Jacob o la disciplina /5

Génesis 37 – Génesis 42 – Génesis 43 – Génesis 45 – Génesis 46

e) Jacob pierde a José (Génesis 37 a 45)

En el capítulo 37:1, Jacob, siguiendo la tradición de la fe de Isaac y Abraham, habita como extranjero en Canaán. La lección de Siquem había dado sus frutos. Esaú no imitó esa conducta, porque la carne no podría estar satisfecha con una posición que separa del mundo. La Palabra nos enseña que “se fue a otra tierra —el monte de Seir— separándose de Jacob su hermano” (36:6, 8).

Ahora cesa toda la actividad voluntaria del Jacob de otrora, con sus planes y artimañas, para dar lugar a la energía de la fe y a los afectos según Dios. El patriarca halla en la persona de José un objeto digno de todo su amor. Su hijo menor, Benjamín, aún no se había manifestado como el hijo de su diestra y el futuro poder que debía ejercer sólo era conocido por su padre como una esperanza; sin duda ese poder estaba ante sus ojos y en su corazón, pero Benjamín estaba reservado para acontecimientos venideros.

Lo mismo ocurre con el Señor, del cual Benjamín es figura; su gloria en Israel le está reservada para un tiempo futuro (Deuteronomio 33:12). José, admirable figura de Cristo, tiene un carácter muy distinto que atrae poderosamente el corazón de su padre. Es el varón justo, el varón santo que posee el secreto de los pensamientos de Dios, y por esto sus hermanos le odian y le venden por algunas piezas de plata (Génesis 37:8, 28); hacen sufrir al que será más tarde la luz y el gobernador de las naciones.

Amaba Israel a José” (37:3). No era el amor egoísta que Isaac había sentido por Esaú; Jacob aprecia en su hijo la hermosura del carácter y lo distingue entre todos sus hermanos haciéndole “una túnica de diversos colores”, ropa de realeza y virginidad, de santidad personal (compárese 2 Samuel 13:18).

Desde Bet-el, la fe del patriarca está en plena actividad; le da el discernimiento de cosas que aún no se ven; ¡se adelanta a los tiempos! Antes de que Benjamín manifieste lo que será, su padre lo llama el hijo de su diestra; antes de que José revele su poder, lo inviste de una de las insignias de la realeza. Luego, por sorprendente y poco comprensible que le parezca el sueño de José (v. 5-11), puesto que le quitaba la autoridad a Israel (compárese 27:29) para darla a su hijo, el patriarca medita esas palabras proféticas respecto a la gloria futura de aquel a quien ama. Hace lo que María hará más tarde en cuanto a Jesús: “María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lucas 2:19, 51).

Pero el amor y la fe no es todo lo que llena el corazón de Jacob. Entre él y su hijo hay una comunión perfecta (Génesis 37:12-14). Los dos tienen el mismo propósito. Jacob envía a José del valle de Hebrón, paraje de la muerte, a Siquem, lugar de la corrupción y violencia del hombre, para buscar allí a sus hermanos. José responde: “Heme aquí”. Es el paralelo con la historia de Abraham e Isaac, en viaje hacia Moriah, cuando “iban juntos” (22:7, 8), y es asimismo el paralelo con la historia del Hijo amado, cuando dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7).

Conocemos lo que siguió a esa obediencia de José. Fue entregado por sus hermanos, perdido desde entonces para su suelo natal. Jacob ignora las circunstancias de tal pérdida, pero para él, sin José, no hay más que duelo y llanto en este mundo, hasta la muerte. “Descenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol. Y lo lloró su padre” (Génesis 37:35).

Y nosotros que sabemos cómo Jesús fue tratado por los hombres a quienes había venido a salvar, ¿no deberíamos, con mucho más razón, tomar frente al mundo la actitud de Jacob? Este mundo privado de Cristo, ¿no debería ser a nuestros ojos el lugar de muerte, duelo y llanto?

