En toda oración y ruego /2

Filipenses 4:6

3. Caracteres de las diferentes oraciones

Las Santas Escrituras nos enseñan a orar “en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia” (Efesios 6:18). Nuestras oraciones, pues, pueden presentar caracteres diferentes según las circunstancias en que nos encontremos, como también en función de las disposiciones de nuestros corazones. Citaremos algunos:

  • La demanda o petición, sentido propio del vocablo “oración”, por la que exponemos necesidades, requiriendo de parte de Dios lo que nos hace falta. Como creyentes, no pedimos lo que ya nos es dado por gracia, lo que tenemos en Cristo, como por ejemplo la paz o el perdón, pues estas cosas las poseemos. Por el contrario, podemos pedir que nos acuerde el goce de ello, que gustemos cada vez más sus efectos. “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego... Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7). “Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:14).
  • La súplica (o ruego), es una oración ferviente e insistente, expresada con la certidumbre de que Aquel al que la presentamos es poderoso como también único para responderla. La súplica evoca el pensamiento de la necesidad absoluta de obtener la cosa implorada, aunque la humildad y la sumisión sean requeridas en tales plegarias. Daniel podía decir: “Ahora pues, Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos... porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias” (Daniel 9:17-18). “Escucha, oh Jehová, la voz de mis ruegos”, dice David (Salmo 140:6).
  • El lamento o queja es la expresión, en la oración, del dolor que exponemos al Señor. Es el gemido de un corazón oprimido. Ana, orando largamente, incomprendida por Elí, quien la observaba, debe decirle: “Yo soy una mujer atribulada de espíritu... porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora” (1 Samuel 1:15-16). David, en el Salmo 55, v. 2, escribe: “Está atento, y respóndeme; clamo en mi oración, y me conmuevo”. El Salmo 102, en su conjunto, es un “lamento”.
  • El gemido o suspiro es, también, una manifestación de los sentimientos del agobiado. Dios lo escucha como una oración. La intensidad de los sufrimientos puede privar al creyente de las facultades necesarias para orar, pero sus gemidos, que ascienden delante de Dios en tales circunstancias, son oídos. “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26). “No escondas tu oído al clamor de mis suspiros” (Lamentaciones de Jeremías 3:56). El Señor, en su perfecta simpatía, al ver las consecuencias del pecado a las cuales su criatura estaba sometida, gimió (Marcos 7:34; 8:12).
    El gemido o suspiro es también la expresión de un ferviente deseo, de una aspiración profunda. “Mi boca abrí y suspiré, porque deseaba tus mandamientos” (Salmo 119:131). “Toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora... nosotros también gemimos... esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:22-23).
  • El clamor es una llamada apremiante por la que se reclama un socorro inmediato. Aquel que clama no tiene más que una sola esperanza, la de ser oído, atraer la atención. “Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó; desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste” (Jonás 2:2). “En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios. El oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos” (Salmo 18:6). Hablando proféticamente del Señor, tenemos estas palabras en el Salmo 22, versículo 2: “Dios mío, clamo de día, y no respondes”.
  • La lucha es un aspecto que también caracteriza a la oración. Por ella, “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). Es significativo comprobar que en este capítulo 6 de la epístola a los Efesios, la mención de la oración sigue inmediatamente a la descripción de toda la armadura de Dios. Tenemos un tipo notable de la lucha contra la carne en el combate de Israel contra Amalec (Éxodo 17). En cuanto a nosotros, tenemos en Cristo un intercesor cuyas manos no decaen jamás, de forma que, en él, siempre es posible conseguir la victoria. Si nos acercamos al trono de la gracia, podemos, por medio de la oración, combatir por el prójimo, como también colectivamente. Epafras combatía siempre por los colosenses, en sus oraciones (Colosenses 4:12). Pablo exhorta a los romanos a combatir con él, en sus oraciones (Romanos 15:30).
