En toda oración y ruego /1

Filipenses 4:6

Porque los ojos del Señor están sobre los justos,
y sus oídos atentos a sus oraciones.

(1 Pedro 3:12)

Por esto orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado.
(Salmo 32:6)

La oración es un recurso infinitamente precioso, concedido al creyente durante el tiempo de su peregrinación en la tierra. Forma parte del ejercicio de la devoción que se nos exhorta a practicar y por cuyo único medio podemos disfrutar una real comunión con el Señor. Si, mediante su Palabra, Dios se complace en comunicarnos sus pensamientos y sus propósitos, declaraciones a las cuales debemos prestar oído, estar atentos (Isaías 28:23), por la oración tenemos el privilegio de dirigirnos a él con toda libertad, sabiendo que nos escucha. Ella debe constituir una actividad espiritual buscada por nuestros corazones, el cultivo de las relaciones vitales de nuestras almas con Dios, la atmósfera en la que el cristiano vive y sin la cual es imposible llevar una vida que le glorifique. Es sorprendente comprobar que la oración sigue inmediatamente a la conversión. Cuando el Señor envía a Ananías a buscar a Saulo de Tarso en Damasco, le dice: “He aquí, él ora” (Hechos 9:11).

La oración ocupa un importante lugar en la Palabra, de manera que las enseñanzas y las exhortaciones que se relacionan con ella son tan abundantes y variadas que podemos subdividir este tema en diferentes puntos esenciales, lo que nos permitirá extraer algunos pensamientos con más claridad, dejando al lector el cuidado de meditarlos más ampliamente. Es preciso aclarar que no limitaremos estas consideraciones sobre la oración al sentido estricto de esta palabra, es decir, la petición o demanda que presentamos a fin de recibir de Dios, sino que también citaremos las diversas acciones por las que ofrecemos, tales como la alabanza y la adoración que le es debida, servicio éste que asume un carácter más elevado, sin que por eso denote una mayor proximidad.

1. ¿Cuáles son las condiciones esenciales de la oración?

Si advertimos la grandeza, la majestad y la santidad de la Persona a la cual nos dirigimos, comprenderemos la humildad que nos conviene, el profundo respeto y la reverencia que deben caracterizar nuestras actitudes y nuestras palabras.

  • En nuestras oraciones recurrimos a Dios en el nombre del Señor Jesús. “Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:14). “Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Colosenses 3:17). Por el Señor, nuestro gran sumo sacerdote, quien puede compadecerse de nuestras debilidades, podemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia (Hebreos 4:14-16). En virtud de los oficios celestiales que ejerce a nuestro favor, nuestras oraciones, presentadas en su nombre, llegan a Dios como envueltas por su justicia y su santidad.
  • Deben estar de acuerdo con su voluntad. “Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14). Sondeando las Sagradas Escrituras, adquirimos el discernimiento de esta voluntad. “No seáis insensatos”, dice Pablo, “sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Efesios 5:17 y Romanos 12:2). Además, es necesario que nuestras peticiones sean presentadas con toda sumisión, aceptando de antemano la respuesta que nos sea dada. ¡Cuán difícil es esto! Tenemos el ejemplo perfecto del Señor, quien terminó su oración en Getsemaní con estas palabras: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39 y 42).
  • Es preciso expresar nuestras oraciones con rectitud de corazón e integridad, estando conscientes de que Aquel que las escucha conoce nuestros más escondidos pensamientos y discierne los móviles de nuestras peticiones. “La oración de los rectos es su gozo” (Proverbios 15:8). David podía decir: “Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada” (1 Crónicas 29:17), y los hijos de Coré: “No quitará el bien a los que andan en integridad” (Salmo 84:11). El capítulo 22 de Números nos muestra en la persona de Balaam un corazón carente de rectitud. Su simulada búsqueda de la voluntad de Dios estaba mezclada con el deseo del salario de iniquidad por el cual dejó el camino recto (2 Pedro 2:15). Con qué facilidad también estamos expuestos a pedir lo que podría satisfacer nuestros corazones naturales, expresando deseos, incluso legítimos, que no pueden contar con la aprobación divina. Tenemos un ejemplo muy apropiado en la petición que dirige al Señor la madre de los hijos de Zebedeo acerca de sus hijos. El Señor debe responderle: “No sabéis lo que pedís” (Mateo 20:20-22).
  • 1 Corintios 14:15 nos dice: “Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento”. Para orar con el espíritu, hace falta necesariamente que el Espíritu Santo tenga libertad de acción en nosotros mismos, que no sea contristado. Este Consolador divino que nos guía a toda la verdad (Juan 16:13) dirigirá nuestras peticiones con el fin de que ellas sean según su pensamiento y para gloria del Señor. Nos ayudará en nuestra debilidad, dándonos la capacidad de pedir como conviene (Romanos 8:26). El entendimiento, don de Dios (Daniel 1:17), no debe ser un obstáculo, como lo es cuando produce el razonamiento y excita el orgullo, sino que debe ser más bien una ayuda puesta al servicio de la piedad y sumisa a la acción del Espíritu. Oraré también con el entendimiento. Si las cosas de Dios están escondidas al entendimiento natural (Mateo 11:25), esta facultad, renovada en el creyente, y mantenida en la humildad, debe ayudarnos a discernir el pensamiento de Dios. Pablo pudo decir: “Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo” (1 Corintios 10:15). El espíritu y el entendimiento son requeridos para la oración, como también para los cánticos.
  • En cuanto a la oración en común, una condición de la mayor importancia para el otorgamiento es el acuerdo de aquellos que oran, en cuanto a las cosas pedidas. “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo...” (Mateo 18:19). Los primeros cristianos “perseveraban unánimes en oración y ruego” (Hechos 1:14). Somos exhortados a sentir “lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Filipenses 2:2). ¡Qué reconfortante resulta oír, en las reuniones de oración, los numerosos amén que testimonian este común acuerdo!
  • El hombre, siendo la imagen de la gloria de Dios, debe tener la cabeza descubierta. “Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta su cabeza” (1 Corintios 11:4). Por el contrario, la mujer que ora debe tener la cabeza cubierta, llevando así, por causa de los ángeles, señal de autoridad a la que ella está sometida (v. 10). La Palabra nos dice: “Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello” (v. 6), lo que es deshonesto porque “a la mujer dejarse crecer el cabello le es honroso; porque en lugar de velo le es dado el cabello” (v. 15).