 

f) El hambre y la pérdida de Benjamín (Génesis 42:35-38; 43:1-14)

Pero el mundo es, además, otra cosa para Jacob: es el lugar del hambre. Ausente José, desde el crimen de sus hermanos, el hambre reina en Canaán, mientras que Egipto tiene abundancia bajo el mandato del hijo rechazado. Entre tanto, Jacob, no teniendo más a José bajo sus ojos, se apega a Benjamín, el hijo de su diestra, el portador de un favor y una potencia todavía futuros (Deuteronomio 33:12; Salmo 80:2). ¡Y aquí debe separarse de él! (Génesis 42:35-38). Como anteriormente Abraham con Isaac (22:1-14), Jacob se ve privado, uno tras otro, de los dos únicos hijos con los cuales estaban ligadas sus esperanzas terrenales; a uno lo había visto en su andar admirable sobre la tierra en medio de sus hermanos; en el otro fundaba la esperanza de la bendición de Israel. Se ve despojado de todo lo que constituía su alegría y sus más legítimas esperanzas. Con su favor, Dios le había afirmado como monte fuerte, y lo vemos ahora obligado a decir: “Escondiste tu rostro, fui turbado” (Salmo 30:7).

Un combate terrible se entabla en el alma del patriarca para que llegue a aceptar sin reservas la voluntad de Dios. Comienza por decir a sus hijos: “Me habéis privado de mis hijos; José no parece, ni Simeón tampoco, y a Benjamín le llevaréis; contra mí son todas estas cosas”. Se rebela: “No descenderá mi hijo con vosotros” (Génesis 42:36-38), y: “¿Por qué me hicisteis tanto mal, declarando al varón que teníais otro hermano?” (43:6). En su angustia, mira los instrumentos humanos de su prueba, y exclama: “¿Por qué?”.

Por cierto que no es la perfecta sumisión de Cristo. ¡Él no necesitaba disciplina para ser llevado a someterse! Sin embargo, ¡cuán hermoso es ver a este hombre encorvarse finalmente bajo la disciplina del Dios omnipotente que se le había revelado en Bet-el! (35:11). Ahora, abdicando toda voluntad propia, quebrantado, pero confiando, dice a sus hijos: “Tomad también a vuestro hermano, y levantaos, y volved a aquel varón. Y el Dios Omnipotente os dé misericordia delante de aquel varón, y os suelte al otro vuestro hermano (Simeón) y a este Benjamín”. Confía tan sólo en la gracia de Dios. El sacrificio está consumado; la fe de Israel obtiene la victoria sobre todas las angustias de Jacob. En cuanto a sí mismo, añade: “Y si he de ser privado de mis hijos, séalo” (43:13-14). Esta prueba saludable lo lleva a contar con Dios para todo, conceptuándose a sí mismo como nada.

Esta nueva bendición que Jacob halla por fin bajo la disciplina de Canaán, es una voluntad sumisa que se concreta al aceptar la voluntad de Dios, porque ella no ve otra cosa que Su mano en todas las pruebas. Al parecer, todo le es quitado en la tierra, pero le queda el Dios omnipotente, recurso seguro de su alma, y esto le basta. Los últimos vestigios del viejo Jacob han sido anulados por la disciplina para dar todo el lugar a Dios solo.

g) José vive (Génesis 45:26-28)

El sacrificio está consumado... ¡todo cambia! ¡Jacob se entera de que José vive!

Sin embargo, aquí todavía se nota la flaqueza del creyente. Ante la pérdida de Benjamín, su corazón se rebelaba, dirigiendo sus “por qué” a ecos que no le respondían. Pero, puesto en presencia de la gracia, ese mismo corazón se muestra demasiado débil para contenerla: “Permaneció frío su corazón, porque no les creía” (v. 26, V.M.). Pero, cuando le relataron “todas las palabras de José, que él les había hablado”, cuando hubo visto “los carros que José enviaba para llevarlo”, prueba evidente de que su hijo amado quería tenerlo cerca de él, “su espíritu revivió”. Dice una sola palabra, pero ésta expresa la plena satisfacción de todos sus anhelos: “Basta”. No necesita nada más; su copa está llena y rebosa. ¿No ha encontrado a José, otrora rechazado, ocupando ahora un trono de gloria, a José, a quien Dios estableció “por luz de las naciones, para que sea su salvación hasta lo postrero de la tierra”? (Isaías 49:6).