  • La intercesión es el carácter particular y muy importante de un aspecto de la oración. Como lo indica el vocablo, interceder significa actuar como mediador, requerir un favor para otro. Al interceder, intervenimos ante Dios por el bien de los otros. Es un servicio de gran valor que consiste en orar por aquellos que son objeto de nuestro afecto y por lo que es precioso al corazón del Señor, especialmente su Asamblea. Además, la Palabra nos enseña a orar por los que nos ultrajan y nos persiguen (Mateo 5:44). El Señor oró por los transgresores (Isaías 53:12 y Lucas 23:34). Esteban pudo decir: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:60). La Palabra contiene innumerables ejemplos de hombres de Dios que, olvidándose de ellos mismos, intercedieron con insistencia, constancia e incluso intrepidez, pues deseaban fervientemente el bien del pueblo de Dios. Señalemos, no obstante, que tales intervenciones no serán aceptadas mientras no sean practicadas con toda reverencia y sumisión, porque no podemos dar órdenes a Dios. Moisés desempeño en varias ocasiones el papel de intercesor. En Éxodo 32:12-13, después de lo sucedido con el becerro de oro, implora a Jehová diciendo: “Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo”. Mientras tenía en sus manos las tablas que debe quebrar, en las que estaba escrita una ley inflexible, apoya su intercesión sobre las promesas de bendición incondicionales hechas a los padres (v. 13). En esta misma circunstancia, intercede por Aarón para que no sea destruido (Deuteronomio 9:20). Más tarde, en Números 14, después que el pueblo despreciara el país explorado, Moisés, al escuchar la sentencia divina, intercede también. Como había asistido anteriormente, sobre el monte Sinaí, a la proclamación de la misericordia, de la gracia y de la bondad de Dios (Éxodo 34:6), intercede invocando estos mismos caracteres, y dice: “como lo hablaste” (Números 14:17). Entonces Jehová apela a su gracia y se deja conmover, diciendo: “Yo lo he perdonado conforme a tu dicho” (v. 20). Sin embargo, el gobierno se ejerce, lo que no puede atenuar la realidad del perdón. En Mizpa, Samuel ora a Jehová por el pueblo. Consciente del valor de esta intercesión, Israel dice al profeta: “No ceses de clamar por nosotros a Jehová nuestro Dios” (1 Samuel 7:8). Ezequías oró a Jehová por aquellos que comían la pascua sin haberse purificado, con el fin de que esta negligencia les fuese perdonada; y Jehová lo escuchó (2 Crónicas 30:18-20). En el momento de la dedicación del templo de Salomón, este rey dirigió una oración a Jehová durante la cual intercedió por el pueblo por anticipado, diciendo: “Si pecaren contra ti... y estuvieres airado contra ellos... y ellos volvieren en sí... y dijeren: Pecamos... tú oirás en los cielos... su oración y su súplica, y les harás justicia. Y perdonarás” (1 Reyes 8:46-50). Podríamos multiplicar las citas hablando de David, Esdras, Daniel, Jeremías, Pablo y otros muchos. La intercesión requiere discernimiento para ser conducidos a pedir en nuestras oraciones lo que contribuya a la bendición de quienes son el objeto de aquélla.
    Podemos también observar que, durante el día de Cristo, cuando hayamos sido introducidos en el cielo, seremos sacerdotes, formaremos parte del conjunto constituido por los veinticuatro ancianos, quienes, según Apocalipsis 5:8, se postran delante del Cordero, teniendo todos arpas y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos. Como tales, cumpliremos este oficio celestial en favor de los creyentes que estén sufriendo aquí abajo durante el período apocalíptico, oprimidos por el anticristo. Como estaremos interesados en sus circunstancias, presentaremos sus oraciones como envueltas por la justicia divina (copa de oro), contribuyendo así a su bendición. ¿No es beneficioso pensar que el sacerdocio que ejercemos ahora continuará de una manera perfecta en el cielo, en favor de los santos que se encuentren en la tierra durante el día del Señor?
    En cuanto a nosotros mismos, está dicho que el Espíritu intercede por nosotros con gemidos indecibles (Romanos 8:26). La epístola a los Hebreos analiza abundantemente el oficio celestial que ejerce el Señor en favor de nosotros, como intercesor, viviendo siempre para interceder por nosotros (Hebreos 7:25 y Romanos 8:34). Como tal, divino y perfecto mediador, ora en favor de nosotros y se presenta delante de Dios por nosotros a fin de que recibamos la bendición que tanto necesitamos. Trataremos sobre este tema ulteriormente.
