Prefacio
La historia de Simón Pedro es muy instructiva. Todo creyente puede reconocer en ella los rasgos de su propia historia desde el primer paso dado en el conocimiento de Cristo hasta el estado —desgraciadamente tan poco logrado o mantenido— en el cual el Espíritu Santo obra sin trabas y despliega en nosotros todo su poder. Entre esos dos límites se desarrolla la actividad de la gracia que nos hace penetrar en el conocimiento de Cristo y de los privilegios cristianos. Asistimos también al necesario quebrantamiento de alma para que el creyente, después de haber perdido toda confianza en sí mismo, finalmente pueda comprender sus privilegios y seguir al Señor en el camino trazado por Él.
En la Palabra de Dios, la historia de Pedro se divide naturalmente en dos partes: una es presentada en los evangelios y la otra en los Hechos y las epístolas. La primera comprende las verdades que acabamos de enunciar; la segunda está llena, a pesar de la flaqueza del hombre, de la actividad del Espíritu Santo en el ministerio del apóstol y la potestad divina que le sostiene, cual testigo de Cristo, en medio de obstáculos y luchas.
1. “Soy hombre pecador” (Lucas 5:1-11)
Es digno de notar, en el evangelio según Lucas, cómo Pedro entabla relación con el Señor.1 La suegra de Simón tenía mucha fiebre (4:38-39), la cual seguramente le impedía realizar toda actividad. Jesús la sana, posibilitando así que ella le sirva. A menudo ocurre que el alma halla a Cristo por primera vez de esa manera, es decir, a causa de las bendiciones que Él dispensa a otros. Cuando llega el momento en que Él se revela a nuestro corazón, descubrimos que no nos resulta un extraño. El Señor emplea este conocimiento preparatorio para abreviar el trabajo por el cual nuestras conciencias se despiertan al sentimiento del pecado y nuestros corazones al de la gracia. De modo que, en nuestro evangelio, Simón Pedro conocía a Jesús por haberlo visto obrar en su casa.
En cuanto a su ocupación, este hijo de Jonás era pescador; poseía los enseres imprescindibles para la pesca: una barca y redes. Pedro los había usado para tratar de obtener lo que deseaba y con ese fin había trabajado toda la noche, aunque sin resultado alguno. Del mismo modo el hombre natural se vale de sus facultades y de los medios a su alcance para lograr algo que llene y satisfaga su corazón; pero ello es en vano: la red permanece vacía; su labor no produce nada que responda a las profundas necesidades de su alma; la noche pasa y amanece el día en que la pesca (el trabajo en busca de la felicidad) ni siquiera le será posible.
Sin haber pescado nada, Simón y sus compañeros abandonan sus barcas y lavan sus redes. Deben hacer tal limpieza porque sólo habían recogido el cieno del fondo del mar, y cuando hayan concluido esa tarea, la pesca empezará nuevamente. ¿No ocurre lo mismo con el hombre en este mundo? Cada día renueva sus labores sin alcanzar nunca la meta por la cual suspira.
Pero, cuando se pone de manifiesto la impotencia del hombre, Jesús entra en escena, aparentemente ocupado en otras cosas y no en Pedro. Enseña a las gentes, pero, en pleno ministerio, su corazón está puesto en Simón y no lo pierde de vista. “Entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco”. Lo separa un poco de la multitud para estar con él. Pedro escucha así la palabra del Señor. Anteriormente, Jesús no era un extraño para él, pero ahora él oye su palabra y su posición de aislamiento con Él contribuye a despertar su atención. Sin embargo, al parecer sólo retiene de esta palabra la convicción de la autoridad del Señor (v. 5).
Entonces el Señor se dedica más especialmente a él. “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”, dice. Pedro lo había hecho toda la noche, pero hasta entonces por voluntad humana, en tanto que ahora lo hace confiando en la palabra del Señor. Pedro cree en esa palabra y se somete a ella. Tal es el primer resultado de la Palabra de Dios. Ella produce la fe, ésta acepta su autoridad y le obedece. El Señor ha hablado, y esto le basta a la fe.
Pero Jesús va a dirigirse a Pedro de una manera más poderosa. Se propone mostrarle en presencia de quién se halla, y de este modo alcanzar su conciencia. Él, el Creador, quien ordena a todas las cosas, reúne en pleno día los peces, allí donde de noche no hubo ninguno, y llena las redes de Pedro. Las colma de tantas bendiciones que los vasos humanos no pueden contenerlas sin romperse. Ellas sobrepasan las necesidades del discípulo. Sus compañeros vienen con otra barca, la que también de llena amenaza con hundirse. Tan abundantes son las riquezas dadas por el Señor de gloria.
