En toda oración y ruego /6

Filipenses 4:6

Las Escrituras nos enseñan igualmente que, en ciertos casos, la oración puede ser anormal, incluso inconveniente. Aunque esto pueda parecer extraño a primera vista, citaremos algunos ejemplos que demostrarán claramente esta realidad.

Si deliberadamente hemos escogido nuestro camino, el cual se convierte en el resultado de la propia voluntad, puesto que corresponde a las aspiraciones de nuestros corazones naturales, es inútil orar a continuación para pedir al Señor su dirección. Como la oración es una manifestación de dependencia, al ser practicada en tal estado de espíritu pierde su carácter fundamental. Más todavía, revela una falta de rectitud, pues tiene por objeto la concesión de una libertad de acción, pidiendo, por así decirlo, que nuestras disposiciones sean acompañadas por la aprobación divina. ¡Cuán fácilmente decimos: «Tengo la libertad de hacer esto o aquello»! ¿De dónde se sacó tal libertad? ¿Habrá sido de nuestros corazones, en detrimento de los derechos del Señor, o es la consecuencia de una real dependencia? Frecuentemente, en efecto, tomamos decisiones sin exponer las cosas al Señor, después de lo cual le pedimos su ayuda y su bendición. Así hizo Jacob después de haber trazado su plan, cuando temía encontrar a su hermano Esaú (léase Génesis 32).

En el libro de Jeremías (capítulos 42 y 43 hasta el versículo 7), tenemos el notable ejemplo de un camino escogido antes de consultar a Jehová. Estos pasajes nos presentan el estado de una parte de Judá no deportada, dejada en su tierra. Su deber era quedarse allí y someterse a Nabucodonosor. No obstante, el temor lo conduce a desear huir a Egipto. Los jefes de todo el pueblo se dirigen a Jeremías y le piden que ore a Jehová por ellos, con el fin de conocer el camino por el que debían andar y lo que debían hacer. A esta petición le añaden aun estas palabras que establecen su responsabilidad en cuanto a dependencia: “Jehová sea entre nosotros testigo de la verdad y de la lealtad, si no hiciéremos conforme a todo aquello para lo cual Jehová tu Dios te enviare a nosotros. Sea bueno, sea malo, a la voz de Jehová nuestro Dios al cual te enviamos, obedeceremos” (Jeremías 42:3-6). ¿Cómo fue la respuesta divina? Llena de gracia y de simplicidad: “Así ha dicho Jehová Dios de Israel...: Si os quedareis quietos en esta tierra, os edificaré, y no os destruiré; os plantaré, y no os arrancaré; porque estoy arrepentido del mal que os he hecho. No temáis de la presencia del rey de Babilonia... porque con vosotros estoy yo para salvaros y libraros de su mano” (v. 9-12). En su misericordia, Dios pone ante el pueblo los dos caminos y sus salidas. ¿Había lugar para titubear? Sin embargo, estos hombres carecían de rectitud al pedir a Jehová que les indicase el camino a seguir, pues querían ir a Egipto. Jeremías lo sabía, y por eso les dice: “¿Por qué hicisteis errar vuestras almas? Pues vosotros me enviasteis a Jehová... y no habéis obedecido a la voz de Jehová... sabed de cierto que... moriréis en el lugar donde deseasteis entrar para morar allí” (v. 20-22). Como la perversidad de ellos queda en descubierto, no aceptan las declaraciones de Jehová, contrarias a las intenciones de ellos, de forma que responden al profeta: “Mentira dices; no te ha enviado Jehová nuestro Dios para decir: No vayáis a Egipto para morar allí” (43:2).

