Su presencia y poder en el creyente y en la Iglesia
El Espíritu y el creyente
1) Nacer del Espíritu y recibirlo
Como ya lo vimos, el Espíritu Santo siempre ha obrado en el mundo, pero durante la época cristiana está presente de una manera nueva y sin precedentes. Algunos profetas lo habían dicho de antemano (por ejemplo: Joel 2:28). El mismo Jesús lo anunció (Juan 14:16), y envió el Espíritu, el día de Pentecostés, para formar y morar en la Iglesia (Hechos 2).
Pero antes de hablar de la Iglesia hablaremos de la obra del Espíritu de Dios en nosotros los que creemos.
a) Nacer del Espíritu
“Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:5-8).
Antes de poner su Espíritu en el creyente, Dios da a este último un corazón y espíritu nuevos (Ezequiel 36:26), porque el Espíritu Santo no puede habitar en un hombre mancillado por el pecado. Ese don de un corazón nuevo se llama nacer de nuevo. Es la primera de las acciones del Espíritu en aquel que despierta a la fe y cree en el Señor Jesús.
Aquel que cree, recibe una vida nueva: Dios nos salvó “por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5). Dicho de otra manera, es una nueva naturaleza.1 El creyente es hecho participante de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4; 1 Juan 5:1). Ama a Dios (Romanos 8:28), se deleita en la ley de Dios (Romanos 7:22). Encuentra su felicidad oyendo hablar de Jesús, ama a los hijos de Dios (1 Juan 3:14). Todos éstos son rasgos de esta nueva naturaleza que Dios le ha dado.
Mediante la Palabra de Dios, el Espíritu produce el nuevo nacimiento (Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23) en el corazón del creyente, su “hombre interior” (Romanos 7:22). Así existe un lazo íntimo entre la fe que recibe la Palabra de Dios y el nacimiento mediante el Espíritu. Aquel que cree en el unigénito Hijo de Dios tiene vida eterna (Juan 3:16), y esta vida proviene de arriba, del Espíritu.
En Juan 20, está escrito: Jesús “sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (v. 22). De la misma manera que Dios había soplado en Adán “aliento de vida” en la primera creación (Génesis 2:7), Jesús sopla en sus discípulos para comunicarles su vida de resurrección que caracteriza la nueva creación. Es una resurrección espiritual, y por eso dice: “Recibid el Espíritu Santo”; es el que hace entrar a los cristianos en la nueva creación (1 Corintios 15:45; 2 Corintios 5:17, V.M. nota).
Así, el Espíritu Santo:
- al pecador que cree en el Señor Jesús (la nueva vida),
- lo introduce en la nueva creación (la vida de resurrección),
- le comunica un poder de vida (la vida en abundancia).
b) Recibir el Espíritu
“A fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gálatas 3:14).
Después de darle vida (Juan 6:63), el Espíritu Santo viene a morar en el creyente (Romanos 8:11), y eso para siempre (Juan 14:16-17). Es el “otro Consolador”,2 que toma entre manos la causa del creyente como si fuese suya propia, que viene a socorrerlo, lo guarda, lo sostiene, lo consuela, lo fortalece y le testimonia de las realidades celestiales.
Es presentado como un sello* (Efesios 1:13; 4:30), las arras de la herencia* (Efesios 1:14), el don*3 de Dios (Hechos 2:38), la promesa del Padre (Hechos 1:4), la unción* del Santo (1 Juan 2:20), aquel que mora en el creyente (Romanos 8:9-11; Juan 14:17; 2 Timoteo 1:14).
Ser creyente es, pues, ser nacido de nuevo y haber recibido el Espíritu Santo. Pablo escribe: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).
2) La vida cristiana es enteramente animada por el Espíritu Santo
El Espíritu Santo nos acompaña, a nosotros los creyentes, durante toda nuestra vida. Mora y obra en nuestro corazón. Es el poder de la vida nueva que tenemos en Cristo, poder que se desarrolla en libertad, en santidad, en amor, en gozo, en paz, en vida…
a) Espíritu y libertad
La libertad cristiana que Cristo ganó para nosotros, no se disocia de la presencia del Espíritu Santo. “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17).
