5. Contemplarle en la gloria (Mateo 17:1-8; Lucas 9:28-36; 2 Pedro 1:16-19)
Llegamos a un nuevo acontecimiento en la vida espiritual del discípulo. Después de haber aprendido que las bendiciones sólo pueden conseguirse mediante la muerte y resurrección de Cristo, Pedro y sus dos compañeros obtienen el favor de contemplar desde aquí al Señor Jesús viniendo en gloria. Tienen el privilegio de ver dónde desemboca el penoso camino que comienza en la cruz y de disfrutar semejante visión.
Este espectáculo dejó una profunda impresión en el espíritu de Pedro, quien más tarde comprendió todo su alcance. En el capítulo primero de su segunda epístola, después de haber puesto ante los ojos de los santos las condiciones de entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, al recordar la transfiguración les expone en qué consiste este reino: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Éste es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (v. 16-18).
Todas las verdades concernientes al reino se resumían en la persona de Cristo: su potestad y su venida; su majestad era allí visible; la honra y la gloria le eran dadas allí por Dios el Padre desde la magnífica gloria. Se trataba, pues, de él solo en la transfiguración. Era preciso que los discípulos supiesen desde ese momento quién era el Cristo que acababa de hablarles de su humillación y de su cruz. Era preciso que Pedro aprendiese a conocerle, no sólo como al Hijo del Dios viviente, dispensador de todas las bendiciones celestiales a los suyos, sino como a un hombre que era declarado Hijo amado del Padre desde la gloria. Era preciso que lo contemplase como centro de esta gloria, un hombre del cual no sólo emanaba toda bendición, sino al cual se elevaba todo honor y gloria, cual objeto único en la tierra y en el cielo. Era necesario que en los oídos del discípulo resonase esta voz suprema que declaraba que todos los afectos y pensamientos de Dios estaban concentrados en este hombre. Fuera de Él, no había nada. Cuando la voz dijo: “A él oíd”, a nadie vieron, sino a Jesús solo, y si él les hubiese sido quitado ¡el mismo cielo hubiese quedado solitario y vacío!
La segunda verdad revelada a Pedro en el monte es que los hombres, sujetos a iguales incapacidades que nosotros, estaban asociados al Hijo del hombre en su gloria. ¡Hecho notable! Moisés y Elías no correspondieron a la responsabilidad que había sido depositada en ellos, por lo cual tuvieron que ser detenidos antes de haber recorrido hasta el fin el camino de la fe. Elías, por lo menos, se vio privado de la bendición inherente a ese camino en cuanto a su cargo de profeta (1 Reyes 19:16). Nótese bien que estos dos hombres eran muy grandes, porque representaban, a los ojos de los discípulos, la ley y los profetas. Sin embargo, Moisés hirió la peña por segunda vez, olvidando santificar a Jehová en medio de los hijos de Israel (véase Números 20:7-12), y tuvo que morir en el monte Nebo, frente a la tierra prometida; Elías se acostó debajo de un enebro, deseando morir; luego pleiteó contra Israel delante de Dios y debió traspasar su oficio de profeta al ungir a otro en su lugar.
Y no obstante —maravillosa gracia— están en la misma gloria que Jesús, gloria debida a Cristo y conferida a los suyos en virtud de su obra. Moisés y Elías no adoran aquí; hablan con Él, señal de una completa intimidad. El tema de la conversación es la muerte del Señor. ¡La gloria es el resultado de la muerte y su muerte es el tema de lo que se habla en la gloria!
En tercer lugar, Pedro tiene en el monte santo una visión completa de lo que constituye el reino: un Cristo glorioso; santos resucitados —de quienes Moisés es figura, puesto que murió y se ve aquí en resurrección—, santos transmutados —simbolizados por Elías, quien fue llevado al cielo sin pasar por la muerte (2 Reyes 2)— y, finalmente, santos terrenales representados por Pedro y sus condiscípulos. Éstas son verdades proféticas muy conocidas, a las que me refiero como al pasar y acerca de las cuales el apóstol pudo decir: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19).
