Su presencia y poder en el creyente y en la Iglesia
El Espíritu Santo y la Palabra
“Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:9-11).
Dios es invisible (Colosenses 1:15), inaccesible para el hombre librado a sus propios recursos (Job 11:7). Se hace conocer al creyente por medio de la revelación.1 Particularmente, Dios se revela por medio de las Escrituras, la Biblia de la cual el Espíritu Santo es el autor, aquel que la inspiró y que la interpreta, aquel que le da el sentido.
1) La inspiración y la autoridad de las Escrituras
“Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
“Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21).
La palabra «inspiración» empleada con respecto a las Escrituras tiene un significado mucho más profundo y específico que el que comúnmente se le asigna. En 2 Timoteo 3:16, la palabra “inspirada” significa literalmente «soplada por Dios». La inspiración de las Escrituras señala la acción del Espíritu Santo de Dios que condujo a hombres creyentes a escribir la Palabra de Dios. Lo que escribieron provino de Dios. Eran sus portavoces. El Espíritu de Dios no sólo llenó a los escribientes bíblicos, sino que también les dio las palabras y las expresiones que debían escribir (2 Samuel 23:2). Él es el Autor de las Escrituras.
Así pues, no sólo los pensamientos de la Biblia fueron inspirados, sino también las palabras y las expresiones2 (Éxodo 34:27; Mateo 5:18; etc.). Pablo escribió: “Hablamos, no con palabras que enseña la sabiduría humana, sino que enseña el Espíritu, explicando cosas espirituales con palabras espirituales” (1 Corintios 2:13, V.M.).
Dios, al inspirar a los escritores de los libros de la Biblia, los empleó con sus temperamentos, sus vidas, sus culturas. Estos hombres, tan diferentes entre sí, produjeron un libro único puesto que fueron inspirados por el Espíritu de Dios. La Biblia, pues, es tan profundamente humana como perfectamente divina.
Puesto que ella es la Palabra de Dios, debe tener autoridad sobre el creyente. Puede decir, siguiendo a su Señor: “Escrito está” (Lucas 4:4). «La autoridad de la Palabra es la autoridad de Dios en su Palabra. La obediencia a la Palabra es la obediencia a Dios» (J.N. Darby).
2) La interpretación de las Escrituras
a) El Espíritu Santo hace entender la Palabra de Dios
“No ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento…” (Efesios 1:16-18).
El Espíritu Santo es el Espíritu de verdad (Juan 16:13), aquel que la comunica y la revela. Sólo nuestro espíritu sabe lo que se pasa en nosotros, de la misma manera sólo el Espíritu de Dios puede revelar las cosas profundas de Dios. Por eso, su acción es indispensable para que entendamos las Escrituras.
Sin eso, nuestra comprensión de la Biblia es superficial. Para que la Biblia toque nuestras conciencias y penetre nuestros corazones, hace falta que el Espíritu de Dios obre en nosotros. Cuando leemos la Biblia, el Espíritu ilumina el sentido profundo de la Palabra y da testimonio en nuestro corazón de que ella es verdadera (Romanos 8:16). La Palabra tiene su propio poder y la autoridad que a todos se impone (Hechos 20:32). Si alguien la rechaza, resiste al Espíritu Santo (7:51).
b) ¿Cómo leer la Biblia?
“La recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13).
“Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39).
La actitud fundamental para leer la Escritura es la fe, una fe que acoge, que recibe la Palabra de Dios. Hace falta, pues, un espíritu de fe (Hebreos 11:3; Lucas 24:25), de obediencia (Juan 8:31), de oración (Mateo 7:7), de humildad (11:25). Dios se revela a los humildes, a los de limpio corazón (5:8).