— Andar por el Espíritu
“Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gálatas 5:25).
Estamos invitados a andar en amor, en luz (Efesios 5:2; 1 Juan 1:7), como hijos de luz (Efesios 5:8). Todo esto podemos cumplirlo cuando andamos por el Espíritu. No se trata de aplicar reglas, sino de esperar en el Señor para recibir, a cada paso, la fuerza de su Espíritu. La ley se imponía desde el exterior, el Espíritu obra desde el interior de nuestro ser y da la fuerza de rechazar el mal y de cumplir el bien. Andar por el Espíritu es el secreto para no estar más esclavizado a los deseos de nuestra vieja naturaleza caída (Gálatas 5:16).
Por la fe realizamos este andar por el Espíritu, quien nos da el discernimiento y el poder para cumplir la voluntad del Señor, y entonces somos conducidos por él.
— Ser guiado por el Espíritu
“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14).
Para efectuar una excursión de alta montaña necesitamos un guía que nos conduzca, nos muestre el camino, nos advierta de los peligros, etc. Pues bien, el Espíritu Santo es nuestro Guía en nuestra vida cristiana. Nos conduce* para discernir y cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida de cada día. Los primeros cristianos experimentaron claramente esta dirección del Espíritu (Hechos 8:29, 39; 10:19; 11:12; 13:2; 16:6; 21:4). Aunque hoy en día las cosas estén más veladas, debemos procurar ser dirigidos por el Espíritu de Dios.
El Espíritu no nos guía por impulsos irracionales o ciegos (contrariamente a los espíritus maléficos que toman posesión de sus víctimas), sino por deseos, sugerencias, pensamientos que siempre están en acuerdo con la Escritura. Ésta permanece como la primera y última referencia para nuestra conducta.
El Espíritu nos conduce pero no toma el lugar de nosotros. Por ejemplo: los apóstoles y los ancianos escribieron: “Ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros” (Hechos 15:28). Él obra uniéndose a nuestro espíritu, no contra él o fuera de él (Romanos 8:16, 26). Por eso, el cristiano conducido por el Espíritu de Dios es siempre responsable y está consciente de lo que hace (1 Corintios 14:32).
El incrédulo es conducido por sus propios pensamientos y, desgraciadamente, a veces por las potestades demoníacas que lo dominan. El cristiano es dirigido por el Espíritu de Dios que lo libera. Ser conducidos por el Espíritu es no sólo algo propio de los hijos de Dios sino también su responsabilidad.
— La ley del Espíritu de vida
“La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2).
Digámoslo bien. No por nuestras propias fuerzas podemos realizar este andar y esta conducta por el Espíritu. Es a causa de la ley (el poder) del Espíritu de vida.
Hay una estrecha relación entre la cruz y el Espíritu. En efecto, como aún tenemos en nosotros la carne, es decir nuestra vieja naturaleza caída, necesitamos hacer morir sus manifestaciones, los miembros. Por fe aprendemos que, por su muerte en la cruz, el Señor Jesús nos ha librado de la esclavitud del pecado que nos dominaba (Romanos 6:6) y de la condenación de la ley (Romanos 8:1). Estamos puestos en una nueva condición de libertad. Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Cristo. Y es el Espíritu quien nos hace entrar, de manera práctica y experimental, en la victoria que el Señor Jesús logró para nosotros en la cruz. En efecto, por medio de él podemos hacer morir las acciones carnales y así vivir (Romanos 8:13; Gálatas 5:16).
Así somos libres porque el Espíritu nos da la fuerza interior de superar el mal y hacer el bien. Entonces la vida de Jesús se manifiesta en nuestro cuerpo mortal (2 Corintios 4:10). ¡Es muy concreto! Si es la carne la que nos anima, cuando hablamos, cuando actuamos, ¡manifestamos la muerte! Pero si es el Espíritu Santo el que nos guía, nuestras palabras y nuestras acciones manifestarán la vida, la vida de Jesús.
