En toda oración y ruego /3

Filipenses 4:6

4. ¿A favor de quién y por quién son presentadas las oraciones?

  • La conciencia de nuestra debilidad nos conduce necesariamente a orar por nosotros mismos, a exponer nuestras necesidades personales. No cansaremos jamás al Señor manifestando con tales oraciones una constante dependencia, sabiendo que se interesa por todo lo que nos concierne, por todo lo que nos preocupa. Además de la necesitad que sentimos de pedir diariamente su ayuda, su custodia y su dirección, todo creyente conoce ejercicios que sólo puede confiar al Señor. David pudo decir en varias ocasiones: “Ten misericordia de mí, oh Dios” (Salmo 56:1; 57:1; véase también 51:1). Cuántas veces encontramos en la Palabra oraciones por las cuales el creyente pide para él mismo el socorro divino, tales como: “Sálvame” (22:21), “sosténme” (119:117), “ayúdame” (109:26), “guárdame” (141:9), “guíame” (5:8), “líbrame” (39:8), etc.
    Sin embargo, es llamativo observar que las oraciones que tienen por objeto un deseo individual particular a veces son limitadas en cuanto a su insistencia, lo que nos enseña que tales súplicas deben ser acompañadas por el deseo de que sea hecha la voluntad del Señor. Las Escrituras nos presentan ejemplos notables: Pablo rogó tres veces al Señor que le fuera quitado el aguijón en la carne. ¿Cuál fue la respuesta divina?: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:8-9). El Señor, en sus sufrimientos anticipados en el jardín de Getsemaní, ora tres veces, pidiendo con una sumisión perfecta si era posible que esta copa pasara de él (Mateo 26:39-44). ¿Cuál fue la respuesta? El silencio de Dios, con el cual fue cumplida la palabra profética: “Clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo” (Salmo 22:2).
  • Igualmente, se nos enseña a orar por nuestros semejantes. La Palabra nos invita a hacerlo por todos los hombres, por todos los que están en eminencia, por todos los santos, por las asambleas, por nuestras familias. Cuando nos preocupa particularmente el bien de una o varias personas, no temamos nombrarlas en nuestras oraciones. Pablo sin cesar hacía mención de los romanos en sus oraciones (Romanos 1:10), y sin cesar se acordaba también de Timoteo, su verdadero hijo en la fe (2 Timoteo 1:3). Abraham ora con atrevimiento y perseverancia por los justos que podían hallarse en Sodoma (Génesis 18:22-33). El mismo siervo oró por Abimelec (Génesis 20:17), Job oró por sus amigos (Job 42:8), el Señor oró por Pedro (Lucas 22:32). El apóstol Santiago nos exhorta a orar unos por otros (Santiago 5:16). Qué servicio precioso, silencioso pero eficaz. Recordemos aun que José, figura de Cristo, informó primeramente a su padre acerca de la mala fama de sus hermanos. Procedamos nosotros de igual manera. Si el testimonio defectuoso de un creyente es para nosotros un tema de sufrimiento, hablemos también primeramente al Señor en nuestras oraciones con el fin de que nos dé la sabiduría necesaria para luego hablar de su parte a la persona cuyo bien deseamos. Desgraciadamente, debemos reconocer que perseveramos mucho más fácilmente en la oración cuando nuestras propias necesidades están en juego que cuando se trata de las de otros.
  • Inversamente, también están las oraciones de los demás por nosotros. Cuando conocemos la dificultad, la enfermedad, el luto o si pasamos por ejercicios particulares, es reconfortante saber que somos objeto de las oraciones de nuestra familia, de los creyentes, incluso de la iglesia. En Hechos 12:5, la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por Pedro. Pablo esperaba que fueran atendidas las oraciones de Filemón y de la asamblea respecto de él (Filemón 22). Simón, consciente de su triste estado espiritual, pide las oraciones de Pedro y Juan (Hechos 8:24). Frecuentemente, los hijos de creyentes, educados en una atmósfera familiar de piedad, realizan sólo más tarde, una vez llegados a la edad madura, el valor de las numerosas oraciones que sus padres hicieron subir por ellos ante el trono de la gracia. Cuando Pablo escribe a Timoteo, su amado hijo, le recuerda que sin cesar se acuerda de él en sus oraciones, y menciona la fe sincera que había en su abuela, como también en su madre. Estas mujeres piadosas seguramente rogaron mucho por este joven hombre de Dios.
