Su presencia y poder en el creyente y en la Iglesia
Anexo
1) ¿Cómo recibimos el Espíritu?
“¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13). Al leer estas palabras del Señor Jesús a sus discípulos, podríamos pensar que debemos orar para recibir el Espíritu Santo. Hay que entender que la época de los discípulos era un período de transición. “Aún no había venido el Espíritu Santo” (Juan 7:39). En la época actual, el Espíritu viene a morar en aquel que cree en el Señor Jesús, y lo sella. Por eso las epístolas nunca nos animan a orar para recibir el Espíritu Santo. Al contrario, somos exhortados a andar por el Espíritu y a estar llenos de él.
Para recibir al Espíritu, no es, pues, cuestión de orar. Tampoco se trata de hacer obras ni de aspirar, por ejemplo, a cierto nivel de santidad. Simplemente hace falta recibir la Palabra de Dios, lo que el apóstol llama “el oír con fe” (Gálatas 3:2). ¿A quién, pues, hay que creer? Al Señor Jesús: “Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13).
Sabemos que hemos recibido el Espíritu porque Dios nos lo dice: “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gálatas 4:6). La morada del Espíritu Santo en nosotros produce efectos en nuestra vida. Es el Espíritu, lo hemos visto, quien nos da la certeza de ser salvos, la libertad de orar a Dios como Padre… Esta presencia del Espíritu en nosotros también cambia nuestras motivaciones, nuestros deseos y, por consiguiente, nuestro comportamiento y nuestros actos.
Pero no debemos confirmar una promesa de Dios por sus efectos en nosotros. Por ejemplo: la falta de certeza o la dificultad para orar al Padre con frecuencia provienen de una falta de conocimiento de lo que Dios nos declara en su Palabra. Al escuchar y al creer la Palabra seremos fortalecidos interiormente por el Espíritu.
2) ¿Cuál es la diferencia entre ser bautizado con el Espíritu Santo y ser lleno del Espíritu Santo?
a) Ser lleno del Espíritu Santo
A lo largo de toda la Biblia, encontramos varias veces la expresión: “lleno del Espíritu”. Hay que distinguir los versículos en los que esta plenitud se refiere a una acción puntual del Espíritu en el creyente, de los versículos que señalan lo que debería ser nuestra condición habitual. Puesto que el Espíritu mora en nosotros, deberíamos estar llenos de él.
El primer grupo de versículos se asemeja a la expresión que aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento: “sobre el cual vino el Espíritu” (por ejemplo: 2 Crónicas 20:14). En momentos particulares, el Espíritu llena al creyente y le da sabiduría, audacia, poder, como lo vemos en Pedro cuando fue interrogado por los jefes del pueblo (Hechos 4:8), en Esteban justo antes de su martirio (7:55), en Pablo cuando reprendió a Elimas (13:9). Elisabet y Zacarías fueron llenos del Espíritu Santo antes de anunciar la palabra de Dios (Lucas 1:41, 67). En Pentecostés, los discípulos fueron llenos del Espíritu y hablaban otras lenguas (Hechos 2:4). Poco después, amenazados, invocaron a Dios, Dios les respondió y fueron llenos del Espíritu Santo y, según se nos dice, “hablaban con denuedo la palabra de Dios” (4:31).
El segundo grupo de versículos señala más bien un estado perdurable, el que debería caracterizar a los creyentes. Los criterios de la elección de los hermanos que debían servir a las mesas eran:
- tener un buen testimonio,
- ser llenos de sabiduría,
- ser llenos de fe y del Espíritu Santo (Hechos 6:3, 5).
Como Bernabé, enviado por la iglesia de Jerusalén a los cristianos de Antioquía, “era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe” (11:24). Encontramos también este rasgo en los discípulos de Antioquía de Pisidia, “llenos de gozo y del Espíritu Santo” (13:52). Con este grupo de versículos se relaciona la exhortación de Pablo: “Sed llenos del Espíritu” (Efesios 5:18). La plenitud es un estado en el que deberíamos encontrarnos continuamente.1
Ser lleno del Espíritu significa estar bajo su plena influencia, lleno de todo lo que él inspira. Es preciso que él sea el que nos anime, el que inspire nuestros pensamientos, el que guíe nuestros actos, etc. Dejémoslo penetrar todo nuestro ser, irrigar nuestros más íntimos pensamientos, santificar nuestros más secretos afectos. Entonces toda nuestra persona, como también nuestros pensamientos y nuestro comportamiento, serán transformados. Seremos conducidos a la alabanza, al testimonio, al servicio. Ello entonces hará surgir en nosotros y por nosotros la nueva vida, la vida de Jesús.
b) Ser bautizado con el Espíritu Santo
Si bien somos exhortados a “ser llenos del Espíritu” (literalmente: “sed continuamente llenos en el Espíritu”), nunca lo somos a «ser bautizados con el Espíritu». ¿Por qué? Simplemente porque el bautismo con el Espíritu Santo corresponde al don inicial del Espíritu Santo para formar la Iglesia (Hechos 2; 11:16).