El Espíritu Santo libera de esfuerzos propios y da una nueva belleza, compuesta de santidad y de gracia, “adorno de gracia” (Proverbios 1:9). El Espíritu Santo jamás rebaja al creyente, ni lo limita en sus facultades, conduciéndolo a un nivel animal. Al contrario, lo ennoblece y le confiere una plena madurez. Le da una naturaleza de expresión que viene de Dios, en una vida de sacrificio que es según el amor de Jesús.
“Nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 2:13-14).
En la Biblia, la palabra “santificación” sugiere a la vez el hecho de estar separado del mal para Dios y de pertenecerle. El Espíritu Santo nos santifica cuando viene a morar en nosotros. Luego, durante toda nuestra vida nos hace crecer en la santificación práctica, dándonos la victoria sobre el pecado, pero también liberándonos de nuestro «yo» para glorificar siempre más al Señor.
— El Espíritu nos une a un Cristo celestial
“El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17).
“Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
La santificación dimana del hecho de que estamos unidos a Cristo. El Espíritu nos pone aparte para Cristo. Moralmente, nos saca del mundo para atarnos al Señor Jesús, el hombre glorificado en el cielo. Cristo es llamado el celestial, los cristianos son llamados los celestiales (1 Corintios 15:48). Su llamamiento es celestial (Hebreos 3:1). Su ciudadanía está en los cielos (Filipenses 3:20).
Estamos asociados a todo aquello de lo que Cristo —el hombre resucitado— es heredero. El Espíritu Santo que proviene del cielo ya nos ha sido dado; él es las arras* de nuestra heredad celestial. Hace crecer en nosotros afectos, deseos, pensamientos para el cielo en donde Cristo es el centro y la gloria. Así, es el potente lazo y el testigo de nuestra unión con Cristo, una unión de vida y de heredad.
El Espíritu Santo pone la mirada de nuestra fe en “las cosas que no se ven” (2 Corintios 4:18). Lo hace por medio de las Escrituras (volveremos a este tema). Nos despega de este mundo para llenarnos del mundo venidero. Por Él encontramos nuestras delicias en la perspectiva de la heredad y en el hecho de ser semejantes a Cristo quien es “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29).
Cuando respondemos a nuestro llamamiento celestial, verdaderamente podemos ser testigos de Cristo, el Celestial. Esta visión celestial nos permitirá aceptar las pruebas. Éstas, en la mano de Dios, sirven para hacer brillar la vida de Jesús en nosotros. Este camino doloroso de despojo de nosotros mismos se revela finalmente formando parte del camino de la vida. ¡Que el Señor Jesús nos anime a buscarlo en nuestras pruebas! El apóstol Pablo podía escribir: “Estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2 Corintios 4:11).
— Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo
“¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:19-20).
Un templo designa un lugar consagrado a Dios, un lugar donde Dios mora. Pues bien, para nosotros que creemos en el Señor Jesús, nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo,4 el lugar de su presencia. El Espíritu Santo no viene de vez en cuando a nosotros, sino que está presente continuamente. Así nuestro cuerpo está consagrado a Dios, como nuestra alma y nuestro espíritu. Cuando somos conscientes de esta realidad, esto influye positivamente para nuestra santificación práctica.
Somos exhortados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo, y no a pesar de nuestro cuerpo. Por medio de nuestro cuerpo, en todos nuestros miembros, nos encontramos presentes y actuando en el mundo… Por nuestras manos (nuestras acciones), por nuestros pies (nuestro andar), por nuestra lengua (nuestras palabras), podemos glorificar a Dios, siendo animados por su Espíritu y guardados en la pureza.
Nuestro cuerpo, creado por Dios y redimido por el Señor Jesús, está destinado a la gloria de su resurrección, precisamente porque el Espíritu Santo mora en él (Romanos 8:11).
— No contristéis al Espíritu Santo de Dios
“No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).
El Espíritu Santo, como lo hemos visto, es un Espíritu de santidad. Los pecados lo ofenden. No sólo las faltas que condena la moralidad de los hombres, sino los pecados interiores. ¡No dejemos que el orgullo, el rencor, el resentimiento, la crítica, el espíritu de condenación nos invadan! Estemos atentos a la voz del Espíritu en nosotros, quien nos alerta respecto de estas cosas si lo escuchamos. Si cedemos, pues, si decimos al Señor Jesús: «Señor, es verdad, he pecado…», el Espíritu Santo nos conducirá en nuestros pensamientos a la cruz, nos consolará, y nos llenará.