  • Entre las oraciones de las cuales somos los felices beneficiarios, aquellas que el Señor dirige a Dios por nosotros son evidentemente las más preciosas, ya que son perfectas. Es útil, por cierto, recordar los oficios celestiales que ejerce en nuestro favor, como intercesor, sumo sacerdote y abogado. Observemos ante todo que no tenemos que pedir estas oraciones del Señor por nosotros, pero sí experimentamos su beneficiosa eficacia.
    • Como Intercesor, su actividad está basada sobre nuestra aceptación ante Dios en virtud de la perfección de su obra. Nuestra posición en él, firmemente establecida, constituye el fundamento mismo de su intercesión. Fuera de toda duda, pues, este oficio divino es ejercido sólo en favor de los creyentes, de aquellos que verdaderamente tienen la vida. Este tema es presentado magníficamente en la epístola a los Hebreos, la que, dirigiéndose a cristianos, los considera en la tierra relacionados con Cristo. Aunque se encuentra separado de ellos, está constantemente presente ante Dios por ellos. Por una parte, somos santos, justos, perfectos, irreprochables, irreprensibles, agradables en el Muy Amado, y justicia de Dios en él. Ésa es nuestra posición. Tales caracteres gloriosos nos pertenecen ya, presentemente, como consecuencia del hecho que el Señor se entregó a sí mismo, comunicando a los suyos su propia naturaleza. Por otra parte, mientras estamos en el cuerpo, seguimos siendo débiles y ofendemos muchas veces (Santiago 3:2), estando en un mundo que nos expone a ser inconsecuentes en cuanto a la realización y a la manifestación de nuestros caracteres celestiales. A causa de este estado de cosas, el Señor ruega por nosotros. Así, mientras estamos en la tierra, él es activo en nuestro favor, viviendo siempre para interceder por nosotros (Hebreos 7:25). “Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Romanos 8:34). Este servicio celestial del Señor reviste dos caracteres. Es nuestro Sacer­dote ante Dios y nuestro Abogado para con el Padre.
    • Como Sacerdote, el Señor, Hombre glorificado sentado a la diestra de la majestad, está ante Dios e interviene por los suyos a quienes llama sus hermanos, con el propósito de que no pequen. Leemos en Hebreos 4:14-15: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. Su vida, durante la cual fue el hombre de dolores, a quien ningún sufrimiento le fue evitado, lo califica para socorrer a aquellos que son tentados y simpatizar perfectamente con nuestras debilidades. Observemos que no simpatiza jamás con nuestros pecados, sino con nuestras debilidades, nuestros combates, estando activo en nuestro favor con el propósito de que recibamos el socorro en el momento oportuno. Asimismo somos invitados por la Palabra a acercarnos con confianza al trono de la gracia, ante el cual se encuentra nuestro Sumo Sacerdote, Jesús, quien nos garantiza el acceso. No vamos a él como tal, sino a Dios por Cristo, quien desempeña este oficio perpetuo e intransmisible por el que puede salvarnos perpetuamente, es decir hasta la perfección (Hebreos 7:25). El Señor, estando aún en la tierra, anticipa en cierta manera este servicio de intercesor cuando dice a Pedro, antes de que éste cayera: “He rogado por ti, que tu fe no falte”. Este discípulo debía aprender adónde le conduciría su confianza en la carne, pero es motivo de la oración de Aquel de quien va a negar, con el fin de que no se desanime y que, una vez vuelto, sea capaz de confirmar a sus hermanos (Lucas 22:31-32).