Es importante notar que el bautismo con el Espíritu Santo siempre es colectivo, y guarda relación con la Iglesia. En Hechos 2, corresponde al nacimiento de la Iglesia. En Hechos 11, a la entrada de los gentiles en la Iglesia. En 1 Corintios 12:13, está escrito: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres”. Cuando alguien se vuelve hacia el Señor Jesús, naciendo de nuevo, el Espíritu Santo, entonces, lo sella. Este nuevo creyente viene así a formar parte del cuerpo de Cristo. Es añadido a la iglesia (Hechos 2:47; Efesios 1:13), para participar del bautismo con el Espíritu, el cual tuvo lugar colectivamente una vez para siempre en Pentecostés.
Algunos cristianos emplean la expresión «bautizados con el Espíritu» para señalar una experiencia distinta, en general posterior al don del Espíritu, y que se manifestaría mediante el fenómeno de hablar en lenguas. Pero el bautismo con el Espíritu concierne a todos los creyentes, mientras que hablar en otras lenguas, era un don que no era distribuido a todos (aun cuando a veces haya podido acompañar al recibimiento del Espíritu Santo). No se nos invita a una segunda experiencia llamada bautismo con el Espíritu o derramamiento del Espíritu, sino más bien a andar por el Espíritu y a ser llenos de él.
3) ¿Cómo nos conduce el Señor Jesús?
El Señor Jesús es el buen Pastor que cuida a los suyos, los alimenta y los guía. Lo hace de distintas maneras. Emplea las circunstancias de la vida (Salmo 32:8-9), las advertencias de creyentes piadosos (Proverbios 13:10), la Escritura (Proverbios 6:23) y el Espíritu Santo (Hechos 8:29). Estas formas diferentes no se excluyen una a la otra, sino que se refuerzan.
El Señor nos conduce enseñándonos a discernir la voluntad de Dios. Hay un estado moral, disposiciones internas que favorecen este discernimiento: la piedad, el temor de Dios, la rectitud, la humildad, una buena conciencia, una voluntad sometida… (Hebreos 13:18; Salmo 25:10, 12; Salmo 112:4; 1 Timoteo 1:19).
Para discernir su voluntad, Dios nos ha dado la inteligencia, es decir la capacidad de entender sus pensamientos (Romanos 12:2; Efesios 5:17; Colosenses 1:9-10). “No seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Efesios 5:17).
Sin pretender dar todas las explicaciones, añadiremos algunas indicaciones prácticas sobre este tema de la dirección del Espíritu:
a) La base para ser guiados por el Espíritu consiste en apoyarnos en la Escritura: ésta debe ser el fundamento y la luz de toda nuestra vida cotidiana. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). Por medio de ella, Dios nos da las directivas esenciales para nuestra vida.
La Biblia no es un código de leyes que se aplica en cada situación para saber lo que conviene hacer. No nos da la respuesta a todos los problemas que encontramos. En todas las orientaciones de nuestra vida,2 la Palabra de Dios nos enseña y nos conducirá “por sendas de justicia” (Salmo 23:3). Para decidir, el Espíritu Santo entonces nos ayudará a estar atentos a sus deseos (Santiago 4:5), a sus sugerencias (Hechos 8:29), a su pensamiento (Romanos 8:6).
b) Podemos equivocarnos y tomar nuestros propios pensamientos por lo que el Señor nos pide. Por eso debemos guardar cierta distancia respecto a nuestras elecciones, estar dispuestos a cuestionarnos a nosotros mismos. Aferrarnos a nuestra propia sabiduría, incluso si los propósitos son excelentes en sí mismos, es un obstáculo a la comprensión de la voluntad de Dios.
c) El Espíritu Santo jamás nos conduce a situaciones confusas, a zonas de incertidumbre, a medias verdades. Es el Espíritu de verdad (Juan 14:17). Ya sea que él reconforte, que confiera poder o que dirija, siempre permanece fiel a su naturaleza de santidad. Es necesario que cultivemos una conciencia sensible. Tolerar el pecado en nuestra vida nos priva de discernimiento espiritual (Oseas 4:11).
d) Para ser conducidos por el Espíritu, es importante aceptar las circunstancias, en una actitud de fe y de sumisión al Señor Jesús. “Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (1 Tesalonicenses 5:18).