2. ¿Qué debe caracterizar la oración?

  • La conciencia de nuestra debilidad. En efecto, la convicción de nuestra incapacidad y de la necesidad de socorro divino nos conducirán a apoyarnos en el Señor para orar. Debemos dirigirnos a él sin ninguna pretensión. En Lucas 18:9-14, su apreciación de las oraciones pronunciadas por el fariseo y el publicano es muy instructiva. En la medida en que experimentamos nuestra impotencia, nos será posible apreciar la potestad de Dios. “Ten misericordia de mí, oh Jehová, porque estoy enfermo” (Salmo 6:2). “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Salmo 50:15).
  • El sentimiento de nuestra dependencia. Si vivimos en la dependencia del Señor, lo que lo glorifica, seremos conducidos a someterle todo lo que nos concierne. En las circunstancias importantes de nuestra existencia, en la elección de un camino, nuestro recurso es depender de él, interrogarlo por medio de la oración a fin de discernir su pensamiento. En el caso de los gabaonitas, Israel soportó dolorosas consecuencias a causa de no haber consultado a Jehová (véase Josué 9:3-16). Esdras publica “ayuno... para solicitar de Dios camino derecho para nosotros, y para nuestros niños” (Esdras 8:21). “Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:6). La dependencia se manifiesta también en las cosas pequeñas de la vida cotidiana mediante un abandono a los cuidados y a la fidelidad del Señor, sin que ello, no obstante, sea indolencia.
  • Una confianza real, una fe viva. Sabiendo que nuestras necesidades son perfectamente conocidas, que la intención de Dios es siempre la de bendecirnos y que es poderoso para hacer infinitamente más que todo lo que pedimos o pensamos, tenemos motivos para estar sin temor, confiados. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia” (Hebreos 4:16). “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará” (Salmo 37:5). “Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré” (Salmo 91:2). ¡Cuán fácilmente dudamos por falta de fe en su potestad y en su sabiduría! Y, sin embargo, la Palabra nos dice de aquel que duda: “No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago 1:7). “Os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Marcos 11:24).
  • Una disposición constante, fruto de nuestra comunión con el Señor. De esta forma, no doblaremos las rodillas ocasionalmente, sólo cuando haya ejercicios particulares que preocupen nuestros corazones, sino que lo haremos también para exponer lo que constituye nuestra vida cotidiana, conscientes de que nuestro testimonio está tejido de detalles. Si nada es demasiado grande para que la potestad de Dios pueda hacerlo, nada es demasiado pequeño para que su amor no se quiera ocupar de ello. El propio Señor enseña a los suyos que siempre deben orar y no desmayar (Lucas 18:1). El apóstol Pablo escribe a los tesalonicenses: “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17). Esta exhortación, sin llamar necesariamente a hacer un alto en nuestras ocupaciones, implica una disposición continua de nuestros corazones, ya que la oración es como la respiración espiritual de nuestras almas.
  • Una práctica diaria. Cada día, y varias veces al día, debemos sentir la necesidad de acercarnos a Dios mediante la oración para presentarle, por medio del Señor Jesús, nuestras peticiones con acciones de gracias. ¡Qué bendición y qué seguridad poder confiarle, desde la mañana, el día que comienza! Por cierto que sentimos esa necesidad mucho más cuando atravesamos la prueba, pero la oración debe constituir un ejercicio cotidiano, resultado del gozo de nuestra proximidad con el Señor, del libre acceso que tenemos a él. Daniel, de rodillas en su alcoba con peligro para su vida, oraba tres veces al día, dando gracias (Daniel 6:10). No esperó la prueba para hacerlo, pues dice la Palabra: “Como lo solía hacer antes”. “Mas yo a ti he clamado, oh Jehová, y de mañana mi oración se presentará delante de ti” (Salmo 88:13). El Señor, modelo divino, oraba en un lugar desierto, muy de mañana (Marcos 1:35).