¿Qué necesita aun para que su gozo se vea cumplido? Una sola cosa: ver a José con sus propios ojos. No dice como anteriormente: “Descenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol” (Génesis 37:35); José vive, Jacob no espera ya la muerte. “Iré —afirma— y le veré antes que yo muera” (45:28). Ir hasta él, verlo vivo, estar con él antes de pasar por la muerte, ¡qué delicias para el alma de Israel!

Queridos lectores, ¡ojalá que esas palabras del patriarca sean también las nuestras! Los castigos, la disciplina, los quebrantos, las pruebas de que Dios se vale para enseñarnos a que no tengamos ninguna confianza en la carne, ¿tienen por resultado hacernos hallar nuestro gozo en un Cristo resucitado y sentado en el trono del Padre? En la exaltación de este gozo, nuestros corazones tan estrechos para contenerlo, ¿expresan, como Jacob, su satisfacción mediante la palabra “Basta”? ¿Anhelamos vivamente ir a su encuentro y verle con nuestros propios ojos?

h) Beerseba (Génesis 46:1-7)

“Salió Israel con todo lo que tenía, y vino a Beerseba, y ofreció sacrificios al Dios de su padre Isaac”. Jacob desciende hasta los límites meridionales de Canaán, sin franquearlos; llega al lugar donde Isaac, subiendo de Gerar, halló por fin plena bendición. Allí él adora... allí él espera.

Espera, cuando el motivo más legítimo le impulsaba a descender a Egipto, ya que el propio José lo había invitado. A este llamado, Jacob había contestado “iré”, como otrora su madre había contestado al llamado de Eliezer (24:58). Las razones más poderosas actúan en su corazón para precipitar su marcha, pero aún le faltaba una cosa: una palabra de Dios. Mira a él y no a sus propios sentimientos. Con el corazón enteramente ocupado con él, le ofrece sacrificios, pero él espera.

Por eso lo vemos enteramente preparado cuando Dios lo llama en visiones de la noche: “Jacob, Jacob”. “Heme aquí” (46:2). ¡Simple y conmovedora palabra! Su corazón está despierto para recibir la expresión de la voluntad de Dios, dispuesto a realizarla, sin discutirla, únicamente porque ella es su voluntad. “Heme aquí” dijo Abraham cuando el ángel le gritó desde los cielos: “Abraham, Abraham” (22:11). “Heme aquí” dijo José cuando Jacob lo envió a buscar a sus hermanos (37:13). “He aquí que vengo —dijo uno mayor que todos ellos— oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7).

Beerseba es el testigo de la dependencia y obediencia de Jacob. A pesar del imán que lo atrae, él no tiene voluntad propia.

En realidad el mismo Dios que había dicho a Isaac: “No desciendas a Egipto” (Génesis 26:2), ahora podía decirle a Jacob: “No temas de descender a Egipto” (46:3). Pero él, desconfiando de sí mismo, temía que sus pensamientos sustituyeran a los de Dios. Jehová lo tranquiliza con estas palabras: “Yo descenderé contigo”. ¡Qué feliz comunión! Ahí donde Jacob vaya, Dios irá con él; estas dos corrientes se encuentran y se unen. ¡Qué contraste entre este viaje y aquel en el cual Jacob huía de la casa paterna! “Estoy contigo” (28:15), le decía Dios en Bet-el, cuando Jacob no andaba todavía con Dios. Más tarde, allí había encontrado la comunión en el culto; en Beerseba la realiza en el andar.

En el momento en que Jacob deja a Canaán para siempre (no volverá allí sino después de su muerte, para esperar una “mejor resurrección” según Hebreos 11:35) recapitulemos los progresos de su alma durante esa permanencia de 34 años. El carácter del patriarca, sometido a las más rudas pruebas, viendo cómo la muerte siega en su redor a sus amados, afligido por la pérdida de José, encorvado por el hambre, quebrantado por la separación de Benjamín, es formado de manera maravillosa, para corresponder a los rasgos del carácter divino; y estos rasgos, cuando tienen lugar en el hombre, se cumplen en sumisión, satisfacción, dependencia, obediencia, comunión en el andar. No nos contentemos con buscar la expresión de ese carácter en un ser falible; pongamos los ojos en Jesús, el único hombre que los ha mostrado sin desfallecimiento; contemplemos su gloria a cara descubierta, único medio de ser “transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).