e) Al contrario, sería engañarnos a nosotros mismos si decimos que buscamos la voluntad del Señor cuando ya hemos elegido (Jeremías 42:20).
f) Toda vez que sigamos una sugerencia del Espíritu, será fecunda, y producirá frutos: el amor, el gozo, la paz, la humildad, etc. Es cierto que en un primer momento ella puede perturbarnos, pero en la medida que persistamos en ella, nos establecerá poco a poco en la paz. Este ambiente de paz es muy importante para discernir la dirección del Espíritu. Si nuestro ser interior está agitado, seremos sordos a la acción del Espíritu. El exceso de ruido, no en el sentido físico, sino en el sentido de ese incesante remolino de pensamientos y quizá de palabras, no hace más que alimentar nuestras preocupaciones, nuestros temores, nuestras insatisfacciones. Para ser receptivos a lo que el Espíritu nos sugiere, necesitamos hacer silencio en nosotros, meditar, orar. Porque por la oración, aprendemos a discernir la voluntad de Dios y a someternos (Mateo 6:10).
g) Cuando el Espíritu nos guía, imprime en nosotros una humildad verdadera. Nos conduce a hacer el bien con gozo, y sin orgullo puesto que todo viene de la gracia de Dios.
4) Hablar en lenguas
“Seguid el amor; y procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis. Porque el que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios; pues nadie le entiende, aunque por el Espíritu habla misterios. Pero el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación. El que habla en lengua extraña, a sí mismo se edifica; pero el que profetiza, edifica a la iglesia” (1 Corintios 14:1-4).
a) Sus menciones
Cinco textos del Nuevo Testamento mencionan el don de hablar en lenguas. Es anunciado en Marcos 16:17. Está presente en el nacimiento de la Iglesia en Jerusalén (Hechos 2), luego, cuando se expande en Samaria (Hechos 10) y a todas las naciones (Hechos 19). Por fin, el apóstol Pablo habla de esto en la primera epístola a los Corintios (cap. 12 a 14).
En Marcos y en los Hechos, está claro que el hablar en lenguas señala el hecho de hablar una lengua extranjera. Los creyentes se expresaban en una lengua que no habían aprendido, pero que se hablaba en otros países del mundo. Este don era una señal de que el Espíritu Santo era derramado “sobre toda carne” (Hechos 2:17) y que sobrepasaba las barreras de los pueblos. La naciente Iglesia poseía así un testimonio concreto de que la salvación se extendía a todos y que no estaba reservada únicamente a los judíos.
En 1 Corintios, hablar en lenguas ¿corresponde al hecho de hablar otra lengua humana o bien se trata de un lenguaje extático.3 La respuesta no es sencilla. No obstante, he aquí las razones por las cuales pensamos más en lenguas o idiomas que existen, o que han existido, en el mundo:
a) En los relatos bíblicos, cada vez que los hombres o los ángeles hablan, su palabra es inteligible.
b) La epístola a los Corintios fue escrita poco después de la época descrita al principio de los Hechos. Si el hablar en lenguas era de otra naturaleza, ¿no lo habría señalado Pablo?
c) A falta de toda indicación contraria, es preciso acordar al don de lenguas descrito en 1 Corintios 14, el significado que tiene en Hechos 2.
d) Una última razón es el alcance del hablar en lenguas. Al principio de los tiempos de la Iglesia, hablar en lenguas era una señal concreta de que la gracia de Dios ya no se limitaba sólo a Israel sino que se extendía a todos los pueblos (Efesios 2:14).
b) Su propósito
Según lo que escribe el apóstol Pablo, el objetivo primario de este don no es la edificación de los creyentes, sino la revelación del poder de Dios en los suyos ante los incrédulos. Este don estaba destinado primero a conmover al pueblo de Israel, “este pueblo” (1 Corintios 14:21). Incluso los cristianos de origen judío tenían dificultad para aceptar el hecho de que la gracia de Dios dé a los gentiles el mismo lugar que a ellos (Hechos 11:18). Sin embargo, este don podía ser útil a la edificación de la iglesia si el mensaje era traducido.
Los corintios, al parecer, hacían uso y abuso del hablar en lenguas. El apóstol no les prohíbe el uso, sino que los invita a algo superior, los invita a profetizar. Este último don es en efecto mayor porque el profeta edifica, exhorta, consuela a la iglesia, lo que no puede hacer el que habla en lenguas. «Los pensamientos de Dios son presentados por el ministerio profético de una manera tan notable que el corazón y la conciencia quedan expuestos ante Su luz. Por eso es tanto más necesario que el siervo se encuentre en una estrecha comunión con Dios para que pueda comunicar Sus pensamientos. El hecho de hablar como si saliera de delante de Dios, como si, en cierto modo, fuese Su boca misma, confiere al servicio su grandeza y lo hace tan deseable. El resultado será siempre la edificación, la exhortación o el aliento y el consuelo» (A. Remmers).