Ante la Escritura, estamos en presencia de un texto inspirado por Dios, un texto que, para ser útil, debe ser comprendido. Debemos abordarlo con respeto, en el temor de Dios. Sólo por el Espíritu podemos entender el sentido espiritual de la Escritura. Pero eso no nos dispensa de una lectura cuidadosa e inteligente de la Escritura. El Señor no sólo abre nuestro corazón (Hechos 16:14), sino que también nos abre el entendimiento (Lucas 24:45). Pablo escribía a los corintios: “Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo” (1 Corintios 10:15). Esta reflexión disciplinada y cuidadosa es necesaria.
Busquemos en primer lugar aclarar el sentido esencial del pasaje antes de extraer las aplicaciones. Es preciso ver a quién se dirige, cuál es el contexto histórico y también considerar el estilo (poético, simbólico, profético, etc.). Se deben tener en cuenta los diferentes períodos bíblicos (o dispensaciones). Por ejemplo, en nuestra época, que es la de la gracia, el cristiano no tiene que guardar el día de reposo (sábado), o hacerse circuncidar como debían hacerlo los creyentes judíos bajo la ley (Hechos 15).
No quiere decir que el Antiguo Testamento no tenga ninguna utilidad para el cristiano. ¡Muy al contrario! Pablo, respecto de los relatos del Antiguo Testamento, escribe: “Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:11-12). Las Escrituras siempre tienen un alcance moral. Ellas nos son dadas no sólo para enriquecer nuestro conocimiento, sino para ganar nuestro corazón, tocar nuestra conciencia y ser puestas en práctica.
Así, al leer la Biblia debemos estar atentos no sólo a lo que dice el texto, sino también a lo que nos dice a nosotros. Debemos dejarnos sondear por la Palabra. Ella es la espada del Espíritu, más cortante que toda espada de dos filos (Efesios 6:17; Hebreos 4:12).
Quizá el punto esencial para entender la Biblia, es comprender que ella encuentra en Cristo su unidad y su perfecta realización (Romanos 10:4; Juan 5:39). Así, hay una profunda unidad entre las dos partes de la Biblia. «El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo está revelado en el Nuevo» (San Agustín). Particularmente, el Antiguo Testamento es profuso en figuras que anuncian, de manera velada pero muy bella, al Señor Jesús.
Quienes creemos que la Biblia es verdaderamente la Palabra escrita de Dios, ¿no deberíamos hacer todos los esfuerzos para leerla, meditarla, comprenderla y vivirla? “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley” (Salmo 119:18). Tengamos siempre presente que la lectura de la Biblia debe conducirnos a Cristo. Leyendo la Palabra, nos abrimos a su presencia. Él viene a nosotros y nos habla a través de nuestra lectura. «Estoy presente a tu lado, por mi Palabra en la Escritura», escribió Blaise Pascal, en referencia al Señor Jesús.
c) Recibir juntos la Palabra de Dios
“La casa de Dios…es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15).
La Palabra de Dios se dirige personalmente a cada uno, pero no somos, cada uno, el único destinatario. Ella tiene también un alcance colectivo. Los primeros creyentes “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:42). Hay una comprensión colectiva de la Escritura, que conduce a una comunión más profunda entre los cristianos.
El Señor Jesús da la luz a los suyos reunidos a su alrededor. Entonces, un determinado versículo se ilumina de una nueva manera, se impone a nuestro corazón y a nuestra conciencia. Su presencia abre nuestro corazón a la verdad y nos protege contra el error, mientras tanto estemos atentos a no contristar a su Espíritu. Nada puede reemplazar la enseñanza dada en la iglesia reunida al nombre del Señor, allí donde el Señor Jesús, por su Espíritu, da el alimento apropiado para las necesidades espirituales de todos aquellos que escuchan, necesidades que sólo él conoce.
Además, la iglesia es la “columna y baluarte de la verdad”. Es la columna sobre la cual la verdad se presenta a los ojos de todos. Y es también el baluarte (o sostén) de la verdad, pues «la iglesia es lo que mantiene la verdad en la tierra. Cuando ella haya sido trasladada, los hombres serán librados a un poder engañoso» (J.N. Darby).
