6. La aparición de Cristo
La diferencia entre la venida del Señor y su aparición en gloria consiste en que, en la primera, viene a buscar a los creyentes y, en la segunda, viene con los creyentes.
Por eso en la Palabra el reino está siempre en relación con su aparición. Entonces Él ejercerá su poder y “dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra” (Salmo 72:8). Este acontecimiento será absolutamente inesperado. El mundo, sumido en un profundo sueño y sordo a toda advertencia bajo el efecto de la energía de error que le habrá sido enviada, creerá a la mentira y se confiará al principal instrumento de Satanás: el anticristo. Los hombres pensarán en que por fin hallaron la dicha al olvidar a Dios: “Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mateo 24:38-39).
Este repentino acontecimiento se manifestará esparciendo el terror en un mundo indiferente. “Como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día” (Lucas 17:24).
Busquemos ahora en la Palabra algunos detalles relativos a la “aparición” de Cristo. Después de haber descrito la tribulación, nuestro Señor prosigue: “E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria...” (Mateo 24:29-30). Por medio del profeta Joel, Dios expresa asimismo: “Daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová” (Joel 2:30-31). Habrá entonces señales en lo alto y aquí abajo, las cuales anunciarán la aparición de Cristo, cuando venga con las miríadas de sus santos y “todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él” (Apocalipsis 1:7).
Esta escena será de una grandeza solemne, pues será, en efecto, “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). Dios manifestará públicamente —y en su propia gloria— a Aquel que otrora fue rechazado y crucificado, pero que volverá como el Hijo del hombre para establecer su soberanía sobre el universo. Traerá consigo a aquellos que durmieron en Jesús (1 Tesalonicenses 4:14), asociados en la gloria a su Señor, así como otrora estuvieron asociados a él en su rechazo; pues Él vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos aquellos que hayan creído (2 Tesalonicenses 1:10).
Así expuesto el hecho mismo y la manera en que aparecerá, vamos a señalar ahora algunos de los acontecimientos que acompañarán su venida. Tenemos en primer lugar la destrucción de sus enemigos. Sigue entonces la conversión de Israel. “En aquel día yo procuraré destruir a todas las naciones que vinieren contra Jerusalén. Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadad-rimón en el valle de Meguido. Y la tierra lamentará, cada linaje aparte; los descendientes de la casa de David por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de la casa de Natán por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de la casa de Leví por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de Simei por sí, y sus mujeres por sí; todos los otros linajes, cada uno por sí, y sus mujeres por sí… En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 12:9-14 y 13:1).
Tan pronto como la Iglesia haya sido alzada, Dios comenzará a obrar por su Espíritu en los corazones de algunos individuos pertenecientes a su antiguo pueblo. Los Salmos y los profetas mencionan constantemente este remanente. Se arrepentirá teniendo el sentimiento de la santa indignación de Dios contra su pueblo a causa de su apostasía. Este sentimiento, unido a la terrible prueba que atravesarán los israelitas, caracterizará sus súplicas. En ese momento, cuando el horno de aquella tribulación arda más fuerte que nunca, aparecerá el Señor. Ellos le reconocerán instantáneamente y mirarán a él, a quien traspasaron. El verdadero José —Cristo— se dará a conocer a sus hermanos (Génesis 45). Ello los sumirá de pronto en una amarga tristeza y en la humillación debida a su pecado. Pero será hecha propiciación por ello también, y entonces podrán decir: “He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará…, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Isaías 25:9).
No sólo el remanente de Jerusalén será conmovido, pues vemos que en relación con la aparición del Hijo del Hombre “enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mateo 24:31). Dondequiera que estén, ninguno quedará fuera de su vista, sino que todos serán traídos para compartir las bendiciones del reino que Él establecerá. Veamos Isaías 11:12: “Levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra”. Es posible que ello se cumpla inmediatamente después del comienzo del reinado de Cristo, ya que luego de la manifestación de su poder y de su gloria, después que venga “con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego”, algunos de los salvados serán enviados a declarar Su gloria entre los gentiles. Está escrito en Isaías 66:15-20: “Traerán a todos vuestros hermanos de entre todas las naciones, por ofrenda a Jehová, en caballos, en carros, en literas, en mulos y en camellos, a mi santo monte de Jerusalén, dice Jehová, al modo que los hijos de Israel traen la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová”).
Es preciso aún notar otro acontecimiento de gran importancia en relación con el establecimiento del reino y que probablemente lo prepara. Después de haber descrito la destrucción de la “bestia”, del “falso profeta” y de quienes los habían seguido, Juan dice: “Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años” (Apocalipsis 20:1-3). El Señor afirmará así su poder en juicio sobre la trinidad del mal —Satanás, la bestia y el falso profeta—, quienes se alzaron contra él y usurparon su autoridad con blasfemia. Al mismo tiempo, liberará a su pueblo —los elegidos de Israel— y preparará así el advenimiento de su imperio milenario.
Cristo se asociará en su reinado varias clases de personas. Los creyentes de la época actual reinarán con él. Esto es declarado tan claramente que no puede haber duda alguna al respecto: “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12). La Escritura enseña que otras personas están designadas en vista de esta exaltación particular. Juan dice: “Vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Ésta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años” (Apocalipsis 20:4-6). Aquellos que están sentados sobre tronos y a quienes el juicio les es dado, son, en primer lugar, los “ejércitos” que han seguido a Cristo al salir del cielo (19:14), los creyentes que fueron arrebatados anteriormente al encuentro del Señor en el aire (1 Tesalonicenses 4:13-17); en una palabra, la Iglesia y los santos de las épocas precedentes. Habrá aún otras dos clases: primeramente aquellos que fueron martirizados durante la dominación del anticristo, los que fueron “decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios”; a continuación, aquellos que resistieron a sus seducciones y que, firmes ante sus amenazas, rehusaron recibir su marca distintiva. En señal especial del favor y la aprobación del Señor, y en recompensa a su fidelidad en medio de la infidelidad general, tendrán parte en la primera resurrección. En consecuencia, estarán asociados a Cristo en su reino. Participarán tanto en Su dignidad sacerdotal como real, honor maravilloso que heredarán por gracia de Aquel que ha tomado nota de sus sufrimientos y se regocija por su constancia en pro de Su nombre y de Su testimonio.
Pretender que la resurrección de la cual se habla aquí (Apocalipsis 20:5) no es más que figurada, quita toda la fuerza de este pasaje. Si así fuera, la resurrección y el juicio descritos al final del capítulo también serían figurados y toda la verdad acerca del juicio final sería destruida. Palabras tan claras no pueden ser despojadas de su significado, por no mencionar su perfecto acuerdo con otras porciones de la Palabra de Dios.
¡Preciosa perspectiva para los santos de Dios! ¡Cómo se regocijarán, no tanto de su asociación con Cristo en los esplendores de su reinado —por indescriptible que sea este honor—, sino del hecho que Él recibe el lugar que le pertenece por derecho y por precio! Hay grandes voces en el cielo para celebrar este acontecimiento: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban sentados delante de Dios en sus tronos, se postraron sobre sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado” (Apocalipsis 11:15-17).
Pero ¡cuál será el terror de este pobre mundo cuando vea venir en poder y en gloria a Aquel a quien rehusó y rechazó, para juzgar todas las cosas según su inmutable justicia! “El Señor vendrá así como ladrón en la noche... cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-3).