Tenemos un caso semejante en el capítulo 18 del segundo libro de Crónicas (narración idéntica a la de 1 Reyes 22). El casamiento de Joram, hijo de Josafat, con la hija de Acab, establece relaciones entre el piadoso rey de Judá y el infiel rey de Israel. Les vemos juntos, sentados sobre tronos, identificándose Josafat con Israel y su mal estado y solidarizándose con las intenciones de Acab, al cual dice: “Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra” (2 Crónicas 18:3). La asociación de un creyente con el mundo lo hace solidario con la iniquidad que se encuentra en éste. Ello lo despoja de la facultad de discernir el pensamiento de Dios y le quita la fuerza para luchar contra el mal; de ahí la importancia de la exhortación tan frecuentemente repetida: “apartaos” (2 Corintios 6:17; Esdras 10:11; véase Números 23:9; Jeremías 15:19). Aunque se encuentra en una posición anormal, la piedad de Josafat le hace sentir el deseo de conocer el pensamiento de Dios. Como no le merecían confianza los cuatrocientos profetas convocados por Acab, pide que Micaías, profeta de Jehová, sea escuchado. Como siervo fiel, Micaías había desaprobado frecuentemente a Acab; de aquí el odio de este último. Cuando Micaías acude al llamado, le dictan las palabras que debe pronunciar, de manera que él habla, primeramente, como los falsos profetas. Acab discierne que no es la verdad y le dice: “¿Hasta cuántas veces te conjuraré por el nombre de Jehová que no me hables sino la verdad?” (2 Crónicas 18:15). Entonces el profeta la hace conocer, pero como ella no concuerda con la decisión tomada por esos reyes de ir a la guerra contra Ramot de Galaad, arrojan a Micaías en prisión. Sin embargo, el camino que debían seguir era manifiesto. Josafat, cegado, se marcha con Acab para volver solo y confuso. De vuelta a su casa, debe oír estas palabras: “¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová? Pues ha salido de la presencia de Jehová ira contra ti por esto” (19:2).

Lo mismo ocurre cuando conocemos la voluntad de Dios. En efecto, si la instrucción de la Escritura nos hace discernir el pensamiento de Dios en cuanto a un camino a seguir o a evitar, es inútil y anormal orar para reclamar la dirección divina. Y, sin embargo, debemos reconocer cuán fácilmente hacemos, de ciertas circunstancias, un «tema de oraciones», mientras que, si somos rectos delante de Dios, conocemos muy bien su voluntad. Estas oraciones no tienen por objeto la gloria del Señor, sino que proceden de una lucha entre el deseo alimentado por nuestros corazones naturales y el temor de las consecuencias que podrían resultar de acciones contrarias a sus pensamientos. Así, por ejemplo: no deberíamos consultar en nuestras oraciones si nuestra participación en asociaciones de este mundo, sean religiosas o políticas, merece su aprobación, puesto que la Palabra es clara al respecto. Toda alianza con el mundo está en oposición con el Señor, según lo que la Palabra nos dice: “¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4). Israel hizo la dolorosa experiencia con los gabaonitas, y cuánto más aun a continuación. En la medida en que estemos separados del mundo podremos ser testigos ante el mundo. ¿Qué dicen los hombres de Sodoma a Lot cuando vivía entre ellos? “Vino este extraño para habitar entre nosotros, ¿y habrá de erigirse en juez?” (Génesis 19:9). Ciertamente, ¿no es humillante comprobar que, con frecuencia, son los incrédulos quienes hacen notar al creyente que se encuentra entre ellos que no está en su lugar? y Lot era un justo que “afligía cada día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de ellos” (2 Pedro 2:8). En cuanto a las primeras asociaciones citadas, leemos en Santiago 1:27: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”, es decir, separados de todas las impurezas que se encuentran en él, pues todo en este mundo es contrario a la nueva naturaleza. Respecto al mundo político, igualmente. Dios mantendrá las autoridades mientras la Iglesia esté aquí abajo. Nuestro papel consiste en someternos a ellas y orar por ellas y no en colaborar, aunque sólo fuese a través de nuestro sufragio en las votaciones. Para el hijo de Dios, el mundo le está crucificado, y él mismo lo está para el mundo (Gálatas 6:14). “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). Renegar de estos caracteres teniendo nuestros afectos atados a las cosas de la tierra, es ser enemigos de la cruz de Cristo.