6. La Casa del Padre (Lucas 9:34-36)
Acabamos de ver cómo los discípulos fueron llamados a gozar de la gloria de Cristo antes de su manifestación. Tal escena, cuyo alcance no comprendían en aquel entonces, más tarde serviría de apoyo para la autoridad de su apostolado. Nosotros no hemos sido llamados a contemplarla bajo ese punto de vista, de modo que sólo la conocemos por el testimonio de los apóstoles. Pero actualmente también tenemos nuestra escena de gloria, porque leemos: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
Sin embargo, el monte santo no es sólo la escena de la visión futura o la contemplación presente de dicha gloria, sino que también ofrece a los discípulos una parte íntima con Cristo. Este Pedro, reprendido unos días antes por el Señor, es invitado por gracia a entrar con sus compañeros donde jamás hombre alguno había penetrado antes que ellos. La nube cubre a los discípulos y ellos entran con Jesús. ¡Qué cosa terrible para un judío! ¿Cómo no “temer” al entrar en la presencia de Jehová, de quien la nube era la morada solitaria? ¿Cómo no temblar al recordar que hasta el sumo pontífice, al penetrar en el santuario, debía envolverse en una nube de incienso para no morir? Pero los discípulos pueden tranquilizarse: la nube no será más para ellos la morada del Jehová de Israel, sino ¡la Casa del Padre! La presencia de Cristo en la nube es el medio para revelarles el nombre de Aquel que habita en ella. Y llegan a ser, no sólo —como Moisés y Elías— los compañeros del Hijo del hombre en la gloria, sino los del Hijo en la Casa de su Padre. De hecho, morar en la gloria es una bendición futura que ningún santo, incluso los que duermen, alcanzó todavía; morar en la Casa del Padre es una parte tanto presente como futura.
Si hablando del porvenir puedo decir: “En la casa de Jehová moraré por largos días” (Salmo 23:6), también puedo exclamar, hablando del presente: “Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo” (Salmo 27:4). Apenas convertido, el hijo pródigo es introducido en esta Casa del Padre, y allí, luciendo el mejor vestido, con toda la dignidad de hijo, participa de los bienes del Padre y del gozo que él siente al conferírselos (véase Lucas 15:11-32). Esta Casa es la secreta morada de la comunión.
En la transfiguración, muchas cosas atraían la atención de los discípulos: el rostro de Cristo resplandeciente como el sol, sus vestidos blancos como la luz, Moisés y Elías, esos personajes famosos que aparecían en gloria. En la nube no hubo nada semejante. Como Pablo al ser arrebatado al tercer cielo, los discípulos no ven nada, pues Moisés y Elías desaparecen; pero es para que presten atención a las palabras que resumen todo el pensamiento de Dios.
Mientras Pedro veía a Moisés y Elías, olvidaba la preeminencia de Cristo. “Hagamos tres enramadas”, dijo. Así como lo hacen inconscientemente muchos creyentes, quería poner la ley y los profetas al mismo nivel que Cristo asociándolos a él. ¡Pobre discípulo! ¡Cómo se muestra poco digno de esta escena! ¡Sus palabras, su sueño y su temor traicionaban el estado de su alma! ¡Cuanto más resplandecía la perfección de Jesús, tanto más se multiplicaban las imperfecciones de Pedro! Y así lo vemos en cada ocasión hasta que llega a juzgarse plenamente a sí mismo. El Espíritu le comunica fuerza, la carne se la quita; el Espíritu le proporciona conocimiento, la carne se muestra ignorante, sobre todo de la cruz; el Espíritu le hace contemplar la gloria, la carne rebaja esta gloria al nivel de los hombres que fracasaron. Ocurrirá así en la escena del tributo (Mateo 17:24-27), en la cena, en Getsemaní, en el patio del pretorio, hasta que Pedro sepa lo que es la carne y reciba el poder de lo alto.