Pedro ve toda esta bendición (v. 8), pero por primera vez lo coloca, tal cual es, en presencia de aquel que es la fuente de ella y quien la administra. Por eso no es sólo la palabra de Jesús la que lo asombra, sino también Él mismo y la gloria de su persona. Un fenómeno se produce en su alma. La bendición no le causa alegría, sino que le conduce a la convicción de pecado y al temor, puesto que ella lo pone en presencia del Señor de gloria. Por otra parte, el sentimiento de su estado, al provocarle la aterradora certidumbre de que Jehová debería rechazarlo, le hace caer a los pies de Jesús como único recurso.
Asimismo el Salmo 130:1-4 nos muestra un alma que clama por el socorro de aquel a quien ha ofendido. Si Él mira a los pecados, está perdida. En efecto lo está si la cuestión del pecado no ha sido resuelta; pero el Dios ofendido perdona: ¡Dios es conocido en su amor!
¡Qué conocimiento bendito para el pecador es el de su verdadera condición, el del juicio que merece y el de la santidad del Señor! “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”. Pedro se considera pecador e indigno de la presencia de Dios; tiembla ante su santidad y su justicia. Por el momento sólo sabe de una manera instintiva lo que es la gracia e ignora que Dios puede seguir siendo justo al justificar al que es de la fe de Jesús; pero está a sus pies, no huye, porque, si hay alguna esperanza, allí está.
Mientras se ocupaba en lavar sus redes, no conocía ni a Dios ni a sí mismo. Ahora conoce al uno y al otro. Hay algo notable: no juzga lo que ha hecho, sino lo que es, pues dice “soy hombre pecador”. Muchas almas reconocen que deben arrepentirse de sus actos culpables y los juzgan, pero no llegan a ver el origen de esos actos. Debajo de los pecados se halla “un hombre pecador”. El sentimiento de la presencia de Dios nos abre los ojos, nos muestra lo que somos y nos hace ver que no existe otro refugio más que el que nos brinda aquel que nos podría condenar.
“El temor se había apoderado de él”; pero el Señor nunca deja subsistir el temor en su presencia; habla y disipa el temor, porque es el Señor de gracia. Deja subsistir lo demás; no atenúa en absoluto los efectos de la obra producida en el alma, pero quita el temor. ¡“Apártate”! No, el Señor no se retirará jamás; responde: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Si yo no te hubiese hallado para salvarte, no podría salvar a otros por medio de ti. Además de hacer feliz a Pedro, le concede una nueva bendición: en adelante Él podrá utilizar su servicio. En lugar de seguir siendo pescador, vendrá a ser un siervo capaz de abandonarlo todo para seguir a Jesús.
2. Pedro va hacia Jesús sobre las aguas (Mateo 14:22-33)
Jesús acababa de saciar de pan a los pobres de Israel, según la profecía del Salmo 132:15, cumpliendo así su papel de Mesías en medio de un pueblo que no lo recibía como tal. Después de haberles hecho ese bien había despedido a las multitudes, separándose simbólicamente de ese Israel al que iba a dejar por un tiempo.
Al anochecer, el Señor subió solo a un monte apartado, a orar. Entonces sobrevino la noche para los doce, a quienes Jesús había hecho entrar en la barca. Había terminado sus relaciones con el pueblo, pero existía para Él un remanente que bogaba hacia la otra orilla. Los discípulos estaban angustiados, solos durante esas horas tenebrosas, en medio del mar agitado por la tempestad, cuando, a la cuarta vigilia de la noche (hacia las tres de la madrugada), el Señor se encamina hacia ellos. Su venida es señal de la renovación de las relaciones con aquellos a quienes llamará de nuevo pueblo suyo (Oseas 2:23). Va a su encuentro sobre el mar encrespado, en medio de dificultades que nada significan para sus divinos pies, pero que para aquéllos serán el camino para que aprendan a conocerle. Así es como utilizará el “tiempo de angustia para Jacob” (Jeremías 30:7). Es una escena conmovedora, de la cual nosotros, los cristianos, podemos sacar una lección moral, pero lo que nos concierne más personalmente es lo ocurrido entre Jesús y Pedro.
El primer acto de Pedro había sido echarse a los pies de Jesús, reconociendo su estado pecaminoso; el segundo es ponerse en camino para ir a su encuentro. Nunca sería excesiva la insistencia sobre este punto:2 lo que debe seguir a nuestra conversión es que nos pongamos en camino para ir al encuentro del Señor. Esto es anterior al servicio. Pedro no contaba más que con la promesa de ser hecho pescador de hombres y ya se sentía impulsado a ir a su encuentro. Dirige sus miradas sobre aquel que viene de la cima del monte, y esto no es más que el principio de las revelaciones gloriosas que recibirá acerca de la persona de Cristo.
