. Entonces, si atravesamos el mundo, lo hacemos, como Jacob, para estar con Cristo.
Durante los 17 años que Jacob pasa en Egipto, su vida permanece asociada a la de José. No hay una escena en la que José esté ausente; termina los años de su peregrinaje con aquel a quien había creído muerto, pero que le ha sido devuelto, por así decirlo, en resurrección y con poder.
Jacob se hace preceder por Judá para encontrar a José; pero este último, en lugar de responder a su padre por un mensajero, acude en persona: “se manifestó a él, y se echó sobre su cuello, y lloró sobre su cuello largamente”. Lágrimas dulces y sin mezcla, propias del reencuentro.
En esta ocasión, la expresión de los sentimientos de Jacob es conmovedora: “Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro, y sé que aún vives”. Para él la vida en este mundo no tiene ya valor, ni siquiera un valor momentáneo. “Muera yo ahora”. Sin embargo, no muere; su vida no estaría completa si no fuera coronada por su testimonio.
b) Jacob ante Faraón (Génesis 47:7-12)
Ahora Jacob es puesto en contacto con el mundo, en la persona de su representante más augusto. No son sus necesidades las que lo llevan ante el rey, porque José le provee de lugar para su morada y de todo para su manutención en Egipto (v. 11-12); ni es tampoco su voluntad, pues está quebrantada; no, es José mismo. “También José introdujo a Jacob su padre, y lo presentó delante de Faraón”. Con semejante introductor, no tenemos por qué temer el poder ni las seducciones del mundo.
Al entrar, Jacob bendice a Faraón; y lo bendice también al salir, cuando sus ojos han podido medir la grandeza del poderío real. Es que el pobre patriarca es superior en dignidad al rey más glorioso del mundo, porque “sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor” (Hebreos 7:7). Este extranjero, abrumado de males, como más tarde el apóstol lo fue de cadenas, está de pie frente a los poderosos de la tierra, más grande que ellos en realidad.
“Jacob bendijo a Faraón”. Todavía hoy en día, el cristiano se presenta ante el mundo estando consciente de su dignidad de hijo de Dios, pero para llevarle la gracia y la bendición divina. José pone delante de Jacob “una puerta abierta” y el patriarca la aprovecha para bendecir a Faraón. Seguros de esta promesa: “He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta” (Apocalipsis 3:8), entremos osadamente ante el mundo, en este día de gracia y de salvación, para aportarle los beneficios de ellas. Moisés, otro testigo de Dios, entrará, mucho después de Jacob, en la presencia de otro Faraón, pero para pronunciar contra él los terribles juicios de Dios (Éxodo 3:18-20). Esta parte será también la nuestra: “¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo?” (1 Corintios 6:2).
Ante el rey, Jacob tiene todavía otro carácter. Interrogado por él, afirma su título de extranjero: “Los días de los años de mi peregrinación son ciento treinta años” (Génesis 47:9). Peregrina, como peregrinaron sus padres. Pero, repasando su vida bajo este punto de vista, la juzga. Sin dudas, no está obligado a relatar sus experiencias delante del mundo, pero lo que importa es que Faraón no suponga que aquel que lo bendice debe ese privilegio a su superioridad natural o a su bondad congénita. “Pocos y malos han sido los días de los años de mi vida”.
¡Jacob, de 130 años, dice al rey que sus días han sido pocos! ¡Ah, es que, considerando sus años, muchos para el hombre, no hallaba sino un pequeño número de ellos según el corazón de Dios! El tiempo de nuestra vida se valoriza según el número y la duración de nuestras relaciones con Dios y nuestro testimonio para Cristo. Es una verdad adecuada para obrar en nuestra conciencia. Lo demás no cuenta. Un cristiano, severamente disciplinado por el Señor, me manifestaba en su lecho de muerte: «Toda mi vida ha sido perdida para Cristo». Era como decir: «Pocos han sido los años de mi vida». “Y malos”, añade Jacob. Su sabor había sido amargo y sin alegría, no habían tenido el valor de los días de sus padres.
¿Quién de nosotros no está obligado a hablar como Jacob, o como David, en sus últimas palabras (Léase 2 Samuel 23:3-5).
Esta expresión: “pocos y malos” muestra el juicio que el patriarca lleva sobre sí, al compararse con sus padres. ¡Ojalá podamos, como él, condenar nuestra vida! Sin embargo, debemos tener también conciencia de nuestra dignidad. Los endeudados y los que se hallaban en amargura de espíritu, en la cueva de Adulam, eran los portadores de la gloria de su rey; son llamados “los valientes de David” (2 Samuel 23:8). Asimismo nosotros, pese a nuestra indignidad, o más bien a causa de ella, somos investidos de la dignidad de Cristo, de ese “mejor vestido”, dádiva del Padre, que cita la parábola (Lucas 15:22), de esos atributos del hijo: calzado en nuestros pies, anillo en nuestra mano. Con esta calidad bendecimos al mundo, como el pobre Jacob bendecía al ilustre Faraón.
c) Jacob ante la muerte (Génesis 47:27-31 y cap. 48)
El testimonio de Jacob no sólo tiene por objeto al rey de Egipto. Su propia familia debe ver y gustar los frutos que la disciplina produjo al desarrollar al hombre nuevo.
