3. Conocimiento personal de Cristo (Mateo 16:13-23)
Pedro había aprendido a conocer al Señor como aquel que respondía a sus necesidades: Salvador en cuanto a sus pecados, Salvador en cuanto a su debilidad. Ahora el discípulo va a ser introducido en un conocimiento más profundo y maravilloso. Aprenderá lo que el Señor es en sí mismo.
Siempre es así: el creyente avanza paso a paso en el conocimiento de Cristo. Sin embargo, no es la fidelidad de Pedro la que le proporciona esta nueva bendición; ella le es otorgada por la fidelidad de Dios, quien lo apartó de entre los hombres para hacerle tal revelación. El Padre —y no carne ni sangre— le había revelado estas cosas (v. 17).
Una vez introducido por el Padre en el centro de la bendición, Pedro es colocado en presencia del Dios viviente. En el Hijo del hombre reconoce a Cristo, objeto de todas las promesas y con el cual se vinculan todos los consejos de Dios; pero este Cristo es “el Hijo del Dios viviente” (v 16). No es tan sólo ese hombre nacido en el mundo a quien Dios declaró Hijo suyo, diciendo: “Mi Hijo eres tú; yo te engendré hoy” (Salmo 2:7), sino que es “el Hijo del Dios viviente”; posee un poder vivificador que pertenece únicamente a Dios, cuya plenitud habita en Cristo.
Los hombres —de entre los cuales Pedro había sido separado para recibir tal revelación gloriosa— ignoraban por completo la grandeza de Jesús. Para ellos era simplemente el hijo de José, o a lo sumo uno de los profetas. Se hallaban ante esta majestad sin conocerla, ya que para ello es imprescindible una revelación del Padre. A partir de ese momento Pedro conoce al Salvador en su gloria personal, fuente y centro de toda bendición. Por eso el propio Jesús llama “bienaventurado” a Simón, hijo de Jonás. El cielo le es abierto y posee una dicha inigualable1 .
Pero el Padre no puede manifestar a Simón la gloria personal de su Hijo sin que el Hijo revele a su discípulo las relaciones de ella con la bendición individual y colectiva de los rescatados. “Yo también te digo...”. Cristo le declara lo que deriva de su carácter de Hijo del Dios viviente.
- “Tú eres Pedro”; como el Padre te reveló mi nombre, yo te hago conocer el tuyo. Tienes individual y oficialmente un sitio en el edificio que se fundará sobre esta revelación.
- Como desde entonces es conocido el fundamento de este edificio (debía ser puesto más tarde en la declaración del Hijo de Dios con poder, fruto de la resurrección de entre los muertos), el Señor declara que edificará sobre ese fundamento su Iglesia, de la cual Pedro es una piedra viva: “Edificaré mi iglesia”. Debía ser la Iglesia de Cristo y pertenecerle, cual objeto de su interés y amor. Para nosotros esto es un hecho: ella existe y le pertenece.
Y ustedes, amados lectores, ¿comparten en alguna medida el interés y los sentimientos de Cristo por su Iglesia? Por gracia de Dios, hay corazones que laten por ella y que, no obstante su ruina, son capaces de comprender su hermosura porque la miran con los ojos del Salvador y la valoran por el precio que él pagó para conseguirla, diciendo de ella como en otro tiempo el Espíritu acerca de Israel: Dios “no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel” (Números 23:21).
Este cimiento —Cristo resucitado y exaltado en el cielo— da a la Iglesia un carácter celestial. Indudablemente, ella es edificada en la tierra, pero su fundamento está en el cielo, más allá de las puertas del hades. Allí se halla ya. El poder de la muerte, quebrantado por Cristo resucitado, quien tiene “las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:18), no puede y no podrá nunca prevalecer contra ella. - En virtud de esta declaración, una nueva época iba a abrirse. Israel sería reemplazado por el reino de los cielos, del cual Pedro tendría las llaves; él sería llamado a introducir a los judíos y gentiles en una nueva escena de bendiciones en la tierra. Habría en este mundo, en razón de la revelación del Hijo del Dios viviente, un terreno sobre el cual se profesaría pertenecer a él. Pedro iba a ser, según veremos en los Hechos, el instrumento previsto para dar entrada en esta profesión bendita. Tendría, por decirlo así, la administración exterior e interior del reino, las llaves y el poder de atar y desatar. El conocimiento personal de Cristo abre todos los círculos de bendiciones ante los ojos de Simón Pedro, y él es colocado en el centro de la bendición, el cual es Cristo, para contemplar el vasto dominio que de ahí proviene1 .
