12. El alma restaurada (Juan 21:15-17)
Después de haber satisfecho a todos sus discípulos, testimoniándoles así un amor que no hacía ninguna distinción entre ellos, el Señor lleva a Pedro aparte y le pregunta: “Simón, hijo de Jonás ¿me amas más que éstos?”. Pedro amaba al Señor, pero había un discípulo que lo amaba, no diré más, pero sí mejor que Pedro. Mientras este último estaba ocupado en su servicio, Juan estaba pendiente del Señor. Jamás se nombra a sí mismo como el discípulo que amaba a Jesús, sino como el discípulo a quien Jesús amaba. Lo que le parecía maravilloso consignar era que Jesús amase a un ser tal como él, y no se cansa de repetirlo. Jonatán amaba a David como a sí mismo, y sin embargo no sacrificó su posición por él (1 Samuel 18:1; 20:42); el amor de Abigail, al que más se parece el de Juan, no era más que la conciencia de ser amada por semejante hombre, ella, “una sierva para lavar los pies de los siervos de su señor” (1 Samuel 25:41). Juan, como María Magdalena, estaba pendiente de la persona y del amor de Cristo, por eso puede reconocer a Jesús rápidamente y no tiene necesidad, como Pedro, de que alguien le diga: “¡Es el Señor!” (Juan 21:7; 20:16). Pedro se echa al mar, con toda la impetuosidad de su naturaleza, para reunirse con Él y mostrarle todo su afecto; Juan se contenta con ser el objeto del amor de Jesús.
“¿Me amas más que éstos?”. Pedro había dicho que lo amaba más y, sin embargo, lo había negado. El Señor —por así decirlo— lo toma de la mano y vuelve con él al punto de partida de su caída, a su confianza en sus propias fuerzas y en su amor por Cristo. En las últimas conversaciones del Salvador con sus discípulos, tres afirmaciones de Pedro expresan claramente el estado de su alma: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33); “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Lucas 22:33) y “Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti” (Juan 13:37). El Señor va a retomar estas tres afirmaciones, empezando por la primera: “Aunque todos se escandalicen”. “¿Me amas más que éstos?”. Todos ¡desgraciadamente! le habían abandonado, pero ¡únicamente Pedro lo había negado! Pedro, pues, no puede apoyarse más sobre su amor para compararse a otros. En su humillación ya no confía en sus sentimientos, sino al conocimiento que tiene el Salvador, y Éste sabía... “Sí, Señor; tú sabes que te amo”. No añade: «más que éstos», pues se compara a Cristo y con humildad estima a los otros superiores a él mismo.
Entonces Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Es de la humildad, unida al amor por el Señor, de donde procede el pastorado espiritual en favor de las almas jóvenes. Cuando el Señor encuentra estas cosas en los suyos, les puede confiar tal oficio. Otros dones, quizás, no estén también absolutamente vinculados al estado interior; pero, para atender realmente las necesidades de las almas frágiles se necesita abnegación y mucho amor, no solamente por éstas, sino también por Cristo.
