Introducción
Del libro de Rut se desprende un encanto particular, de modo que este breve relato ejerce un gran atractivo incluso sobre el más indiferente de los lectores.
Se trata de una historia de amor de otro tiempo, en la cual se mezclan tristeza y gozo, faltas y consagración, vida y muerte, cuyo fin es la llegada del día de las bodas y el nacimiento del heredero.
El escenario da descanso al espíritu al transportarnos a regiones campestres en compañía de segadores y espigadores.
No obstante, para el cristiano que lee las páginas sagradas teniendo a Cristo como meta, el libro de Rut presenta un interés más profundo que adquiere un significado más rico, porque discierne en todas las Escrituras “lo que de Él dicen” (véase Lucas 24:27).
Desde el punto de vista histórico, este libro nos presenta importantes eslabones en la genealogía humana del Señor Jesús. Termina con una breve lista de diez nombres, siendo el último el del rey David. En el primer capítulo del Nuevo Testamento, esos diez nombres ocupan un lugar de honor en la ascendencia del Rey de reyes, pero con la diferencia de que el Espíritu de Dios los asocia a cuatro nombres de mujeres, de las cuales una es Rut la moabita. Llama la atención el hecho de que cada una de esas mujeres estén vinculadas a episodios caracterizados por el pecado y la infamia, haciendo resaltar que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Por consiguiente, el libro de Rut es un testimonio de la gracia de Dios que, trece siglos antes de la venida del Rey, aseguraba la línea de la cual tendría que ser descendiente, triunfando sobre todos los desaciertos y fracasos del pueblo y engrandeciéndose al introducir una extranjera —una moabita— en la genealogía del Rey.
El pueblo de Dios se encontraba en un período de ruina y debilidad; no obstante, es evidente que Dios no se dejaba detener por ese estado sino que proseguía sus caminos, llevando a cabo sus propósitos para establecer su Rey. Aún más, Dios se sirvió de las circunstancias del momento y de la ruina del pueblo para llevar a bien lo que determinó hacer. ¿Quién hubiese pensado que un tiempo de hambre en Belén tendría relación con el nacimiento del Rey en esta misma ciudad trece siglos más tarde? Sin embargo, fue así, porque el hambre fue un eslabón de la cadena de las circunstancias que introdujeron a Rut la moabita en la descendencia del Rey.
Para nosotros que vivimos días en que el pueblo de Dios se caracteriza por una ruina y una debilidad aún más acentuadas, encontramos consuelo para nuestros corazones y descanso para nuestro espíritu al ser conscientes de que más allá de todos los fracasos del hombre responsable a través de las edades, Dios lleva siempre adelante el cumplimiento de sus designios en Cristo, para la gloria de Cristo y la bendición de su pueblo, ya sea éste terrenal o celestial. Además, ni el poder del enemigo, ni la oposición del mundo, ni los fracasos de su pueblo pueden impedir que Dios lleve sus consejos de bendición a su gloriosa realización. De la misma manera que en la historia de Rut, todo conduce al día de las bodas, así también para Israel, todo concurre al establecimiento de su relación con Cristo; y también la Iglesia avanza ineluctablemente hacia el gran día de las bodas del Cordero.
Desde el punto de vista tipológico, el libro de Rut muestra que el cumplimiento de todas las promesas de Dios relativas a Israel se funda, en lo sucesivo, en su sola gracia soberana ya que la nación perdió todo derecho a la bendición sobre la base de su propia responsabilidad. Ofrece un llamativo contraste con el libro que le precede. El libro de los Jueces revela la decadencia del hombre siempre en aumento a pesar de la intervención y ayuda divinas, y termina con las escenas más sombrías de tinieblas y degradación moral. El libro de Rut traza la actividad de la gracia de Dios, a pesar de la ruina del hombre, y culmina con una escena de gozo y bendición.
Además de su alcance histórico y tipológico, este libro es también rico en instrucciones morales y espirituales. Aprendemos algo de los caminos fieles y misericordiosos de Dios para con nosotros durante nuestra vida personal, ya sea a fin de salir de nuestras tinieblas naturales para llevarnos a la luz de su propósito en Cristo para con nosotros, o para restaurarnos en sus caminos de gracia cuando nos hemos alejado de Él. Deseamos meditar en este conmovedor relato principalmente bajo el aspecto de su enseñanza moral.
Capítulo 1
Rut la extranjera
“Jehová abre los ojos a los ciegos... levanta a los caídos...
guarda a los extranjeros; al huérfano y a la viuda sostiene”
(Salmo 146:8-9)
El primer versículo de Rut sitúa los acontecimientos de este libro “en los días que gobernaban los jueces”. El último versículo del libro precedente nos muestra que la época de los jueces se caracterizaba por dos rasgos. Primero, “en estos días no había rey en Israel”. Segundo, “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25).