Por lo tanto, terminaban las relaciones de Israel con un Mesías terrenal (Mateo 16:20). Más tarde, estas relaciones se reanudarán; pero desde ese momento el Señor revelaba a los discípulos un cambio total en sus esperanzas y su posición, las que, de terrenales, pasarían a ser celestiales.
¡Qué gloriosas verdades contiene la revelación hecha a Pedro! ¡Qué preciosos privilegios! Pero he aquí una nueva revelación inesperada: estos privilegios son la consecuencia de la muerte de Cristo; son obtenidos por medio de ella y, para tenerlos, necesitamos aceptar la cruz: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario... padecer mucho... ser muerto, y resucitar el tercer día” (v. 21). Pedro no puede admitir que Cristo tenga que sufrir tal oprobio. ¿No podía cumplir sus gloriosos designios sin morir? Y tomando a su Maestro aparte, comienza a reprocharle, diciendo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (v. 22). Había en sus palabras un afecto natural por Cristo, pero descubrimos que Pedro no había comprendido y apreciado la revelación recibida, la que sólo a ese precio puede pertenecernos. Además, estas palabras denotan que no quería semejante envilecimiento, ni para Cristo —que le prometía tales ventajas— ni para sí mismo, ya que, con los doce, formaba el cortejo del Mesías.
Pero si bien podemos distinguir, en alguna medida, los motivos naturales de Pedro para reprender a Jesús, un hecho, del cual no sospechaba, es que Satanás se servía de él para dar ocasión de caída a Cristo. Los peores y más peligrosos instrumentos del Enemigo son los mismos creyentes que, no obstante poseen la verdad y disfrutan de ella, temen el oprobio y la enemistad del mundo.
Retroceder ante la cruz es negar el cristianismo y ésta es la tendencia de nuestros corazones naturales. Nuestras relaciones con el mundo lo atestiguan en demasía; él nos tolera cuando osamos hablarle de acontecimientos futuros o de algunas verdades que no conciernen a las fuentes mismas del cristianismo, pero, si le hablamos de la cruz o de la sangre de Cristo, nos desprecia. No nos agrada esto, porque querríamos evitar el oprobio, y así merecemos la severa reprimenda del Señor.
¡Qué humillación para Pedro! Cae de la altura de las revelaciones divinas a la convicción de hacer el papel del Enemigo frente a Cristo. Pedro, quien había confesado a Cristo como el Hijo del Dios viviente, quien era una futura piedra viva de la Iglesia, quien estaba revestido de la autoridad del reino, tiene que oír cómo su Maestro le dice: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!” (v. 23).
Pero también ¡qué locura dirigirse al Hijo del Dios viviente para reprenderle y sugerirle lo que debe hacer! ¡Ah, cuán poco se conocía Pedro a sí mismo y a Aquel que el Padre acababa de revelarle!
Este relato nos revela lo que es la carne en el creyente, vista como en su mejor día, con sus mejores intenciones. Retrocede ante el oprobio, ofende a Cristo y Satanás puede identificarse con ella. Pedro, después de haber sido introducido en la presencia del Dios viviente, aprende que sus pensamientos naturales no están en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. Estas palabras lo resumen todo: las cosas de los hombres son aquellas sobre las cuales Satanás tiene dominio. ¡Los hombres y Satanás están de perfecto acuerdo!
4. Ir en pos de Él (Mateo 16:24-28)
Vemos aquí a los discípulos que son llamados a seguir a Cristo. Para ir en pos de Él se necesitan las dos cosas que vimos en el capítulo precedente, a saber: El conocimiento personal de Cristo y el conocimiento de la cruz. Pedro había recibido la primera y retrocedía ante la segunda; pero sólo la cruz quita los obstáculos para seguir a Cristo. Tenemos aquí nuestro punto de partida, nuestro primer paso en la senda cristiana, porque el creyente no puede dar un solo paso a menos que parta desde el pie de la cruz. Esto contradice los pensamientos rutinarios y la enseñanza cotidiana del hombre religioso, la que se circunscribe a esto: «Dad el primer paso hacia Cristo, abandonad vuestros vicios, consagraos a Dios, y su gracia os ayudará». Nunca habló Dios de esta manera. El mismo comienzo de la historia de Pedro es prueba de ello. La Palabra nos enseña que Dios dio el primer paso hacia el hombre y que ese primer paso condujo al Señor a la cruz, mediante la cual el hombre comienza a serle agradable. Tal es, pues, nuestro punto de partida para ir en pos de Él.