“Apacienta mis corderos”. Esta única frase nos muestra lo que ellos son para Jesús y el valor de lo que el Señor confía a Pedro. Ellos son su propiedad. El corazón de Cristo no había cambiado en cuanto a Simón; al primer paso que da el discípulo en el penoso camino que lleva a la completa restauración, el Señor le confía lo que Él ama. El corazón de Pedro estaba quebrantado, pero sostenido por Cristo en este estado. Jesús no lo sondea tres veces para darle una respuesta tan sólo después de la tercera, sino que la da tras la primera. ¡Qué delicadeza de afectos y de cuidados acompañan a la disciplina! Si las tres preguntas hubiesen sido hechas sin agregar el estímulo de una promesa tras cada una, este corazón afligido por su falta habría quedado abatido por una tristeza demasiado grande. La promesa, por el contrario, lo sostiene cada vez que es sometido al golpe destinado a quebrantarlo. Es como la zarza ardiente que la gracia impedía que fuese consumida (véase Éxodo 3:2). Jesús sondea a Pedro tres veces, porque él había negado a Jesús tres veces. A la última ¿qué queda de él? Nada más que lo que el Señor puede ver y ha producido. Aflicción, sin duda, pero unida a la certidumbre de que este amor, fruto de Su amor, sepultado a los ojos de todos bajo las manifestaciones de la carne, la sola mirada de Cristo y su conocimiento de todo sabrían distinguirlo y reconocerlo. “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”. De la segunda pregunta resulta el pastoreo de las ovejas, como consecuencia de la tercera la alimentación de todo el rebaño es puesta por fin entre las manos de Pedro. Entonces, cuando la gracia le hace volver los ojos sobre sí mismo, se ve obligado a apelar al Señor para que Él descubra lo que Pedro se resiste a descubrir. Sólo entonces se encuentra en posesión de una bendición completa y sin reserva.
13. Sígueme (Juan 21:18-19)
Pedro, confiando en sí mismo, había dicho: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Lucas 22:33). Una vez que el alma del discípulo ha sido quebrantada, el Señor lo puede instruir: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas adonde querías”. Al principio de su carrera, él disponía, por así decirlo, de su propia fuerza (el cinto es lo que fortalece los riñones del hombre;1 la confianza en sí mismo era el resultado de ello. Iba adonde quería y así andaba con independencia. “Mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará adonde no quieras”. Al final de su carrera, cuando la vejez hubiera abatido su fuerza natural, dependería de otro para juntar alguna fuerza y debería consentir en ser guiado por otros, quienes lo llevarían adonde su voluntad jamás lo habría conducido. Pedro había dicho: “no sólo a la cárcel, sino también a la muerte”. Esto tendría lugar, pero de ninguna manera merced a las fuerzas del hombre, sino a causa de la debilidad del anciano. “Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios”. Dios sería glorificado con el completo quebrantamiento del hombre cuando, sintiéndose viejo y endeble y siendo conducido por otros contra su voluntad, parecería haber llegado a ser un instrumento inútil. Habitualmente ¡qué mal juzgamos lo que conviene a Dios y lo honra! Cuando, heridos en nuestros cuerpos, quizá en nuestra inteligencia, somos arrumbados por los hombres, cuando, sintiendo nuestra inutilidad, nos sentiríamos tentados a decir, como el mundo, que ya no somos buenos para nada, Dios declara que le somos útiles. Hasta aquí el discípulo, con toda su energía, más bien había deshonrado que glorificado al Señor. Ahora el hombre va a envejecer, a debilitarse, a morir y, ante su muerte, Dios dice: Esto es lo que me glorifica. Ello se debe a que esta gloria no se realiza más que en vasos quebrantados, dependientes, que no tengan más fuerza que la de Dios.
Entonces Jesús le dice: “Sígueme”. Responde a la pregunta hecha antaño por Pedro: “¿Por qué no te puedo seguir ahora?” (Juan 13:37). Desde entonces va a poder seguirle.