En efecto, es muy delicada la condición de un país en el cual cada uno hace lo que bien le parece, ¡de manera que no se hace nada de bueno! Su fin es el predominio de la voluntad propia, que rechaza todo límite y tolera todo desenfreno. Tal era la condición a la cual había llegado el pueblo de Dios durante el tiempo de los jueces. Desgraciadamente, bajo muchos aspectos, esta triste situación se encuentra en el mundo de hoy y en la cristiandad profesante. Los mismos principios están en vigor, produciendo los mismos resultados. La voluntad propia del hombre, que encuentra insoportable toda obligación, rechaza cada vez más cualquier forma de autoridad. Resulta que el conjunto del sistema mundial está en vías de desmoralización y cae rápidamente en la ruina y en el caos.
Pero mucho más grave aún es el hecho de que esos mismos principios, que siembran la confusión en el mundo, actúen entre el pueblo de Dios con los mismos resultados desastrosos. Por eso, vemos a ese pueblo dividido, dispersado, sin que se detenga el proceso de desintegración. El ejercicio de la voluntad propia excluye la autoridad del Señor y rechaza la función directora de la Cabeza. Como el mundo, la gran masa de cristianos hace lo que bien le parece. Estos principios ya estaban en acción durante los tiempos del apóstol Pablo, ya que él debe advertir a los cristianos a no dejar de asirse de la Cabeza (Colosenses 2:19), y comprueba con dolor que “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21).
Desde el momento que dejamos de buscar todos nuestros recursos en Cristo —la Cabeza exaltada de la Iglesia, la cual es su cuerpo—, desde que no actuamos más bajo la dirección del Señor y bajo el control del Espíritu Santo, nos ponemos a hacer lo que nos parece bien a nosotros mismos.
Puede que no hagamos nada malo, desde el punto de vista moral, a los ojos del mundo; y hasta podemos ser activos en buenas obras, y perfectamente sinceros; pero si, en nuestras actividades, los derechos del Señor y la dirección de la Cabeza son ignorados, es simplemente nuestra voluntad propia la que actúa y hace lo que nos parece bien.
La triste consecuencia del miserable estado de Israel se halla descrita en el primer versículo de nuestro capítulo: “Hubo hambre en la tierra”. En el país que tendría que haber sido el lugar de la abundancia por excelencia —“la tierra que fluye leche y miel” (Deuteronomio 6:3)—, no había lo suficiente para responder a las necesidades del pueblo de Dios.
Desgraciadamente, los mismos males produjeron consecuencias similares en la cristiandad. Al no estar asidos firmemente de la Cabeza, y al no dar al Señor el lugar de autoridad que le es debido, los cristianos hicieron lo que mejor les parecía y formaron innumerables sectas en las cuales el pueblo de Dios está hambriento a causa de falta de alimento espiritual. La casa de Dios, que debería ser un lugar de abundancia, llegó a ser, en las manos del hombre, un lugar de hambre.
1) La prueba por el hambre
Desde el punto de vista individual, un período de hambre es un período de prueba para el creyente. El hambre es una prueba de nuestra fe. Elimelec habitaba en el país que Dios había asignado a Israel. Allí se encontraban el tabernáculo, los sacerdotes y el altar, pero en los caminos gubernamentales de Dios, el hambre también. Para Elimelec la prueba consistía en esto: ¿podría poner su confianza en Dios durante el tiempo de hambre y permanecer en el camino trazado por Dios a pesar de ello? Desgraciadamente, este hombre de Belén no estuvo a la altura de la prueba. Deseaba habitar en el país elegido por Dios separado de las naciones de alrededor durante los tiempos de abundancia, pero, bajo la presión del hambre, lo abandonó.
Del mismo modo, en la historia de la Iglesia, muchos se mostraron dichosos de estar unidos al pueblo de Dios y al testimonio del Señor cuando los incrédulos se convertían por millares, cuando todos los que creían eran un corazón y un alma, cuando “gran poder... y abundante gracia era sobre todos ellos” (Hechos 4:33). Pero cuando los cristianos profesantes comenzaron a hacer lo que bien les parecía, cuando todos buscaron sus propios intereses, mientras Pablo el gran apóstol se encontró en prisión y el Evangelio en aflicción, entonces apareció el hambre. Con el hambre vino el tiempo de la prueba, y bajo la presión que siguió, la fe de muchos fue quebrantada, al punto que Pablo debió decir: “Me abandonaron todos los que están en Asia” (2 Timoteo 1:15) y “porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21).