“El que habla en lengua extraña, a sí mismo se edifica” (1 Corintios 14:4). Se cita a veces este versículo para alentar la práctica de hablar en lenguas en privado. Ahora bien, el contexto del capítulo es una sólida invitación a la edificación de los demás. Además, en el versículo 13, Pablo exhorta a aquel que habla en lenguas a orar a fin de estar a la altura de poder traducir; si no es el caso, su inteligencia es sin fruto. «Por el Espíritu, el creyente entra en relación con Dios, y por su inteligencia debe siempre expresarse. Si alguien oraba o cantaba un himno en lenguas, su entendimiento espiritual (su «espíritu») estaba activo, pero puesto que no podía comprender sus propias palabras, su entendimiento de las cosas espirituales no se acrecentaba. No, dijo Pablo, quiero orar y cantar alabanzas no sólo con el espíritu, sino también con el entendimiento (1 Corintios 14:15)» (A. Remmers).4
5) ¿Orar al Espíritu Santo u orar por el Espíritu Santo?
“El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17).
“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia” (Efesios 6:18).
“Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna” (Judas 20-21).
En toda la Biblia no encontramos una sola oración dirigida al Espíritu. En cambio, se nos exhorta a orar por el Espíritu. Él “nos ayuda en nuestra debilidad” (Romanos 8:26), y nos guía en nuestras peticiones a fin de que sean según la voluntad de Dios y para Su gloria. Fortalece nuestros espíritus y los llena de manera que rebosen de alabanzas (Efesios 3:16).
Orar por el Espíritu, es expresar peticiones, estando atentos a la presencia y al pensamiento del Espíritu. Él imprime en nuestra alma una confianza afectiva, un coraje apacible, para acercarnos al Padre. Dios es por nosotros a causa del Señor Jesús. Por eso oramos al Padre en el nombre del Señor Jesús (Juan 14:14) y lo hacemos por el Espíritu.
Cuando entramos en la presencia de Dios, deberíamos mirar a él para que su Espíritu obre en nuestros corazones, los haga arder, y los eleve en oración. Entonces podemos orar libremente, de manera directa, ferviente, potente.
Entonces oramos con el espíritu, con el corazón (1 Corintios 14:15; Marcos 7:6). Se trata de expresar necesidades reales y percibidas. Las palabras no siempre expresan lo más profundo de nosotros, incluso pueden esconder una reticencia a ser sinceros ante Dios. Pero venimos a él con todo lo que somos, con todo lo que vivimos y que él conoce.
“Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento” (1 Corintios 14:15). Orar con la inteligencia implica como mínimo que comprendamos las palabras que decimos. Cuando oramos, no debemos hacer callar nuestra inteligencia que Dios nos ha dado (Daniel 1:17), sino ponerla al servicio del Señor para comprender, con la ayuda de su Espíritu, su pensamiento y su voluntad.
Un aspecto de la oración es el de una lucha cristiana (Romanos 15:30). La oración es una lucha para que la voluntad de Dios se cumpla (Colosenses 4:12). Lucha en el Evangelio (Filipenses 4:3), lucha por la fe que una vez fue enseñada (Judas 3), a veces también lucha por la liberación de personas que están bajo la influencia de poderes demoníacos (Marcos 9:29).
- 1Ser lleno del Espíritu no quiere decir perder la templanza o el dominio propio. Éste es parte del fruto del Espíritu (Gálatas 5:23). Ser lleno del Espíritu está puesto en contraste con el hecho de embriagarse. Esto supone una sobriedad en la bebida, pero también, más extensamente, en todo lo que excita los pensamientos, las sensaciones, los sentimientos, ya sea cuando se está solo o en grupo. Y, con seguridad, en todo lo que excita la naturaleza carnal.
- 2Por ejemplo: ¿Cuál es mi vocación? ¿El matrimonio o el celibato? ¿Con quién he de casarme? ¿Qué profesión he de elegir? ¿Dónde debo vivir?, etc.
- 3El lenguaje extático no es propio de los cristianos, se encontraba ya en la antigüedad pagana y se encuentra a lo largo de los siglos en muchas religiones o filosofías.
- 4Varios comentaristas bíblicos estiman que el don de hablar en lenguas bíblicas desapareció cuando el canon del Nuevo Testamento quedó completo. Al principio del cristianismo, Dios acreditaba su palabra por medio de señales y milagros (Hebreos 2:4). Parece ser que desde el final del primer siglo han desaparecido.