Pedro se vuelve y ve que les seguía Juan, “el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor ¿quién es el que te ha de entregar?” (21:20). Tres cosas caracterizan aquí al discípulo amado. Él tenía la convicción de ser objeto del amor de Cristo, tenía confianza en Cristo solamente y su actitud durante la cena mostraba que tenía con el Maestro una intimidad de comunión que otros no poseían. No hay motivo más sencillo para seguir a Jesús que éste: su amor, que nos resulta conocido, nos lleva tras Él, este amor gana naturalmente nuestra confianza y nos pone en comunión con el Señor. Ahora le era permitido a Pedro que siguiera al Señor paso a paso, pasando por la muerte. Las experiencias de sí mismo, antes de haber “vuelto” (Lucas 22:32), estaban terminadas a partir de ese momento; había perdido confianza en él y ganado confianza en Cristo; ahora entraba en el bendito camino en el cual iba a aprender a poner en práctica la dependencia hasta la muerte. Digo: «iba a aprender» porque esta dependencia no se aprende de un solo golpe y de una vez, cualquiera sea la profundidad del trabajo efectuado en el alma. “Cuando ya seas viejo”, dice el Señor; Pedro debía ser probado hasta la muerte y ahí, como para su Señor, se vería la culminación de una vida destinada a glorificar a Dios. Juan tiene otra misión: no está destinado a seguir el camino de Cristo con una muerte violenta, sino a quedar figuradamente hasta que el Señor venga, asistiendo a la decadencia y a la ruina de la Iglesia y, en relación con ella, a la poderosa venida del Señor, cuyo cuadro —en relación con el reino— habían visto los discípulos en el monte santo. Pero Juan también sigue al Señor. No tenía necesidad, como Pedro, de una orden o de un estímulo para seguirlo, pues el amor lo atraía tras Él.
Mientras siguiese al Señor, Pedro no tenía por qué preocuparse de los demás. “¿Qué a ti? Sígueme tú”. En el momento en que uno se vuelve, cesa de seguir y se detiene. Esto es algo serio. Para seguirlo, hace falta unidad de pensamiento y un ojo sencillo. Pedro no podía estar pendiente a la vez de Juan y de Cristo. Para seguir bien al Señor hace falta que Él se haya apropiado tan poderosamente de nosotros que no nos pertenezcamos más. Es éste el único medio de llevar valerosamente nuestra cruz; estimamos que sólo Jesús vale la pena ser seguido aquí abajo, incluso al precio de una vida de sufrimientos. Los discípulos lo siguieron de dos maneras: antes y después de la cruz. En el primer capítulo del evangelio de Juan, Jesús le dice a Felipe: “Sígueme”; en el último capítulo, le dice a Pedro: “Sígueme” (v. 43). En el primer caso, antes de la cruz, los discípulos lo habían abandonado todo para seguirlo, pues tenían fe en Él, pero el andar de ellos se detuvo ante el Calvario, y todos huyeron. Pedro persistió más, y lo siguió de lejos; pero ya vimos dónde terminó esto.
Más allá de la cruz, el camino interrumpido prosigue, pero desde entonces los discípulos siguen a un Cristo resucitado, celestial, quien imprime su carácter al andar de ellos. Este andar se convierte en celestial. Antes de la cruz, aunque con otros motivos y sentimientos que los de los discípulos, la multitud podía seguirlo; después de la cruz, el mundo ya no puede hacerlo, pues para ello hace falta ponerle fin al viejo hombre y tener el poder del Espíritu, dos cosas que sólo el creyente encuentra en la muerte y la resurrección de Cristo.
Quiera Dios darnos una sostenida y siempre creciente intensidad de energía para seguirlo. Si le seguimos a Él, quien nos ha dejado su modelo con el fin de que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21), llegaremos a ser modelos para otros. Nuestro inmenso privilegio es el de poseer en Él al hombre modelo que anduvo aquí abajo con una perfección absoluta y al hombre modelo santificado para nosotros en el cielo; pero si le seguimos —lo repito— podemos llegar a ser modelos para nuestros hermanos. El apóstol Pablo decía: “Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros” (Filipenses 3:17). Pablo no se proponía como quien debía ser seguido —lo que habría sido sustituir a Jesús—, pero ofrecía el ejemplo de un hombre que, no teniendo por objeto más que esta bendita persona, se había puesto a seguirla aquí abajo y corría hacia ella teniéndola por meta en la gloria. Así la personalidad de Pablo no ocultaba a sus hermanos la persona del Señor, sino que, muy al contrario, la ponía en plena luz como el único objeto digno de ser seguido, ¡digno de ser alcanzado!
- 1Es interesante ver en la Palabra que uno se ciñe para andar (Éxodo 12:11), para servir (Lucas 12:35) y para combatir (Efesios 6:14).