Asimismo, hoy tampoco escapamos a la prueba del hambre. Dios, en su misericordia, una vez más mostró a numerosos creyentes el verdadero terreno de la reunión para los suyos, y muchos, atraídos por el ministerio de la Palabra, aceptaron con gozo el camino de la separación. Pero cuando viene la prueba, cuando el número disminuye, cuando la debilidad exterior se manifiesta, y el alimento espiritual mengua, entonces estiman que ese terreno es demasiado estrecho para ellos, la debilidad es demasiado pesada, la lucha demasiado ruda. Bajo la presión de las circunstancias, abandonan el lugar y se extravían en otros de su propia elección, donde esperan escapar a la prueba y encontrar una tregua al combate.
Tal es el caso de Elimelec. Notemos que su nombre significa: «cuyo Dios es el rey». Tal vez sus padres eran personas piadosas que, viendo que no había rey en Israel, deseaban que Dios fuese rey en la vida de su hijo. ¡Desgraciadamente, como tantas veces, negamos nuestro nombre de cristianos! Cuando viene la prueba, Elimelec yerra al no obedecer a su rey. No obstante, si Dios es rey, puede mantener a los suyos tanto en los días de hambre como en los días de abundancia. Pero la fe de Elimelec no está a la altura del significado de su nombre, y entonces no puede resistir a la presión de las circunstancias. Su mujer y sus dos hijos lo siguen de manera natural.
Al abandonar el país de Dios, llegan al país que ellos eligen. Peor aún, al llegar a los campos de Moab, “se quedan allí” (Rut 1:2). En realidad, es más fácil persistir en una posición falsa que en una posición correcta. El lugar elegido por Elimelec es significativo. Sin duda que los países que rodean la tierra prometida son una imagen del mundo bajo sus diferentes formas. Egipto representa el mundo con sus tesoros y sus placeres culpables, sobre todo la servidumbre a Satanás que lleva a la búsqueda del placer. Babilonia simboliza el mundo religioso corrompido. Moab presenta aún otro aspecto del mundo. El profeta Jeremías ofrece una clave de su significado espiritual en el capítulo 48:11: “Quieto estuvo Moab desde su juventud, y sobre su sedimento ha estado reposado, y no fue vaciado de vasija en vasija”. Así, Moab evoca una vida de facilidad, que pasa tranquilamente sin grandes cambios, en la cual procura proteger esta quietud de toda forma de intrusión. Para utilizar el lenguaje del profeta, nunca sufrió ningún trasvase.
Ni Egipto con sus groseros placeres, ni Babilonia con su religión corrompida atrajeron a Elimelec. Pero Moab, que ofrecía sus bienestares y confortables descansos, ejerció sobre él un atractivo considerable como medio para escapar de las luchas y pruebas. Cuando reina el hambre, Moab constituye aún hoy una trampa temible para aquellos que un día aceptaron el terreno elegido por Dios para su pueblo. En los tiempos de hambre, pueden parecerles demasiado pesado el combate para mantener un camino de separación, demasiado penoso el constante movimiento en ese camino; son tentados de abandonar “la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12) para instalarse tranquilamente en algún valle retirado de Moab, para no sufrir el trasvase y estancarse así en sus propios negocios. Pero, como Elimelec, a menudo debemos conocer a través de amargas experiencias las consecuencias de la deserción.
Como lo vimos, Elimelec no sólo llegó al país de Moab con su mujer y sus dos hijos, sino que “se quedaron allí”. No hubo restauración para Elimelec. El país de Moab vino a ser para él el valle de sombra de muerte. Intentó escapar de la opresión mortal del hambre, pero ello fue sólo para lanzarse en los brazos de la muerte en el país de Moab. Las medidas mismas que tomó para evitar la salida fatal lo condujeron allí. Un mal paso, en lugar de alejarnos de los disturbios, nos hunde directamente en los problemas que procuramos evitar. Además, buscar el reposo en el mundo, aun en lo que no es moralmente malo en sí mismo, es buscar el descanso en objetos de los que la muerte puede arrancarnos, o quitarnos. La sombra de muerte está presente en la tierra hasta en las escenas más hermosas. Pero Cristo resucitó, la muerte ya no tiene poder sobre Él, y vale mucho más sufrir el hambre con Cristo resucitado que estar rodeado de la abundancia del mundo en compañía de la muerte.
Elimelec muere. Las tristes consecuencias de su mal paso no se limitan sólo a él. A ejemplo de Noemí, su esposa, sus dos hijos lo siguieron a Moab. Éstos se unen en casamiento a dos mujeres de Moab e infringen de este modo la ley de Dios. Diez años pasan. La muerte reclama su derecho sobre los dos hijos, y Noemí, privada de su marido y de sus hijos, se encuentra viuda y sola en un país extranjero. Cierto, Dios la abatió y afligió, pero no la abandonó. La mano que golpeó a esta mujer dolorosamente abatida es movida por un corazón que la ama. La disciplina del Señor prepara el camino de su restauración.