Veamos en qué condiciones podemos andar por ese camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (v. 24). La mayoría de los cristianos interpretan estas palabras así: Es preciso renunciar a ciertos pecados, a ciertas concupiscencias. Pero la Palabra nos advierte que es necesario “negarse a sí mismo”. Pero ¿cómo podemos hacerlo? Sólo con el poder del nuevo hombre, porque la vieja naturaleza no puede despojarse a sí misma. Es necesario ser un nuevo hombre para poder considerarse despojado del viejo hombre y decir: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Para el nuevo hombre, la carne ya no tiene derechos ni lugar; él la considera muerta. La consecuencia es que el cristiano —y sólo él— puede renunciar a todo. ¿Qué son para el nuevo hombre las costumbres y las concupiscencias carnales? Destaquémoslo: no se trata de realizar un esfuerzo para liberarse de esas ataduras. Lo que nos libera es el conocimiento de un juicio efectuado sobre nosotros en la cruz y de la nueva posición del hombre en Cristo. La lucha entre las dos naturalezas viene a continuación.
“Negarse a sí mismo” es hacer lo que Cristo hizo, aunque de manera distinta, porque en él no había viejo hombre al que juzgar. Anduvo con el poder absoluto del nuevo hombre que nunca conoció la servidumbre del pecado, como lo prefiguraba la “vaca alazana, perfecta… sobre la cual no se haya puesto yugo” (Números 19:2). Como hombre, reveló una voluntad intachable, y la sometió enteramente: “No sea como yo quiero, sino como tú” dijo (Mateo 26:39). Tenía derechos, y renunció a ellos; tenía todo poder, y fue crucificado en debilidad; entró en escena negándose a sí mismo, y salió de igual modo, consumando tal negación con el don de su propia vida.
“Tome su cruz”. Es el resultado del renunciamiento de sí mismo. El que se negare a sí mismo por entero no hallará satisfacción en lo que el mundo le ofrece, sino únicamente motivos de dolor. Cristo no respondió a las tentaciones con la indiferencia, sino con el sufrimiento: “Él mismo padeció siendo tentado” (Hebreos 2:18). Millares de creyentes creen que toman su cruz cuando son probados o cuando la mano de Dios se posa sobre ellos para disciplina. No hay ninguna cruz en esto. Observad las palabras: “Tome su cruz”. Esto no es recibir las aflicciones de la mano de Dios, sino tomar voluntariamente —yo diría «gustosos»— el peso del sufrimiento que el mundo nos presenta (Hechos 5:40-41). Cuanto más sigamos a Cristo con el poder del nuevo hombre, tanto más real y pesada será esta carga. Pues, como la nueva naturaleza, no siente ningún apego a lo de aquí abajo, no encuentra en el mundo más que enemistad contra su Salvador y contra lo que es nacido de él.
“Y sígame”. Seguirle es la consecuencia de las dos condiciones precedentes. Seguirle, es imitarle; imitarle, es formar nuestras conductas y pensamientos con su molde.
Para poder ir en pos de Él hacen falta, pues, estas tres cosas: negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirle. ¿Dónde está el poder para realizarlas? En Lucas 22:33, Pedro se hacía ilusión en cuanto a este propósito, pues suponía que este poder residía en sus buenas intenciones, en sus decisiones, en su amor hacia el Salvador. ¡Cuántos creyentes piensan de igual modo! Dirían gustosamente: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte”, pero este poder no proviene del ser humano (más adelante veremos este tema), sino que está esencialmente vinculado a dos cosas: al don del Espíritu Santo —poder de lo alto para nuestro andar— y a la pérdida de toda confianza en la carne. Simón Pedro obtuvo esta desconfianza en sí mismo merced a una caída provocada por Satanás (Marcos 14:66-72); Pablo, en cambio, la obtuvo por medio de Dios, a través del conocimiento de un Cristo glorioso (2 Corintios 12:1-10). Cuando Pedro es quebrantado por completo, el Señor le dice definitivamente: “Sígueme” (Juan 21:19). Y el discípulo, andando en pos de Jesús, se halla capacitado para atravesar la muerte y vencer cualquier obstáculo hasta alcanzar a Cristo en la gloria.
Hermanos: ¡sigámoslo hasta el final! Como lo vamos a ver en el capítulo 17 de nuestro evangelio, desde ahora podemos tener la bendita recompensa, desde aquí abajo podemos aprender a conocerlo en la gloria.
- 1 a b Destaco que no se trata, en esta meditación ni en las siguientes, de cómo Pedro captó las cosas que le fueron reveladas, sino del alcance de las revelaciones que le fueron hechas. En realidad, Pedro y sus compañeros no comprendieron estas cosas y no gozaron de ellas hasta después del don del Espíritu Santo.