El primero de esos frutos es la plena manifestación de la fe de Jacob. Ella triunfa en el pasaje que acabamos de leer, al cual alude Hebreos 11:21: “Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón”.
El primer testimonio de esa fe, no citado en Hebreos 11 porque está reservado para caracterizar a José (v. 22), es la orden que Jacob da en cuanto a sus despojos mortales: “Y llamó a José su hijo, y le dijo: Si he hallado ahora gracia en tus ojos, te ruego que pongas tu mano debajo de mi muslo, y harás conmigo misericordia y verdad. Te ruego que no me entierres en Egipto. Mas cuando duerma con mis padres, me llevarás de Egipto y me sepultarás en el sepulcro de ellos” (Génesis 47:29-30); y todavía: “He aquí que voy a morir; en el sepulcro que cavé para mí en la tierra de Canaán, allí me sepultarás” (50:5). No quiere que sus huesos queden en Egipto; ni un átomo de su polvo, como más tarde ni una uña de los ganados de Israel, debe quedar allí (Éxodo 10:26). Dios había prometido a los padres, Abraham e Isaac, darles la tierra de Canaán, así como a su posteridad; y ellos habían recibido esta promesa por la fe. Pero “conforme a la fe murieron”, es decir, “sin haber recibido lo prometido” (Hebreos 11:13); pero no por eso contaban menos con la heredad que Dios les había dado. A su turno, Jacob, próximo a la muerte, expresa la misma fe. De hecho, era la fe en la resurrección; quería ser hallado en Canaán con sus padres —esto es, en la tumba de Macpela— cuando sonara la hora de entrar en posesión de la herencia. Nuestra fe es la misma que la de ellos, aunque con esta diferencia: esperamos la resurrección no en vista de una herencia terrenal, sino celestial (1 Pedro 1:4).
Jacob da el segundo testimonio de su fe cuando se reclina sobre la cabecera de su cama (Génesis 47:31). Sobre ese lecho de muerte, próximo a expirar, Jacob adora. Esta actitud del patriarca ¿será la nuestra en vísperas de la muerte? La fe lo coloca por encima de las circunstancias y los acontecimientos, y su gratitud se expresa por una muda acción de gracias delante de Dios.
Un tercer testimonio de su fe, no mencionado aquí, pero dado por inspiración en Hebreos 11:21, es que él “adora apoyado sobre el extremo de su bordón”. Mantiene así, por la fe, su carácter de peregrino hasta el final de su carrera.
El cuarto testimonio de su fe lo hallamos en la bendición impartida a Efraín y Manasés (compárese Hebreos 11:21). Estos dos hijos de José, que le nacieron de una esposa tomada de entre los gentiles (Génesis 41:50), después de haber sido él rechazado por sus hermanos, son incluidos como herederos de las bendiciones de Jacob. El patriarca los reconoce como sus hijos, según la elección de gracia, pues según la ley no tenían ningún derecho a ser injertados en el árbol de las promesas. Al bendecirles, su abuelo muestra una profunda inteligencia de los pensamientos de Dios, y este anciano que “no podía ver”, porque sus ojos estaban “agravados por la vejez”, tiene, por la fe, una visión más clara que José, ese famoso vidente de sueños (48:10, 17-19).1
Jacob no necesita, como su padre Isaac, una estimulación ficticia para pronunciar la bendición; no, débil y próximo a morir (lo que no se daba en el caso de Isaac), se esfuerza y se sienta sobre la cama. Tiene la energía de la fe para cumplir su testimonio hasta el fin, y ¡qué energía cuando se piensa en la larga profecía que pronunciará! Coloca al menor por encima del mayor. ¡Ah, qué juicio hace caer sobre el engaño cometido otrora (cap. 27), por su falta de confianza en Dios y por atenerse a la suya propia! En aquel entonces no creía que Dios pudiese llevar a su padre Isaac a obrar de manera opuesta a su voluntad propia; hace ahora, con pleno conocimiento de causa, lo que José, su hijo amado, querría impedir: “Lo sé, hijo mío, lo sé” (48:19). Es que depende de Dios únicamente; está en plena comunión con él y toma sus decisiones a la luz del santuario. Finalmente, su alma aprecia la gracia y desea comunicarla a sus amados: “El Dios en cuya presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que me mantiene desde que yo soy hasta este día, el ángel que me liberta de todo mal, bendiga a estos jóvenes; y sea perpetuado en ellos mi nombre, y el nombre de mis padres Abraham e Isaac, y multiplíquense en gran manera en medio de la tierra” (v. 15-16). Sus padres habían andado delante de Dios; Jacob no podía decir lo mismo de él, pero aprecia mucho más la gracia que lo condujo desde su primer hasta su último día.
