8. El gran trono blanco y el estado eterno
El milenio cierra la larga serie de épocas terrenales. Los designios de Dios acerca de la tierra, en gracia, misericordia o en juicio, están terminados. La tierra y el cielo desaparecen de delante de Aquel que está sentado sobre el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11). El juicio final ante el gran trono blanco se ubica entre el fin del milenio y la apertura del estado eterno; pero, antes de ello, tiene lugar un acontecimiento de una importancia considerable. Es la destrucción de la tierra y el cielo por medio del fuego. Pedro habla de ello de la siguiente manera: “El día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas... los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán” (2 Pedro 3:10-12).
El día del Señor, introducido por la aparición del Señor al principio del milenio, cubre el período íntegro de los mil años. Cuando llega a su fin, tiene lugar la destrucción de la tierra y el cielo. Ella está incluida en el día del Señor, aunque al tocar a su fin; por eso Pedro dice: “el día... en el cual”. El mismo acontecimiento está mencionado en el Apocalipsis con las palabras “delante del cual huyeron la tierra y el cielo” (20:11), sin dar las causas de su desaparición; pero, como lo vemos en Pedro, el fuego es el instrumento elegido por Dios para la destrucción de la escena presente. Luego viene el gran trono blanco; el último juicio tiene lugar, pues, luego de la desaparición de la tierra y el cielo. El carácter de este juicio reclama un examen más completo.
Primeramente, consideremos lo concerniente al Juez. Según varios pasajes está claro que el Señor Jesús es quien se sentará sobre el gran trono blanco. Él mismo dijo: “El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre... Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:22-27). Las palabras de Pablo concuerdan con ello cuando dice, en Filipenses 2:10-11, que toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. Por eso, El que en esta tierra fue antaño rechazado y crucificado, será quien se siente para juzgar a los que lo desecharon como Salvador y Señor; pues el Padre quiere que todos los hombres honren al Hijo como le honran a Él mismo. Al hacerle sentar sobre ese trono de juicio, Dios venga públicamente a Cristo en presencia de los hombres y los ángeles y hace de Él el objeto del honor y homenaje universales. De manera que todo hombre que haya rehusado reconocerle durante el día de la gracia deberá al fin doblar la rodilla ante Él, como reconocimiento de su señorío y de su supremacía. Ha venido a ser el árbitro del destino eterno de todos sus enemigos.
El trono sobre el cual Cristo se sienta es descrito como “grande” y “blanco” (Apocalipsis 20:11). La dignidad del que lo ocupa requiere que sea grande. Su color es un símbolo del carácter de los juicios que van a ser pronunciados, todos ellos según la santidad de la naturaleza de Dios.
Es un juicio de personas, no de cosas, y no alcanza más que a los incrédulos. Citemos aún a Juan en Apocalipsis 20:12-15: “Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Ésta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego”. Al leer atentamente este pasaje, enseguida se ve que no hay traza de un solo creyente en esta innumerable masa de almas.
Como ya se ha visto, todos los creyentes son levantados al encuentro del Señor en el aire en ocasión de su segunda venida (1 Tesalonicenses 4:16-17). No queda, pues, además de los incrédulos dejados en sus tumbas cuando su regreso, más que dos clases: los santos y los rebeldes del milenio. Como no morirán los primeros y que la escena del gran trono blanco no comprende más que a “los muertos” (Apocalipsis 20:12), quienes están ante Él para ser juzgados son únicamente los malvados e incrédulos.
Se llega a esta misma conclusión aun de otra manera. Encontramos como base del juicio dos especies de libros abiertos: los libros de las obras y el libro de la vida. Ahora bien, está dicho que “fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (v. 12) y, a continuación, que “el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (v. 15). Así que son juzgados por dos razones: una positiva y otra negativa. Sus obras son reveladas y concurren como evidencias en contra de ellos, y la ausencia de sus nombres en el libro de la vida demuestra que no tienen ningún derecho a la misericordia o a un favor. No se ve ni uno que sea hallado en el libro de la vida; por consecuencia, el motivo de la sentencia resulta de sus obras.
Por otra parte sabemos que “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado” (Romanos 3:20). Como alguien lo dijo: «Otro elemento es puesto en evidencia. Sólo la soberana gracia salva según el propósito de Dios: hay un libro de la vida. Cualquiera que no sea hallado inscrito en él, es echado al lago de fuego. Es la escena de separación final , la cual cierra todo para la raza humana y este mundo. Aunque cada uno es juzgado según sus obras, la soberana gracia ha librado a algunos, y cualquiera que no se halla inscrito en el libro de la gracia es echado al lago de fuego. El mar ha devuelto los muertos que estaban en él; la muerte y el Hades también han devuelto a quienes estaban en ellos. La muerte y el Hades llegan a su fin para siempre por medio del juicio de Dios. Ellos son considerados como el poder de Satanás. Él tiene el poder de la muerte y las puertas del Hades, por lo cual la muerte y el Hades son destruidos judicialmente para siempre. Entonces, el último enemigo —la muerte— es “sorbida... en victoria”, pues “preciso es que él (Cristo) reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:54, 25)».
Antes de dedicarnos al estado eterno, nos es necesario considerar 1 Corintios 15:22-28: “Como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos”.