Pero la magnífica gloria, en lugar de alejar a los discípulos los atrae a Cristo, les coloca a sus pies como discípulos, diciéndoles: “A él oíd”, y Pedro, con ellos, es introducido en los pensamientos del Padre acerca del Hijo amado. Sí, la Casa del Padre es el sitio de esta revelación. Los discípulos —ya lo hemos dicho— oyen una sola frase, breve expresión del pensamiento que la presencia del Hijo hace salir de la boca del Padre, pero es una frase que resume todo lo que se encuentra en su corazón: “Éste es mi Hijo amado; a él oíd”. Tal es nuestra bendición actual. Hemos recibido la comunicación del secreto del Padre; hoy nos introduce en una intimidad con él de la que gozaremos con más plenitud en la eternidad, pero que no podrá ser más grande. Allí veremos todo el despliegue de la gloria de Cristo y en esta gloria seremos vistos, pero ahora somos depositarios del pensamiento del Padre que nos revela al Hijo, del Padre que el Hijo nos revela. Una vez que la voz se hace oír, Jesús se queda solo con nosotros. Escuchándole, aprenderemos cada vez mejor lo que el Padre es para Él y para nosotros.
7. La relación con el Hijo (Mateo 17:24-27)
En el monte, Pedro había visto a hombres asociados con Cristo en la gloria del reino; introducido enseguida en la nube, había entrado en la comunión con el Padre acerca de su Hijo.1 Aquí, en la escena de las dracmas, el Señor asocia con él a su discípulo, no en la gloria futura, ni en un gozo celestial actual, sino aquí abajo, en la tierra, como un hijo de Dios que anda teniendo conciencia de su dignidad de hijo. Cuando el Señor les muestra a sus discípulos los compañeros de su gloria, llega un momento en el que estos últimos desaparecen, dejando a Jesús solo, “porque de tanto mayor gloria que Moisés es estimado digno éste” (Hebreos 3:3), a fin de que esta gloria sea reconocida en toda su preeminencia; pero, cuando el Señor asocia a Pedro con Él como hijo, lo pone y lo guarda en la misma relación que la de Él con su Padre. Estas tres frases: “Los hijos están exentos”; “para que no les demos motivo de escándalo” y “dáselo por mí y por ti” (V.M.) son la expresión bendita de esta relación.
¡Cuán poco conocemos y apreciamos esta última! Ser hijos de Dios, poseer una relación que no es inferior a la de Jesús hombre con Él, resulta algo increíble, imposible, si ella no nos fuera afirmada por Dios. Apresurémonos a añadir que Cristo es Hijo de Dios bajo dos aspectos: como “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18), tiene una relación que nosotros no tenemos ni tendremos jamás, pero, como hombre, él es llamado Hijo de Dios (Salmo 2:7, Lucas 1:35), y nos coloca en esta relación, la que no ofrece más que una sola diferencia entre él y nosotros: él la tiene según su valor y su dignidad personal (por eso Dios, cuando Jesús aparece en este mundo, lo saluda con estas palabras: “Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy”; Salmo 2:7), mientras que nosotros somos únicamente hijos en virtud de su obra. Pero es maravilloso pensar que nuestra relación es absolutamente la misma: “Mi Padre y vuestro Padre... mi Dios y vuestro Dios”. “Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Juan 20:17; Romanos 8:15; compárese con Marcos 14:36); ¡“herederos de Dios y coherederos con Cristo”! (Romanos 8:17).