  • La confesión es el acto por el cual reconocemos un mal cometido. Delante de Dios, es la oración que consiste en declarar nuestro pecado, en citar nuestra falta, diciéndole: «He hecho esto o lo otro». Es, ciertamente, más penoso confesar una falta que humillarse de una forma general. Levítico 5:5 es muy instructivo: el culpable confesará aquello en que haya pecado, a continuación de lo cual sólo puede ser ofrecido el sacrificio para su purificación. Cuando un creyente ha pecado, debe confesarlo. 1 Juan 1:9 es muy claro: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Observemos que no se dice que el perdón debe ser pedido, sino que nuestro pecado debe ser confesado para que el gozo de ese perdón nos sea otorgado mediante el restablecimiento de la comunión interrumpida. El Señor es fiel y justo para perdonarnos lo que confesamos, en virtud de la perfección y de la plena suficiencia de su obra. Esta confesión debe ser acompañada por el deseo de ser librados de la trampa en la que hemos caído. El que sus pecados “confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). Además, se nos exhorta a confesar nuestras faltas el uno al otro, con la confianza y el amor recíprocos, para que, por la oración, Dios pueda obrar restableciendo a aquel que ha pecado (Santiago 5:15-16). La Palabra menciona a muchos hombres de Dios que confesaron personalmente el pecado del pueblo, ya que éste no estaba ejercitado para hacerlo. Como estaban conscientes de su identificación con el estado del conjunto, declaran ese pecado delante de Dios como si fuera también de ellos. Daniel oró a Jehová su Dios y hizo su confesión, diciendo: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad...” (Daniel 9:4-5). Otra cosa es la confesión que significa una afirmación, una declaración pública (Mateo 10:32; Romanos 10:9).
  • La humillación. Si la confesión es un acto, la humillación es más bien un estado de alma en el cual se soporta la aflicción como consecuencia de los pecados cometidos. Éste continúa después de la confesión. Humillándonos, juzgamos el mal, teniendo a su respecto la misma apreciación que Dios. Tenemos motivos constantes para humillarnos en nuestras oraciones por nuestras faltas personales, nuestras inconsecuencias, nuestras infidelidades. Jehová dice a Elías: “¿No has visto cómo Acab se ha humillado delante de mí? Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días” (1 Reyes 21:29). “Pero Ezequías, después de haberse enaltecido su corazón, se humilló, él y los moradores de Jerusalén; y no vino sobre ellos la ira de Jehová en los días de Ezequías” (2 Crónicas 32:26). Cuando Manasés “fue puesto en angustias, oró a Jehová su Dios, humillado grandemente en la presencia del Dios de sus padres. Y habiendo orado a él, fue atendido; pues Dios oyó su oración” (2 Crónicas 33:12-13). “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios” (1 Pedro 5:6). Esta humillación debe estar acompañada, necesariamente, por el juicio de nosotros mismos ante Dios. Esto nos conducirá, no a desalentarnos, sino a levantar los ojos de la fe al trono de la gracia para recibir el socorro en el momento oportuno (Hebreos 4:16).
    Si tenemos motivos personales para humillarnos, también existen temas colectivos de humillación. En virtud de la verdad fundamental de la unidad del cuerpo, particularmente analizada en la primera epístola a los Corintios, todos los creyentes son un solo cuerpo, del cual son miembros, de forma que si uno padece, todos los miembros se duelen con él (1 Corintios 12:26). Es la razón por la cual hay reuniones de humillación, en las que la iglesia se aflige, tomando sobre ella, en presencia de Dios, el pecado de un hermano o de una hermana. Aquel que ha cometido la falta puede haberse humillado personalmente, lo que es una acción muy deseable, pero la iglesia debe ser purificada de la mácula que está en su seno, pues la confesión del culpable no puede suplir a la acción de la iglesia. El mal en medio de ella es incompatible con la santidad que la caracteriza. Ella es solidaria con aquél y debe confesarlo, humillarse y ser purificada, trabajo que puede necesitar la exclusión del que lleva el carácter de malo. Al quitarlo de en medio de ella, se muestra limpia en el asunto (2 Corintios 7:11). Cuando tal disciplina es ejercida por la iglesia, es indispensable que ésta sea precedida por una reunión de humillación. Esta importante verdad nos es demostrada en figura en el pecado de Acán (Josué 7). Sólo un hombre había visto, codiciado y tomado el anatema (v. 21), sin embargo, el pueblo entero es culpable. El versículo 11 es muy sorprendente: “Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres”. ¿Qué fue lo que hizo que Jehová se volviese del ardor de su ira? Fue el hecho de haberse quitado el mal. “Todos los israelitas los apedrearon...” (v. 25-26). El conjunto del pueblo se asocia a este acto de purificación. Su aflicción y la conciencia de la gravedad del mal producen la energía para obrar, porque la humillación y la acción van a la par. Citamos un caso extremo, pero recordemos que siempre hay motivo para humillarnos en nuestras habituales reuniones de oración al observar el fácil abandono de la congregación, el desarrollo de la mundanalidad, la ausencia creciente de necesidades espirituales, y tantas otras cosas.