“Tenemos por nuestro fruto la santificación” (Romanos 6:22). El fruto, señal de la nueva vida, puede desarrollarse sólo en un clima de santidad. Si queremos conocer el poder de vida del Espíritu, debemos seguir la santidad (Hebreos 12:14). Hay muchas cosas que quizá no sean malas en sí mismas, pero ellas nos alejan de Cristo, cierran nuestros corazones a su amor y a la compasión. Cultivemos una conciencia sensible, iluminada por la Palabra. ¡Estemos atentos a todo lo que nos endurece y contrista al Espíritu Santo de Dios!
c) Espíritu y amor
— El Espíritu de adopción
“Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).
El Espíritu Santo también es un Espíritu de libertad porque nos da coraje y confianza para acercarnos a Dios y decirle: “Padre”. Él viene a nosotros, los cristianos, como el Espíritu de adopción. Establece nuestra nueva relación de hijos de Dios y nos hace conscientes de ello (Romanos 8:16). Inculca en nosotros certezas, certeza del amor de Dios, de su misericordia, de su perdón. Hace nacer en nosotros el gozo de pertenecerle (1 Tesalonicenses 1:6).
Éramos “por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2:3), ahora somos hijos de Dios. Éramos esclavos del pecado, ahora somos los hijos y las hijas de Dios 2 Corintios 6:18). Cuando somos conducidos por el Espíritu de Dios, llevamos el carácter de nuestro Padre (Romanos 8:14).
El Espíritu nos lleva en verdad a llamar a Jesús Señor (1 Corintios 12:3) para la sola gloria del Padre, y renueva nuestra libertad filial. Por el Espíritu decimos: «¡Abba, Padre!» (cariñoso Padre). Este nombre de Padre, que pronunciamos ante Dios, es realmente el clamor del Espíritu.
— El amor es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5).
El Espíritu Santo otorga numerosos dones, pero el más excelente es el del amor (1 Corintios 12:31). Este amor, su amor, Dios lo ha derramado en nuestros corazones por su Espíritu. Inunda y vivifica nuestros corazones resecos, como torrentes de agua que sumergen suelos quemados por el sol. “Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida; mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos; y brotarán entre hierba, como sauces junto a las riberas de las aguas” (Isaías 44:3-4).
Tal amor asciende a Dios en agradecimiento y adoración. Desecha de nosotros el temor y nos da la energía para luchar mediante la oración, para servir y amar a nuestros hermanos e incluso a nuestros enemigos. Se derrama hacia aquellos que nos rodean mediante hechos concretos de bondad y de abnegación.
Así, el amor que Dios nos pide manifestar hacia nuestro entorno, es en realidad el amor que él nos da. Cristo nos ha liberado para que podamos servir por amor (Gálatas 5:13-14). Entonces, bien podemos preguntarnos cada uno: ¿En qué medida se puede ver el amor de Dios en mi vida? Si no tengo amor, nada soy (1 Corintios 13:2). Es “el amor del Espíritu” (Romanos 15:30). Necesitamos ser fortalecidos por el Espíritu en el hombre interior para ser arraigados y cimentados en amor (Efesios 3:16-17).
d) Espíritu y vida
“El espíritu vive a causa de la justicia” (Romanos 8:10).
Varios pasajes subrayan la unidad entre el Espíritu Santo y la nueva vida del creyente hasta casi identificarlos. “El ocuparse del espíritu es vida y paz” (Romanos 8:6). Ahí tenemos un criterio muy importante para saber si es el Espíritu quien nos conduce o nuestro «yo». ¿Manifestamos la vida de Jesús o las obras de la carne? La diferencia es evidente (Gálatas 5:16-23).
— La comunión del Espíritu Santo
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Corintios 13:14).
“Él (el Espíritu de verdad) me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14).
Antes del nuevo nacimiento, estábamos muertos en delitos y pecados, es decir sin relación con Dios. Ahora, nos ha dado un corazón y un espíritu nuevos, una nueva naturaleza, y ha puesto su Espíritu dentro de nosotros (Ezequiel 36:26-27). Ha derramado su amor en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha dado. Así podemos adorar a Dios en espíritu y en verdad, amarlo, servirlo primero en nuestro espíritu (Juan 4:23; Romanos 1:9).