      En Cristo tenemos un gran sacerdote sobre la casa de Dios, por quien tenemos libertad para entrar en el Lugar Santísimo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne (Hebreos 10:19-22). Bajo el antiguo pacto, sólo el sumo sacerdote entraba una vez al año en el Lugar Santísimo, y no sin sangre ofrecida por sí mismo y por los pecados de ignorancia del pueblo (9:7). Colocado ante el trono de Dios, subsistiendo en virtud de la sangre con la que hacía aspersión, podía cumplir su oficio, haciendo la expiación por sí, por su casa y por toda la congregación de Israel (Levítico 16:17). En tal lugar, Aarón llevaba ante Dios, sobre sus hombros y sobre su corazón, los nombres de las doce tribus grabados sobre las piedras preciosas. Una lámina de oro fino, en la cual estaban grabadas las palabras “Santidad a Jehová”, estaba por la parte delantera de la mitra, de forma que él llevara las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel habían consagrado en todas sus santas ofrendas (Éxodo 28:38). Esto nos habla en figura de la expiación operada por la sangre de Cristo y de su aplicación a los creyentes. Nuestro sumo sacerdote entró en el cielo mismo por su propia sangre para presentarse ahora por nosotros ante Dios. El camino estando así abierto hasta el Lugar Santísimo, todo creyente está invitado a penetrar en él, a acercarse con corazón sincero en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura (Hebreos 10:19-22). Cuando ofrecemos culto, qué seguridad proporciona saber que Él presenta a Dios nuestros sacrificios espirituales que Él hace perfectos, purificando mejor que Aarón las imperfecciones de nuestras ofrendas. Cristo es la medida de nuestra aceptación ante Dios. Estamos en él, de forma que nuestra adoración llega a Dios como envuelta por sus perfecciones e impregnada de su santidad.
    • El Señor intercede igualmente por nosotros como Abogadoobrando como tal cuando hemos faltado. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:1-2). Al interceder a nuestro favor, defiende nuestra causa, siempre en virtud de la perfección de su obra. Cuando pecamos, interviene con el propósito de que la comunión interrumpida sea restablecida y que nuestra alma sea restaurada. Precisemos que no intercede con vistas al restablecimiento de nuestra posición, ya que ésta es inconmovible, sino con el fin de que el gozo nos sea devuelto. Tampoco en este caso tenemos necesidad de reclamar su intervención, porque su amor por nosotros lo hace obrar según lo que está escrito: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos”. Por su Palabra, obra en nuestros corazones y en nuestras conciencias, produciendo la confesión de nuestras faltas de la que resulta la realización del perdón que nos ha conseguido y una completa purificación. El lavamiento de los pies que el Señor realiza en Juan, capítulo 13, establece la doctrina de la intercesión de Cristo como Abogado. En este acto no es cuestión de sangre sino de agua, pues este servicio divino se ejerce en favor de aquellos que ya son limpios, santificados, pero quienes, dejados en este mundo, han contraído manchas en su andar. En esta escena, el Señor toma ya lugar en el cielo, donde permanece para siempre como servidor de los suyos. Nuestro divino Abogado obra por su Palabra y su Espíritu, operando así la purificación de las impurezas adheridas a nuestros pies, con el propósito de mantener nuestra comunión con el Padre, la cual existe en virtud de las relaciones en las que él nos ha colocado.
      Podríamos extendernos con provecho sobre un tema tan importante. Nos abstenemos de ello, sin embargo, a causa del carácter de estas líneas, las que tienen por finalidad atraer nuestra atención sobre el valor infinito de las oraciones del Señor por nosotros. Concluimos precisando también que la intercesión de Cristo, su sacerdocio y su intervención como Abogado no tienen por consecuencia la introducción del hombre en las relaciones con Dios, sino que tales oficios sólo se ejercen precisamente en favor de aquellos que ya están establecidos en esas relaciones. En efecto, todo descansa sobre el establecimiento de la justicia divina y el cumplimiento de la propiciación, por las cuales nuestra posición ante Dios nos está garantizada. La comprensión y la apreciación de la actividad constante del Señor por nosotros producirán necesariamente acrecentados sentimientos de seguridad y de confianza que son para su gloria. Mientras combatimos aquí abajo, somos objeto de cuidados atentos, de la solicitud llena de amor de Aquel que está elevado más alto que los cielos.

Lleno de simpatía,
De tierna bondad,
Jamás tú olvidas
A ningún rescatado.
Eres Tú quien nos ayuda
En cada combate,
Y por nosotros tú intercedes,
Divino Abogado.