Pero lamentablemente, como en todas las ocasiones, ¡la miseria de los pensamientos naturales queda en evidencia en el pobre discípulo! Cuando decía: “Señor, ten compasión de ti, en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22), sus pensamientos eran humanos, es decir, ¡satánicos! ¡Como si Jesús hubiese podido pensar en escatimarse a sí mismo! En el monte, Pedro no sabía “lo que decía” (Lucas 9:33). Era una falta de inteligencia querer hacer de una escena futura una escena actual. Podríamos comparar las palabras de Simón (“Bueno es para nosotros que estemos aquí”, Mateo 17:4) con las de los cristianos actuales que esperan en la presente economía un reino de Cristo en la tierra por medio del Evangelio. Además, su falta de inteligencia introducía algo junto a Cristo: otra autoridad junto a la suya. Como lo dije antes, esto es lo que hacen tantos cristianos que mezclan la ley y la gracia: la gracia nos salva y la ley es nuestra regla de conducta. Los pensamientos terrenales de Pedro escandalizaron a Cristo, por lo cual él reprende enérgicamente a su discípulo; pero, en el monte, Dios responde con gracia a su ignorancia (¡qué condescendencia!) poniendo a Cristo ante él como el único a quien debería oír.
En la escena de las dracmas vemos en el discípulo el deseo de reclamar para su Maestro el carácter de un celoso judío. Es como el deseo, tan frecuente en nuestros días, de adaptar a Cristo a la religión de un mundo que lo ha rechazado, para hacer que éste lo acepte, lo reconozca y lo honre. Pedro hubiese querido que Jesús no fuera tratado como extraño al sistema oficial y que no pareciera querer separarse de éste. El Señor le muestra a su discípulo que Él avanza teniendo en vista a Dios y no a un sistema. Si desde entonces Cristo resultaba extraño al judaísmo, era porque este último resultaba extraño a Dios, mientras que, respecto a Dios, Jesús es Hijo. Además, el Señor del templo no debe pagar el impuesto para el templo; él, el Creador, que tiene todo poder sobre la creación, no puede ser asemejado a la criatura; él, a quien incluso un pez del fondo del mar le trae el impuesto, no debe pagarlo.
¡Cuán miserables son los mejores pensamientos del hombre librado a sí mismo para apreciar a Cristo! Por eso el Señor jamás puede, en sus conversaciones, reconocer la inteligencia de Pedro, salvo en el caso en que este último había recibido una revelación del Padre que la carne y la sangre no habrían podido enseñarle. Pero, como lo hemos dicho, la gracia responde a la locura del discípulo. El soberano acepta esta posición de humillación, no merecida, para no darles motivo de escándalo. No procura combatir un sistema que Dios había abandonado, pero al que todavía no había juzgado. Aquel que realmente era ya rechazado no quiere escandalizar a los hombres que lo rechazan. Aunque es Hijo, acepta la posición de dependencia en que se le coloca. Además, no quiere que, de rehusarse a pagar las dracmas, su pobre discípulo quedase humillado y desairado ante el mundo. ¡Qué condescendencia!
Pero hace más; en su respuesta, revela a Pedro su asociación con Él como Hijo del Dios soberano. En el monte, los discípulos habían recibido la revelación del Padre acerca del Hijo; aquí, Jesús revela a su discípulo una maravillosa relación de familia. Los dos son hijos de Dios; pero Pedro lo es solamente en virtud del hecho de que Cristo se humilló para salvarnos. ¡Tales bendiciones son actuales! En el monte había tres pobres pecadores sumidos en el temor, el sueño y la ignorancia, llamados a entrar en la Casa del Padre para tener comunión con él acerca de su Hijo; aquí, en Capernaum, vemos a un débil discípulo —cuyo celo humano por honrar a Cristo tiene como efecto rebajarlo— que es llamado tal como es a andar con él, en una constante humildad, pero ¡también consciente de su dignidad de hijo de Dios!
- 1Destaco que no se trata, en esta meditación ni en las siguientes, de cómo Pedro captó las cosas que le fueron reveladas, sino del alcance de las revelaciones que le fueron hechas. En realidad, Pedro y sus compañeros no comprendieron estas cosas y no gozaron de ellas hasta después del don del Espíritu Santo.