En la iglesia reunida se ejercen los dones, dones de maestro, pero también de profeta y de pastor. A lo largo de la historia de la Iglesia, los cristianos han sido dotados para la edificación de la Iglesia (1 Corintios 14:12). Debemos estar atentos a lo que han dicho o escrito —sin eso nunca seremos adultos en la fe— pero examinando las Escrituras para ver si lo que dicen es verdad (Hechos 17:11), porque sola la Biblia es inspirada, y por eso exenta de error. Por lo cual, cualquier explicación en cuanto a ella debe ser pasada por su tamiz.
3) La predicación de las Escrituras
“Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (1 Corintios 2:4).
a) Predicar en el poder del Espíritu
“Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Timoteo 4:2).
Predica “la Palabra”, escribió Pablo a Timoteo. Esta necesidad de la predicación es más que nunca de actualidad en nuestra época en la que tantas voces extrañas se hacen oír. Predicar la Palabra, es proclamarla con el poder del Espíritu. Las Escrituras constantemente subrayan el estrecho lazo entre el Espíritu y la proclamación de la Palabra de Dios. “El Espíritu de Jehová ha hablado por mí” (2 Samuel 23:2). “Les testificaste con tu Espíritu por medio de tus profetas” (Nehemías 9:30). “Vino sobre mí el Espíritu de Jehová, y me dijo: Di: Así ha dicho Jehová: Así habéis hablado, oh casa de Israel, y las cosas que suben a vuestro espíritu, yo las he entendido” (Ezequiel 11:5). De la misma manera en el Nuevo Testamento: “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hechos 4:31). “Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre, como bien sabéis cuáles fuimos entre vosotros por amor de vosotros” (1 Tesalonicenses 1:5).
Por eso, el que predica la Palabra, así como los que la escuchan, deben estar atentos a no contristar al Espíritu Santo sino más bien a estar llenos de él: el predicador para hablar como oráculo de Dios, los auditores para examinar lo que se dice y recibir el mensaje de parte de Dios.
Es esencial que la vida del predicador esté de acuerdo con su mensaje. ¡Qué importante, pues, es dejarse penetrar por la Palabra de Dios, que es la espada del Espíritu, y perseverar en la oración! (Hechos 6:4). ¡Qué importante es ser humilde y dependiente del Señor! Entonces sus palabras serán para los que las escuchan una agua refrescante y un pan que sacia.
Al mismo tiempo, el poder de la predicación frecuentemente viene acompañado de debilidad (1 Corintios 2:3). Se necesita despojarse a sí mismo para que la excelencia sea de Cristo y no de nosotros (2 Corintios 4:7). El predicador es como Juan Bautista, es la voz del que clama (Isaías 40:3). La voz, el sonido, se desvanecen pero la palabra permanece. La voz es externa, pero sólo el Espíritu puede hacer penetrar la Palabra en nuestro corazón y alcanzar nuestro espíritu.
Una de las señales de una predicación de la Palabra revestida del poder del Espíritu es un acentuado sentimiento de seriedad, de respeto y de tranquilidad (Hebreos 12:28). Sin gritos ni excitación, pero una sostenida atención. Cada uno de aquellos a quienes Dios habla así —ya sea que se encuentre solo o en medio de una gran asistencia—, se siente interpelado. Es como si hubiese olvidado al predicador para encontrarse en la presencia del mismo Dios. Entonces desea poner en práctica la Palabra oída, lo cual es la finalidad de cualquier predicación.
b) Predicar a Cristo
“Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39).
Las Escrituras son el medio por excelencia por el cual el Espíritu Santo glorifica al Señor Jesús. Leer la Biblia sólo como un libro de moral o de historia, sería errar el blanco. «Hay que leer las Escrituras para encontrar a Cristo. Aquel que se desvíe de este propósito nunca adquirirá el conocimiento de la verdad, aun si se dedicara toda su vida a aprender» (Juan Calvino).