    La Palabra nos enseña también que la conciencia de nuestra identificación con las debilidades del conjunto nos conduce a llevarlas en nuestros corazones, y a humillarnos también en nuestras oraciones personales. Tenemos ahí otro aspecto de la misma verdad. No citaremos más que un caso mencionado en las Escrituras, el de Esdras, quien, en la soledad, con su vestido y su manto rasgados, lloraba y se afligía a causa de los pecados del pueblo, el cual se había unido en matrimonio a mujeres extranjeras al pueblo de Dios. Puede decir en su humillación: “Confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza...” (Esdras 9:6). La actitud de este hombre piadoso conmovió la conciencia del pueblo culpable, de manera que se juntó a él una muy grande multitud, la que, con llanto, confesó su pecado y por eso le fue concedida la energía necesaria para separarse del mal.
    Preservémonos de la indiferencia al observar la ruina de la Iglesia y nuestras infidelidades que ensombrecen el testimonio, pero que, por el contrario, el ferviente deseo de glorificar al Señor y el amor por los suyos nos conduzcan a lamentar tal estado de cosas, llevándolo con humillación en nuestros corazones a la presencia de Dios mediante nuestras oraciones individuales, implorando sus muchas misericordias para con lo que es llamado de su Nombre (véase Daniel 9:17-20).
    Después de haber enunciado numerosos caracteres de oraciones por medio de las cuales exponemos nuestras súplicas a Aquel que puede responder a todas nuestras necesidades, es beneficioso considerar brevemente las diversas acciones por las cuales nuestras bocas se abren para ofrecer a Dios, por el Señor Jesús, lo que él tiene derecho a esperar de aquellos que son objeto de su amor. Notemos que no sabríamos presentar nada aceptable cuyo origen estuviera en nosotros mismos. El fruto de labios que le es agradable es ante todo la confesión del nombre de su Hijo muy amado, como también lo que su gracia ha producido en nosotros (Hebreos 13:15). “Abre tu boca, y yo la llenaré” (Salmo 81:10).
  • La acción de gracias es la expresión de nuestro reconocimiento asociada a la conciencia de que todo lo que agradecemos es fruto de la pura gracia de Dios. La experimentación de nuestros privilegios inmerecidos debe producir acciones de gracias. Se nos exhorta a añadirlas a nuestras demandas. “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6). Pablo escribe a los colosenses: “Andad en él; arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe... abundando en acciones de gracias” (Colosenses 2:6-7).
  • La alabanza consiste en proclamar las virtudes, hacer el elogio de una persona. Por nuestra alabanza, damos gloria a Dios, Padre e Hijo. Ella se expresa de una forma particular en los cánticos. El cántico de alabanza que resonó a orillas del mar Rojo después de que Israel lo hubo atravesado, y por el cual el pueblo proclamó la potestad liberadora de Jehová, es un ejemplo notable. Observemos que los cinco últimos salmos presentan, muy particularmente, el carácter de la alabanza, ya que cada uno de ellos empieza y termina con estas palabras: “Alabad a JAH (o Jehová)” o “Aleluya”. Nuestra alabanza tiene origen divino y su objeto es una persona divina. “De ti será mi alabanza en la gran congregación” (Salmo 22:25) y “De ti será siempre mi alabanza” (Salmo 71:6). ¿Por qué? “Porque grande es Jehová, y digno de suprema alabanza” (Salmo 96:4). Ciertamente, ella siempre es oportuna y beneficiosa en nuestras oraciones y tenemos motivos constantes para expresarla. La confesión del nombre de Jesús constituye para Dios un sacrificio de alabanza que le es agradable. Cuando Nabucodonosor recobró su razón, la empleó primeramente para alabar y glorificar al que vive para siempre (Daniel 4:34). David, una vez liberado de la mano de Saúl, dice: “Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado” (2 Samuel 22:4). El propio Señor comienza su oración con estas palabras: “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra...” (Lucas 10:21). Notemos que la alabanza puede ser dirigida al hombre, mientras que la adoración, de la que hablaremos más adelante, no puede tener por objeto más que a Dios. El apóstol Pablo alaba a los corintios en el capítulo 11, versículo 2, de su primera epístola, mientras que, en el versículo 22 del mismo capítulo, se ve imposibilitado de hacerlo.