Pero volvamos al objeto de nuestras líneas y consideremos el ejemplo que nos proporciona Balaam en el capítulo 22 del libro de Números. Este hombre codicioso, cuyo mal estado es recordado en las epístolas de Pedro y de Judas, es solicitado por Balac, rey de Moab y enemigo de Israel, para maldecir al pueblo de Dios. Atraído por la recompensa, deseaba ir con aquél, pero, temiendo las consecuencias, habría querido adquirirla de una forma religiosa. Si su corazón hubiese sido recto, no habría recibido a tales mensajeros en su casa. En su gracia, Dios le hace conocer el camino que debe seguir, para lo cual viene a él con estas palabras: “No vayas con ellos, ni maldigas al pueblo, porque bendito es” (Números 22:12). Balaam está obligado entonces a decir a los enviados de Balac: “Jehová no me quiere dejar ir con vosotros” (v. 13). Dios conocía el corazón de Balaam y Satanás conocía también su punto vulnerable: el amor por el dinero. Además, la invitación es reiterada con más insistencia todavía; por una parte, con el fin de que Balaam fuera manifestado por su propia confusión y, por otra parte, con el fin de que Dios fuese glorificado cerrando la boca al acusador. El profeta es tentado de nuevo, recibe a los mensajeros de Balac, los retiene y les dice: “Os ruego, por tanto, ahora, que reposéis aquí esta noche, para que yo sepa qué me vuelve a decir Jehová” (v. 19). La primera comunicación de Dios no daba lugar a ninguna equivocación. Sin embargo, aunque Balaam fingía menospreciar el honor, deseaba tanto ser colmado de él que Jehová le dice: “Levántate y vete con ellos; pero harás lo que yo te diga” (v. 20). Es decir: Puesto que tú quieres ir ¡ve! No obstante, no podrás decir más que las palabras que yo pondré en tu boca, y eso para tu vergüenza. Si Dios se sirvió de esas circunstancias para proclamar —por medio de las cuatro notables profecías contenidas en los capítulos 23 y 24 del libro de Números— la posición bendita del pueblo de Israel como escogido de entre las naciones en virtud de los dones y del llamamiento de Dios que son irrevocables (Romanos 11:29), es una cosa maravillosa; sin embargo, esto no podría disminuir en nada la responsabilidad de Balaam. Él conocía la voluntad de Jehová y, por consiguiente, debía someterse humildemente y sin razonamiento alguno. Había deseado morir como los hombres rectos (Números 23:10), pero fue alcanzado por la espada del gobierno de Dios, fue matado como los otros enemigos de Israel (Números 31:8; Josué 13:22).

Aunque no se hable textualmente de oración por parte de Balaam, su repetida espera, a continuación de la cual Jehová viene a él, tiene ese carácter.

Tales circunstancias manifiestan muy bien la importancia de la sumisión y de la rectitud de corazón en la oración. El deseo de conocer la voluntad de Dios debe, necesariamente, estar acompañado por el de ajustarse a ella. David podía escribir: “Mas la misericordia de Jehová es desde la eternidad y hasta la eternidad sobre los que le temen... los que se acuerdan de sus mandamientos para ponerlos por obra” (Salmo 103:17-18). El Señor, al enseñar a sus discípulos por medio del lavamiento de los pies, les dice: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Juan 13:17).

Observemos todavía un último aspecto. En la primera epístola de Pedro, capítulo 3, versículo 7, leemos: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo”. En este pasaje, el apóstol se dirige a los maridos creyentes, exhortándolos en cuanto a sus actitudes en relación con sus esposas creyentes y atrayendo la atención de ellos sobre el hecho de que ambos gozan de un privilegio común. De esta preciosa realidad debe resultar una atmósfera propicia para el ejercicio en común de la piedad. Este afecto al Señor, expresado en la intimidad de los vínculos del matrimonio, era ciertamente la parte de Priscila y Aquila, ambos compañeros de obra del apóstol Pablo. No por nada la interrupción de las oraciones es mencionada en relación con la vida doméstica. En efecto, a causa de nuestras naturalezas y de las manifestaciones carnales, el clima familiar puede perjudicar la oración e incluso interrumpirla momentáneamente. Tengamos cuidado de no quedarnos en tal estado, sino que, al contrario, el impedimento que pudiésemos experimentar pasajeramente nos conduzca a juzgar sin tardanza los pensamientos de nuestros corazones y los motivos de nuestras disposiciones, con el fin de hacernos volver a un mismo pensamiento, a un mismo sentimiento, para dedicarnos de nuevo juntos a la oración.