Este pasaje es muy notable, pues su alcance abarca todas las épocas. El tema del apóstol Pablo es la resurrección. Por eso, después de haber establecido el hecho de que todos mueren en Adán, y la verdad correspondiente que todos serán vivificados en Cristo —es decir, todos los que están en relación con Cristo, como el primer todos comprende a todos los descendientes de Adán— nos indica el orden en el cual ella se cumplirá. La resurrección de Cristo es las primicias de esta cosecha maravillosa: aquellos que son de Cristo deben ser recogidos a su venida. “Luego el fin”. Pero, entre este “luego” y el que le precede se ubica el milenio, de modo que “el fin” nos lleva al extremo de este período, e incluso más lejos, hasta que el juicio del gran trono blanco haya terminado.
Es preciso observar este punto, ya que es el fin del reino mediatorio como tal. Entonces vemos que Cristo entrega el reino a Dios Padre. Como todas las cosas le han sido sujetas, él da el reino a Aquel que se las sometió y toma el lugar de un sujeto, a fin de que Dios pueda ser todo en todos. Con la entrega de su reino terrenal llega el final. En adelante, como hombre glorificado, él mismo estará sujeto. Pero recordemos que su deidad esencial permanece para siempre; en efecto, el término “Dios” empleado allí en su sentido absoluto, comprende al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. ¡Maravillosa revelación! Así sabemos que durante toda la eternidad él conservará su humanidad glorificada, encontrándose en medio de los rescatados, hechos todos a su imagen, como “primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Tenemos en este pasaje, pues, por un lado la entrega del reino terrenal y por otro la introducción en el estado eterno, en el cual Dios es todo en todos.
Sin embargo, la descripción más completa del estado eterno la encontramos en el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más” (21:1). Isaías había hablado de “nuevos cielos y nueva tierra” (Isaías 65:17), pero sólo en un sentido moral en relación con el milenio. Pedro toma este pasaje para darle, bajo la dirección del Espíritu Santo, un significado más profundo: “Esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). Pero en el Apocalipsis vemos en la visión el cumplimiento de la promesa. Se nos dice, además, que “el mar ya no existía más”. El tiempo de la separación ha pasado, y cada parte de la nueva escena es llevada ante Dios con una belleza ordenada. Todo será según su propio pensamiento. Entonces aparece la santa ciudad. “Yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:2-4).
Varios puntos precisan ser señalados en esta bella descripción de la perfección del estado eterno. Primeramente la santa ciudad desciende del cielo, de Dios. Está por encima de la Jerusalén terrenal durante el milenio; pero ahora, aunque Juan se remonta a su origen y carácter, ella desciende más abajo, hasta posarse en la nueva tierra que acaba de ser formada. La tierra milenaria no podría haberla recibido. En efecto, por grande que haya sido la bendición de la que ella había gozado, se hallaba aún imperfecta; no era pues un lugar para el tabernáculo eterno de Dios. Ello está reservado para la nueva tierra en que habite la justicia; allí la santa ciudad tendrá una morada permanente.
Luego destaquemos su descripción. Está “dispuesta como una esposa ataviada para su marido”. Los mil años han pasado y la ciudad está ahora revestida con su belleza de esposa. La edad no puede deslucir su juventud; ella todavía es una Iglesia gloriosa, sin “mancha ni arruga ni cosa semejante” (Efesios 5:27). Una gran voz proclama: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres” (Apocalipsis 21:3). Podemos deducir de ello que la Iglesia glorificada es la morada de Dios. Al igual que en el desierto las tribus estaban ubicadas en orden alrededor del tabernáculo, encontramos aquí hombres —los creyentes de otras épocas— agrupados en torno al tabernáculo de Dios en el estado eterno. Dios dijo a su pueblo Israel en el desierto: “Pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Levítico 26:11-12; ver también Ezequiel 37:26-27). En la eternidad, en el despliegue de su gracia, según los designios de su amor, su palabra será cumplida según la perfección de sus propios pensamientos. Su habitación estará con los hombres. Dios mismo habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Él será su Dios.
Vemos enseguida cómo son bendecidos los habitantes de esta escena. No habrá ni rastros de lo que aquí abajo nos causa aflicción o angustia. Primeramente “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 21:4). Dios mismo quitará las señales de las penas precedentes. ¡Qué infinita ternura! Como una madre seca tiernamente las lágrimas de su hijo, así Dios tendrá placer en enjugar las de sus santos. No correrán nunca más, pues “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor”. ¡Cuántas lágrimas ha arrancado la muerte a quienes fueron privados de sus seres queridos en este mundo! Todas estas cosas, estas nubes sombrías, habrán desaparecido para siempre ante el resplandor y el gozo perpetuo de la presencia eterna de Dios.
“Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (v. 5-8). Así que todo es hecho nuevo; la nueva creación ha llegado a su término. Todo, por dentro y por fuera, es muy bueno, perfecto, ya que es medido por la santidad de Dios. Es, pues, una escena en la cual Él puede morar con satisfacción y delicia. Todo ha surgido de Él mismo y todo concurre para su gloria, pues Él es “el Alfa y la Omega, el principio y el fin”.
La escena termina con el anuncio de la gracia, de la promesa y del juicio. Todos los que tengan sed podrán recibir gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará todas esas cosas. Nótese que no se trata del Cordero. La razón de ello —ya lo hemos dicho— es que el propio Hijo estará sujeto a Aquel que puso todo bajo sus pies, a fin de que Dios sea todo en todos.
“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:36).