Todo esto es un precioso cuadro del testimonio de la fe ante la familia de Dios. Por ella, el lecho de muerte de Jacob se ilumina. Por ella también Jacob asigna doble porción a José, por la bendición de Efraín y Manasés. Aquel que fue menospreciado y rechazado por sus hermanos, recibe la porción correspondiente al derecho de primogenitura (1 Crónicas 5:1-2). La fe da siempre el primer lugar a Aquel a quien el mundo desconoció.
Veamos todavía hasta dónde puede llegar la fe. Jacob dice en Génesis 48:22: “Y yo te he dado a ti una parte más que a tus hermanos, la cual tomé yo de mano del amorreo con mi espada y con mi arco”. Jamás este hombre sencillo y pacífico había hecho uso de esas armas de guerra; pero él es Israel y ve por anticipado, al pueblo al que él representa, como vencedor de los cananeos y compartiendo sus despojos. De tal modo, su fe realiza de antemano la victoria de Dios por su pueblo, como si fuera su propia victoria.
d) Jacob frente al porvenir (Génesis 49)
Sea cual fuere el interés vinculado a la profecía de Jacob, saldríamos de los límites trazados si quisiéramos considerarla en detalle. Otros lo hicieron mejor que nosotros, por lo que aquí bastarán unas palabras.
Tres nombres caracterizan la pasada historia del pueblo de Israel, considerado como pueblo responsable: Rubén, Simeón y Leví, o la corrupción y la violencia (v. 3-7).
Tres nombres representan su historia actual y futura como pueblo apóstata, desde el establecimiento de la realeza en Judá: Zabulón, Isacar y Dan, o la actividad comercial y la esclavitud bajo el dominio de los gentiles, y, por último, el odio contra el Mesías y el remanente de Israel bajo el reinado del Anticristo (Dan) (v. 13-17).
Tres nombres profetizan la historia del Israel restaurado, del remanente que exclamó: “Tu salvación esperé, oh Jehová” (v. 18). Ellos son: Gad, Aser y Neftalí, la victoria final, la prosperidad real y una amplia y feliz libertad (v. 19-21).
Tres nombres, finalmente, resumen el origen de todas las bendiciones futuras del pueblo que lo será de buena voluntad, en el día del poder del Mesías, en la hermosura de su santidad, del pueblo cuya juventud se ofrecerá a Cristo desde el seno de la aurora (Salmo 110:3). Esos nombres son: Judá, José y Benjamín (Génesis 49:8-12, 22-27).
Siloh, salido de Judá, reunirá bajo su cetro las tribus dispersas. Su entrada triunfal en Jerusalén, “cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna” (Zacarías 9:9), como rey de paz y de justicia, se vincula a la viña de Israel y a la excelente cepa del remanente (Génesis 49:10-11). El rostro del león de Judá no les aportará más que la alegría y la dulzura de bendiciones nuevas (v. 12).
José, el salvador de su pueblo, el verdadero vástago de Jehová, extenderá sus ramas sobre el muro de Israel para traer la bendición a las naciones (v. 22). Pero el Salvador tuvo que sufrir cruelmente de parte de los hombres para ser el “Pastor de Israel” (Salmo 80:1) y la “piedra del ángulo” que sostiene todo el edificio (Efesios 2:20-21). Por lo tanto ¡qué bendiciones le otorga Jacob! “El Dios Omnipotente, el cual te bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones de los pechos y del vientre. Las bendiciones de tu padre fueron mayores que las bendiciones de mis progenitores; hasta el término de los collados eternos serán sobre la cabeza de José, y sobre la frente del que fue apartado de entre sus hermanos” (Génesis 49:25-26).
Finalmente, Benjamín establecerá su reino con venganza victoriosa sobre el mal (v. 27).
Alrededor de estos tres nombres se concentran los últimos pensamientos de Jacob. Si proclama la ruina del hombre en la carne, ruina irremediable, pasada, presente y futura, su corazón reposa en Cristo, jefe de una nueva creación, y saluda por anticipado la era gloriosa en la cual todas las cosas serán hechas nuevas. Sus ojos, invadidos por las tinieblas de la muerte, se abren sobre ese más allá que comienza con los sufrimientos de José, el amado, y se extiende hasta el término de los collados eternos. Cristo es el objeto final de su testimonio.
¡Dichoso Jacob! Emplea sus últimas fuerzas en bendecir a su Señor, y expira bendiciendo incluso a los que le rodean (v. 28).
- 1El hombre de Dios siempre falla por algún concepto. José, del cual se hubiese podido decir como de David, antes de su realeza: “El mal no se ha hallado en ti” (1 Samuel 25:28), muestra aquí su falta de discernimiento espiritual. Sólo un Hombre fue perfecto.