Los diferentes casos particulares que hemos mencionado ponen ante nosotros circunstancias frecuentemente lamentables, a veces incluso desconsoladoras, en las cuales el creyente puede encontrarse. En razón de las debilidades que nos caracterizan y de los pasos en falso que estamos expuestos a dar hasta el término de nuestra peregrinación, pero también en virtud del amor divino que sin cesar desea bendecirnos, vivimos en la escuela de Dios. Como hijos a quienes él recibe por tales (Hebreos 12:5-6), nos disciplina para hacernos bien al final. No somos dejados sin recursos y, si Jehová en otro tiempo dio a Israel la seguridad de su potente socorro cuando le quedaba por poseer un país muy grande, cuánto más lo otorgará ahora a toda alma dependiente y confiada.

Después de haber considerado los diferentes caracteres de la oración, ¿no quedamos asombrados al comprobar la amplitud de este tema, su trascendencia y el inmenso lugar que ocupa en la Palabra? La abundancia de las instrucciones que pone ante nosotros y los recursos que la oración ofrece a la fe son apropiados para darnos el deseo de sondear las Escrituras con el fin de conocer mejor los pensamientos de Dios, como también de practicar cada vez más la oración para mantener una estrecha comunión con el Señor.

 

No quisiéramos terminar estas líneas sin decir algunas palabras sobre el “Amén” que acompaña a toda oración. Recordemos en primer lugar que significa principalmente: verdad, en verdad, así sea, etc. Al decir “amén” a una oración expresada por otro, nos asociamos a lo que ha sido dicho y solicitamos el otorgamiento de lo que ha sido pedido. Así, pues, cuando una oración es conforme al pensamiento de Dios, es absolutamente normal que nuestro “amén” sea pronunciado y oído. Debemos reconocer que con facilidad somos negligentes al respecto y que, con frecuencia, las oraciones pronunciadas en asamblea sólo son acompañadas de algunos “Amén”, mientras numerosas bocas se quedan cerradas. Sin embargo, ¿no es la manifestación del común acuerdo? La Palabra nos instruye también en eso: “Y dijo todo el pueblo, Amén, y alabó a Jehová” (1 Crónicas 16:36). El apóstol Pablo, al escribir a los corintios (1 Corintios 14:16), insiste en la necesidad del ejercicio del entendimiento en la oración en común, con el fin de que aquel que oye pueda decir amén sabiendo lo que ha sido dicho. Esto también destaca que la brevedad, la claridad y la objetividad hacen que las oraciones sean comprensibles.

Además, vemos frecuentemente que el “Amén” es pronunciado al escucharse las declaraciones divinas comunicadas por Dios mismo, o por los instrumentos que él emplea para hacer conocer su voluntad. También entonces tiene el sentido de aprobación, de sumisión, de completa aceptación de lo que ha sido dicho. Así Jeremías, oyendo a Jehová que le recordaba sus consejos concernientes a Israel, responde: “Amén, oh Jehová” (Jeremías 11:5). En otra parte, el pueblo, reconociendo el fundamento de las serias palabras de Nehemías, a las cuales no encuentra nada que replicar, debe decir: “¡Amén! y alabaron a Jehová” (Nehemías 5:13). ¿Qué significan los doce solemnes “Amén” dichos por todo el pueblo al oír las maldiciones pronunciadas sobre el monte Ebal? (Deuteronomio 27:15-26). ¿No son ellos la confirmación de la condición de toda criatura puesta bajo la ley, según lo que se dice en Gálatas 3:10: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición”? Ahora bien, nosotros no estamos más bajo la ley, sino bajo la gracia (Romanos 6:14), de forma que podemos apropiarnos con felicidad el deseo expresado en el último versículo de la epístola a los Hebreos (en la cual el apóstol es el propio Jesús): “La gracia sea con todos vosotros. Amén”. Casi todas las epístolas terminan por un “Amén”. Así, los escritores terminan sus cartas con votos de bendición o con alabanza, ratificándolas por medio del “Amén”, manera por la cual también sellan como verdad de Dios la enseñanza que ellas contienen.