Sí, toda la Biblia nos habla de Cristo. Es aquel “de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas” (Juan 1:45). Cuando Jesús alcanzó a dos discípulos en el camino de Emaús, hizo “arder” su corazón declarándoles “en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27, 32). Estos últimos eran “tardos de corazón” porque no habían comprendido el mensaje central del Antiguo Testamento que anunciaba la venida y los sufrimientos del Mesías.
«Toda la Escritura apunta a Cristo. Él, el Hijo del Dios vivo, es el verdadero núcleo de la Santa Escritura. Por eso, la interpretación de la Escritura no debe aislar ciertos pasajes, o entenderlos independientemente, de su centro, Cristo» (Martín Lutero).
No nos encontramos solos en esta búsqueda de Cristo en las Escrituras, puesto que el Espíritu Santo nos asiste. Por medio de ellas, él toma de lo que es de Cristo y nos lo hace saber (Juan 16:14). También nos pone en vivo contacto con Jesús, y con el Padre. “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida”, dijo Jesús (6:63). El Espíritu nos hace probar y conocer la Biblia como el Verbo (Palabra) de vida (1 Juan 1:1) porque, por él, Jesús se manifiesta a aquel que cree, como Salvador y Señor, como aquel que es la vida eterna.
4) Poner en práctica las Escrituras
a) Una obediencia de corazón
“Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22).
“Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mateo 7:24-27).
Vistas de lejos, no hay diferencia entre las dos casas de las que habla Jesús. Pero en el día de la tempestad, la primera resiste, mientras que la segunda se derrumba y queda en una ruina irreparable.
Para edificar nuestra vida sobre la roca, no basta escuchar la Palabra de Dios, hace falta también hacer lo que está escrito. Podemos llevar una vida aparentemente cristiana, pero si no ponemos en práctica lo que nos dice Dios por su Palabra, en el día de la tempestad, nuestra vida como testigo del Señor se derrumbará.
No se trata de caer en un legalismo desecante que nos alejaría de Dios y cerraría nuestro corazón a los demás. Cumplir la voluntad de Dios no puede reducirse al respeto exterior de reglas, por más justas que sean. Hace falta una sumisión de corazón (Romanos 6:17), una obediencia a la fe (16:26). Todos nuestros pensamientos deben ser sometidos a la obediencia a Cristo (2 Corintios 10:5).
Para obedecer, verdaderamente necesitamos dejarnos sondear por la Palabra. Ella toca lo más profundo que hay en nosotros, pues alcanza nuestra voluntad.3
Por eso, para seguir verdaderamente a Jesús, es preciso tomar nuestra cruz, renunciar a ser el amo de nuestra propia vida. Esto no quiere decir que el creyente ya no tiene voluntad personal o que deba ser pasivo. El Señor dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí” (Mateo 16:24). Daniel “propuso en su corazón no contaminarse” (Daniel 1:8). La gran diferencia es que la voluntad del creyente ya no saca sus fuerzas de su ser carnal sino del poder del Espíritu. Ya no decide en función de sus propios pensamientos sino según la Palabra de Dios.
b) Una obediencia en el poder del Espíritu
“No por esfuerzo, ni con poder, sino por mi Espíritu” (Zacarías 4:6; V.M.).
La obediencia de corazón puede ser efectiva sólo por el poder del Espíritu Santo en nosotros. Por nuestras propias fuerzas es imposible poner en práctica la Palabra de Dios como Dios quiere que lo sea. Jesús nos dice: “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Para satisfacer a Dios, nuestra obediencia puede ser sólo el fruto de la gracia divina. Es el Espíritu Santo quien debe ser la fuerza de nuestra vida. Ya el salmista podía exclamar: “Por el camino de tus mandamientos correré, cuando ensanches mi corazón” (Salmo 119:32).
En lugar de querer obrar por nosotros mismos, aprendamos a confiar siempre más en la gracia de Dios quien por su Espíritu “en nosotros produce así el querer como el hacer” (Filipenses 2:13).