  • Una actividad perseverante. Cuanto más experimentemos nuestras debilidades y los peligros que nos amenazan, tanto más afán tendremos por la gloria del Señor, el bien de los suyos y el de todos los hombres, y tanto más predispuestos estaremos a perseverar en la oración. En cuanto a nosotros, esto constituirá nuestra segura salvaguardia; en cuanto a los demás, esta perseverancia será la traducción de nuestro amor por ellos. Como ya lo hemos citado, los primeros cristianos perseveraban en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús (Hechos 1:14). “Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2). “Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra” (Hechos 6:4).
  • Una espera paciente. El Señor, en su conocimiento perfecto, sabe lo que nos hace falta, pero también conoce el momento favorable para responder a nuestras peticiones. Con mucha facilidad nos caracteriza la impaciencia, pero la confianza en su sabiduría nos dará la paciencia para esperar en silencio la salvación de Jehová (Lamentaciones de Jeremías 3:26). Saúl, en Gilgal, no supo esperar la llegada de Samuel. Se esforzó y ofreció holocausto. Conocemos las consecuencias que resultaron de su loco proceder (1 Samuel 13:6-14). La paciencia no es un fruto de la naturaleza humana, sino de la naturaleza divina de la que llegamos a ser participantes (2 Pedro 1:3-7). Ella también es el producto de la prueba de nuestra fe (Santiago 1:3). “Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Salmo 5:3).
  • Un ejercicio verdadero, la expresión de necesidades precisas. Si bien la oración debe ser habitual para nosotros, debemos excluir de ella toda rutina, todo formalismo, toda vana repetición (Mateo 6:7). Expresemos por ella las cosas que deseamos verdaderamente, aquellas que buscamos ardientemente. Si nuestras peticiones presentan aquello que nos oprime el corazón, serán eficaces, y tales súplicas pueden mucho (Santiago 5:16). Con qué facilidad nos limitamos a las generalidades, incluso exponiendo verdades que son muy preciosas para ser expresadas a su tiempo, pero que no constituyen ni una petición, ni una acción de gracias. Guardémonos, y muy particularmente en las reuniones de oración, de largas exposiciones que a veces transforman nuestras oraciones en meditaciones que dirigimos al Señor. ¡Qué lozanía cuando una oración testimonia necesidades precisas, verdaderas y sentidas! “Amigo, préstame tres panes” (Lucas 11:5). El salmista podía decir: “Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré” (Salmo 27:4). “Y oró Isaac a Jehová por su mujer... y lo aceptó Jehová” (Génesis 25:21).
  • En cuanto a su duración, debe ser moderada. En privado, nunca cansaremos al Señor orando frecuente, larga y abundantemente, presentándole todo lo que tenemos en el corazón. La Palabra nos exhorta a orar sin cesar (1 Tesalonicenses 5:17), en todo tiempo (Lucas 21:36), siempre (Lucas 18:1). ¡Qué santificación práctica para nuestras vidas resultará de este ejercicio que nos conduce ciertamente al juicio de nosotros mismos! ¡Qué bendición para la familia y para la Iglesia puede resultar de las horas pasadas de rodillas por los padres, por un hermano o una hermana! Este servicio, infinitamente precioso a los ojos de Dios, es frecuentemente ignorado por aquellos que son sus beneficiarios. Los colosenses eran un tema constante de oración para el apóstol Pablo (Colosenses 1:3 y 9). Al escribir a los corintios, el mismo siervo les dice que lo que sobre él se agolpa cada día es la preocupación (la solicitud) por todas las iglesias (2 Corintios 11:28). Tenemos ejemplos notables de la adhesión al pueblo de Dios y de la identificación con su estado en las oraciones de Esdras (Esdras 9:5-15) y de Daniel (Daniel 9:3-19). Moisés, escogido de Dios, se interpuso ante Él y, por sus súplicas, la indignación divina se apartó de Israel (Salmo 106:23).
    Otra cosa es la oración hecha en público, en iglesia. Estamos expuestos, en las reuniones que tienen este carácter, a presentar oraciones muy largas, tornándolas así menos objetivas y hasta confusas. Aquellos que las escuchan experimentan lasitud y se distraen fácilmente. El hermano que ora, siendo la boca de la Iglesia, debe estar ejercitado para hacerlo de tal modo que cada uno pueda decir amén sabiendo lo que ha sido pedido, manifestando así su acuerdo con lo que ha sido dicho. Ciertamente, será preferible que un hermano ore dos veces antes que presente una abundancia de necesidades de una sola vez. Por cierto, nuestras oraciones públicas ganarán en fervor y en vigor por su brevedad, su simplicidad y su precisión (Lucas 20:47).