En efecto, en nuestro corazón, en nuestro espíritu, nos acercamos a Dios como a nuestro Padre para dirigirnos a él en oración y adorarle. Podemos hacerlo porque ha enviado su Espíritu a nuestros corazones (Gálatas 4:6). Para nosotros, cristianos, acercarnos a Dios no es primero acercarnos exteriormente, sino interiormente, espiritualmente. Esto es comunión.
Es el Espíritu quien nos hace disfrutar la comunión con el Padre y con el Señor Jesús. Por medio de Él, el Padre y el Hijo vienen al creyente y hacen su morada con él (Juan 14:23). Es la comunión del Espíritu,5 pues es él quien la hace sensible en el corazón. Ella se expresa por el amor, el gozo, la paz, la santidad… Esta comunión del Espíritu se extiende entre los rescatados del Señor Jesús, pues todos ellos tienen al mismo Padre, al mismo Señor, al mismo Consolador.
Por el Espíritu podemos conocer a Jesús de una manera más profunda que cuando él estaba en la tierra, porque por fe habita en nuestros corazones (Efesios 3:17). El Señor Jesús dijo a sus discípulos: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Juan 16:7).
— De nuestro interior correrán ríos de agua viva
“Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:37-39).
La presencia del Espíritu en nosotros no sólo tiene efectos interiores. También tiene frutos visibles: los hechos que corresponden a lo que pasa en nuestro corazón. La libertad interior se traduce por una apertura a los demás. La santificación no es moralismo, sino el fruto de una consagración de corazón. El amor se manifiesta por la bondad, la paciencia, la abnegación. El gozo y la paz del corazón son hechos manifiestos por un resplandor que favorece el desarrollo de la vida. El Espíritu Santo expresa nuestra humanidad tal como Dios la desea. Es todo un equilibrio de cualidades, de virtudes, de variadas armonías (2 Timoteo 1:7) en una confiada y amada dependencia del Señor Jesús.
El Espíritu Santo es el poder de vida que brota de nuestro corazón y se exterioriza en hechos. Así hay un movimiento del interior (nuestro espíritu, nuestro corazón) hacia el exterior (nuestras palabras, nuestros hechos), porque el Espíritu que mora en nosotros «anima», inspira a nuestro espíritu para que obre según Dios. Es lo que sugiere la visión del profeta Ezequiel. Las aguas que salen del santuario proporcionan la bendición de la vida: “Junto al río, en la ribera, a uno y otro lado, crecerá toda clase de árboles frutales; sus hojas nunca caerán, ni faltará su fruto. A su tiempo madurará, porque sus aguas salen del santuario; y su fruto será para comer, y su hoja para medicina” (Ezequiel 47:12).
Sí, cuando venimos a Jesús, encontramos la abundante vida que él prometió. Nuestra sed es saciada por el poder del Espíritu Santo que obra en nuestro corazón. Esta agua que recibimos del Señor Jesús, esta vida que se desarrolla por el hecho de estar en comunión con él, produce efectos visibles. Llegamos a ser, por nuestra unión a Jesús glorificado, un canal de bendición para los demás. «El cristiano saciado de Cristo, de quien el amor, la gracia y todas las perfecciones hacen vibrar las cuerdas más sensibles de sus afectos renovados, puede comunicar a otros lo que a él le ha servido de refrigerio» (S. Prod'hom).
- 1La naturaleza designa el conjunto de los caracteres innatos que poseemos al nacer. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).
- 2Las expresiones seguidas de un asterisco (*) serán desarrolladas en el apéndice al final del artículo.
- 3No hay que confundir el don del Espíritu Santo (el Espíritu viene a morar en el creyente y en la Iglesia) con los dones del Espíritu (los dones sobrenaturales que el Espíritu distribuye a los creyentes).
- 4Los cristianos forman juntos la Iglesia (o Asamblea), la cual es también el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 3:16).
- 5La comunión del Espíritu Santo es la que él mismo produce.