5) Jamás separar al Espíritu de la Palabra
“Las palabras que pacté con vosotros… y mi Espíritu permanece en medio de vosotros; ¡no temáis!” (Hageo 2:5; V.M.).
“Tu palabra es verdad” (Juan 17:17).
“El Espíritu es la verdad” (1 Juan 5:6).
Tengamos cuidado de no separar jamás al Espíritu de la Palabra. Es el Espíritu Santo quien nos hace comprender el sentido espiritual de la Escritura para que ella alcance nuestro corazón y llegue a nuestra conciencia. Es él quien nos conduce y nos da la fuerza para ponerla en práctica. Al mismo tiempo, necesitamos someter nuestro espíritu y nuestro corazón a la autoridad de la Escritura. Pretender ser guiado directamente por el Espíritu Santo y ya no necesitar la Palabra es en extremo peligroso. Pues «desde el momento en que el Espíritu es separado de la Palabra, la puerta está abierta a toda clase de engaños y de fantasías» (Juan Calvino).
Conclusión: el propósito y el fruto del Espíritu Santo
“Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14).
De todas formas el Espíritu Santo anuncia a Cristo por medio de la Palabra.
Pablo, por el Espíritu, trabajaba para que “Cristo sea formado” en los creyentes (Gálatas 4:19), para que sean “por él enseñados, conforme a la verdad que está en Jesús” (Efesios 4:21). Eran “carta de Cristo… escrita… con el Espíritu del Dios vivo” (2 Corintios 3:3).
Este trabajo del Espíritu de Dios produce fruto. Estos efectos que se ven en la vida de los creyentes son caracteres de Cristo. “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22-23). El fruto del Espíritu es la expresión de la nueva vida que tenemos en el Señor Jesús.
Para producir ese fruto, a fin de que nuestra nueva vida se exprese, necesitamos vivir por fe, la fe en el Hijo de Dios, como también contemplarlo en las Escrituras. “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
Nos pareceremos a Cristo, no combatiendo aquello que quiere avasallarnos, sino mirando constantemente hacia Jesús. Una única mirada de fe hacia el Señor nos salva, pero es la constante contemplación del Señor por la fe lo que nos santifica.
Esta contemplación no es de naturaleza mística, es un encuentro por medio de las Escrituras. Contemplamos al Señor en su Palabra escrita, y somos transformados por su Espíritu. Viviendo lo que la Palabra nos pide, la gloria moral del Señor Jesús se refleja en nosotros.
Los incrédulos que nos rodean no pueden aprender a conocer a Jesús en la Biblia si no la leen. Descubren algunos rasgos de él a través de nuestra vida. Cuando Pablo escribía: Vosotros “sois carta de Cristo”, escribía a la iglesia de Corinto. Debemos reflejar a Cristo tanto individual como colectivamente. Cada iglesia local es una carta de Cristo. ¡Que cada carta pueda leerse siempre mejor!
- 1Habitualmente se distingue la revelación por la naturaleza (Romanos 1:20; Salmos 19:1), la revelación en Cristo (Juan 1:18; Hebreos 1:3) y la revelación escrita (Éxodo 17:14; 24:4; Deuteronomio 28:58; Josué 1:8-9; 1 Samuel 10:25; Jeremías 51:60; Daniel 7:1; Romanos 16:26; 2 Pedro 3:16; Apocalipsis 1:3).
- 2En los escritos originales (las traducciones no son inspiradas).
- 3La obediencia nos libera de dos peligros: a) El primero es el de la autonomía. Sutilmente, bajo pretexto de libertad o por temor al legalismo, no nos sentimos obligados a obedecer la voluntad revelada de Dios. b) El segundo es el de la subjetividad, la tendencia a conducirse según las propias opiniones y sentimientos, sin tener cuenta de lo que Dios dice. Se cree que uno es guiado por el Espíritu mientras que, en realidad, sigue sus propios pensamientos.