Amado lector, ¿salió usted ya a su encuentro? Si no lo hizo al principio de su conversión, no sobrepasó el conocimiento de la salvación, porque no puede aspirar a un conocimiento más profundo de Cristo —como Pedro lo adquirió más tarde— si primeramente el Señor en su venida desde el cielo no es hecho su objeto y no le ha llenado a usted del deseo de ir hacia Él.
En un primer momento, este conocimiento está aún poco desarrollado en Pedro: “Señor, si eres tú” dice. Pero le es suficiente para ponerse en camino; para él, todo depende de la identidad de esta persona, y, si es Él, su palabra le basta a Pedro para abandonar la barca: “Manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. Era algo serio dejar el lugar de relativa seguridad para arriesgarse a andar por donde no había camino; pero, como ya lo dije, la palabra de Cristo le bastaba. Conocía bien el poder de ella. A su palabra había echado la red, y a su palabra se pone en camino. Ella le basta para andar sobre las aguas, así como le había bastado para hacerle conocer al Salvador.
“Manda que yo vaya a ti”. Al pedir esta gracia, Pedro no tiene la idea de hacer una experiencia, ni de dar muestra de su habilidad para vencer los obstáculos; lo que quiere es ir hacia Él. Cristo lo atrae. Por el momento no piensa en el viento, ni en las olas, porque si bien el corazón natural ignora el camino que lleva a Cristo, la fe halla una senda en las dificultades de cualquier clase, en la noche y la tempestad, y aprovecha esa fe para acercarse al Señor. Ella es la que deja la barca, único abrigo aparente, no estimándolo como verdadero lugar seguro, y, según la notable expresión de un antiguo filósofo, ella «se embarca en una palabra divina» para llegar hasta Jesús, cuya presencia vale mucho más para ella que el hecho de llegar a la otra orilla.
Se empieza bien; la primera fe y el primer amor, la sencillez de un corazón lleno de un objeto nos sostiene, y luego, ¡desgraciadamente!, la mirada se deja desviar del mismo. Satanás había procurado turbar a los discípulos infundiéndoles temor de Jesús (v. 26), pero pronto oyen de su boca que deben tener ánimo. Entonces el enemigo espanta a Pedro con las dificultades. ¡Qué locura de nuestra parte es escucharlo! ¿Acaso las dificultades no nos llevan a Cristo? ¡Qué pobres incrédulos somos! Tanto en las pruebas como frente a las necesidades lo único que no deberíamos perder de vista —la potestad divina— ¡es precisamente lo que olvidamos!
En la escena que precede (v. 17), los discípulos no se habían olvidado de contar los panes y los pescados, ni de calcular los recursos de las aldeas vecinas, pero no habían contado en absoluto con la presencia del Señor. De igual modo Pedro, después de haberse puesto en camino, se pone a pensar en la violencia del viento y a examinar sus fuerzas, olvidando que tiene ante sí un poder de atracción más fuerte que el imán para llevarlo infaliblemente hasta Jesús; y entonces empieza a hundirse.
¿Quién no ha estado a punto de hundirse como Pedro? La Iglesia y los individuos ¿no han corrido la misma suerte? Pero sale un grito de la boca del discípulo: “¡Señor, sálvame!”. No ya: “Apártate de mí”, sino lo contrario, porque el Salvador es conocido por el creyente, quien sabe que su atributo es el de salvar. Pedro pide auxilio cuando está a punto de llegar a la meta; Jesús no tiene más que extender su mano para atraerle. ¡Un minuto más de fe y el discípulo no se habría hundido! Y nosotros, ¿dudaremos todavía? Nos está permitido dudar de muchas cosas, pero jamás de Cristo. Tengamos confianza en aquel que es capaz de salvarnos hasta el final, porque la tempestad no se calmará hasta que el Señor y los suyos estén reunidos definitivamente.
- 1Omito a propósito las consideraciones tan interesantes a las que puede dar lugar el primer encuentro de Pedro con el Señor en los otros evangelios. En el evangelio de Juan (1:41-42), entre otros, Pedro lo conocía por haberle sido presentado por su hermano Andrés, quien ya había encontrado en él al Cristo.
- 2Aquí no hacemos más que una aplicación individual de este pasaje, el que nos presenta apropiadamente, para completar el extenso cuadro del capítulo 14, la posición de la Iglesia, salida del judaísmo, para ir al encuentro de Cristo, por la fe en su palabra y los ojos fijos en Él, allí donde, en apariencia, no había ningún camino.