  • La exaltación consiste en enaltecer, en ensalzar a la persona que es motivo de ella. Al alabar, exaltamos, celebramos, proclamamos altamente las glorias de la persona divina. A la humillación de nuestro Salvador, a su despojamiento voluntario, responde su exaltación hasta lo sumo, por la diestra de Dios (Filipenses 2:6-11; Hechos 2:33). Cuando lo consideramos como tal, engrandecido y puesto muy en alto (Isaías 52:13), nuestros corazones experimentan sentimientos acordes con su posición y lo exaltan. Israel podía decir a Jehová: “Se ha magnificado grandemente... Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré” (Éxodo 15:1-2). “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre” (Salmo 34:3). Así, cuando nos dirigimos a Jesús, individual o colectivamente, conviene exaltar el hermoso nombre que le fue dado y que es sobre todo nombre.
  • La adoración es la acción por la cual rendimos culto. Si la criatura puede ser alabada, la adoración es debida sólo a Dios Padre y Dios Hijo, exclusivamente. “Inclínate a él (adóralo), porque él es tu señor” (Salmo 45:11). Por consiguiente, no conviene hacer uso de ese vocablo (adorable) cuando nos referimos a nuestros semejantes y menos aun tratándose de las cosas que amamos. Cuando los creyentes adoran juntos —y ése es el privilegio más elevado— responden al deseo del corazón de Dios, pues, así como el Señor se complació en revelarlo a la mujer samaritana, el Padre busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad. La adoración es, pues, un servicio concedido a los creyentes aquí abajo, pero que constituirá su actividad perfecta e incesante durante la eternidad. El hijo de Dios que rinde culto cumple el oficio de sacerdote (lo que estaba reservado a la familia de Aarón solamente) y, penetrando en el lugar santísimo por el camino nuevo y vivo que Él nos abrió a través del velo, esto es, de la carne del Señor Jesús (véase Hebreos 10:19-20), permanece ante Dios sin conciencia de pecado, revestido de la justicia y de la santidad de Cristo. Puesto en esta posición bendita, delante del altar de oro ¿qué ofrece? ¿Cuál puede ser el perfume de su adoración si no es la persona de su Salvador y Señor, cuyas perfecciones gloriosas e infinitas constituyen un incienso puro y sin mezcla, agradable a Dios? En efecto, la nota más elevada del culto es la presentación a Dios de la excelencia del Hijo, pues éste llena su corazón, como también el nuestro. David podía decir: “...Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14). También, en la medida en que hayamos estado ocupados con él cada día, podremos depositar, a la hora del culto en asamblea, canastas llenas, expresándole lo que nuestros corazones prepararon para su persona (Deuteronomio 26:1-4; Salmo 45:1). El culto sólo puede ser realizado colectivamente. Nosotros, los que en espíritu servimos (tributamos culto) a Dios, dice Filipenses 3:3. Por ello, esta expresión no corresponde a la lectura individual o en familia, como tampoco a todo servicio religioso.
    Respecto de la oración, notemos que la adoración, como voluntad del corazón, no pertenece exclusivamente al culto en iglesia, sino que tiene siempre su lugar en nuestras oraciones. La conciencia de lo que es el Señor, de nuestra posición en él ante nuestro Dios y Padre, producirá una adoración constante, de la cual nuestras oraciones estarán impregnadas.