Citemos todavía algunas de las numerosas expresiones de alabanza contenidas en la Palabra, a las cuales se les añade un amén que las hace irrevocables. A veces, incluso, su repetición acentúa la solemnidad. “Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande. Y todo el pueblo respondió: ¡Amén! ¡Amén! alzando sus manos; y se humillaron y adoraron a Jehová inclinados a tierra” (Nehemías 8:6). “Bendito sea Jehová, el Dios de Israel, por los siglos de los siglos. Amén y Amén” (Salmo 41:13). “Bendito sea Jehová para siempre. Amén, y Amén” (Salmo 89:52). “A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:36). “A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios 3:21). “A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (1 Pedro 5:11). Podríamos multiplicar tales citas, pero terminamos recordando que el “Amén” es frecuentemente mencionado en el Apocalipsis para confirmar la alabanza perfecta y eterna. En el capítulo 5, versículo 14, los cuatro seres vivientes dicen “Amén” y los ancianos caen sobre sus rostros y adoran, mientras que la adoración de todas las criaturas prorrumpe en glorias a Aquel que está sentado en el trono, y al Cordero. En el capítulo 7, versículos 11 y 12, todos los ángeles que están alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro seres vivientes se postran sobre sus rostros delante del trono y adoran a Dios proclamando una séptuple alabanza enmarcada por dos “Amén”, a pesar de no tener parte en la salvación (comparar con lo que, en el versículo 10, claman aquellos de la gran multitud, vestidos de ropas blancas). En el capítulo 19, versículo 4, mientras la esposa falsa, la corruptora final, es suprimida para siempre y las bodas del Cordero van a ser celebradas, los veinticuatro ancianos (que representan a los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento) y los cuatro seres vivientes (asociados a los ancianos desde el capítulo 5), se postran igualmente en tierra y adoran a Dios, quien está sentado en el trono, diciendo: “¡Amén! ¡Aleluya!”.

Amén”, igualmente, es un título dado al Señor. Cuando Pablo escribe a los corintios les dice: “Porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). En Cristo descansaban la realidad y la realización de las promesas de Dios. Ninguna de ellas encuentra su efecto fuera de él. Antes del principio del polvo del mundo, él se alimentaba de los decretos de Dios. Él, que era la delicia del Padre y teniendo solaz delante de él en todo tiempo, se presentó como el que ordenaba todo, declarando por la voz profética: “He aquí, vengo... el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Proverbios 8:22-31; Salmo 40:7-8). Al morir a su tiempo por los impíos (Romanos 5:6), él fue el “Amén” de los planes ordenados por el amor divino. De él podía decirse: “He aquí que mi siervo se portará sabiamente” (Isaías 52:13, V.M.). También por él serán producidos los resultados de su obra, conseguidos en la cruz pero todavía no cumplidos en su totalidad. En Apocalipsis 3:14, leemos: “He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios”. ¿No es sorprendente considerar que el Señor se presenta bajo este título a Laodicea, cuyo estado caracteriza los tiempos tristes del final de la Iglesia aquí abajo? En los días más obscuros él sigue siendo el Mismo y cualquiera que lo posee sabe que él es el “Amén” de las promesas inmutables de Dios. Además, Cristo sigue siendo aquel que jamás ha fallado, el testigo fiel y verdadero y, como Hombre obediente, es el principio de la nueva creación. “A él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:6).

Por un tiempo todavía permanecemos aquí abajo y, durante ese tiempo, los recursos de la gracia divina están a nuestra disposición. Quiera Dios concedernos cada vez más el privilegio y la necesidad de ir a él, y que, perseverando en la oración, velando por medio de ella, expongamos nuestras peticiones delante de Dios con acción de gracias, a fin de que la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guarde nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:6-7). Por ese medio estaremos desligados de las cosas de la tierra y nuestros ojos estarán puestos en “Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2). Entonces podremos, con un deseo acrecentado sin cesar, expresar la petición que clausura las Escrituras: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20), petición a la cual él responde diciendo: “Ciertamente vengo en breve”. Entonces, todos reunidos alrededor de él, seremos saciados de su belleza y él mismo verá, en su plena madurez, el fruto de la aflicción de su alma. Cuando seamos introducidos en esa felicidad sin mezcla, no tendremos nada más que pedir. No obstante, nuestras bocas se abrirán para cantar el nuevo cántico, dando gloria y adorando de una forma perfecta e incesante al Cordero que fue inmolado y quien nos ha redimido para Dios con su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios.

Ya resplandece la aurora;
¡Hermanos! Despertemos.
Algunos instantes todavía,
Y al esposo veremos.
Que nuestra alma bendecida
Se regocije en su Salvador,
Y que por el Espíritu de vida
Repitamos: ¡Ven, Señor!