7. Casos particulares
El Señor, al enseñar a sus discípulos en la montaña, les dice: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mateo 7:7-8). Y, sin embargo, encontramos en la Palabra varias oraciones que no han sido satisfechas. El apóstol Juan, en su primera epístola, escribe: “Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14-15). No obstante, las Escrituras mencionan oraciones que no han sido escuchadas. En Lucas 18:1, el Señor Jesús habla en parábola para enseñar que hace falta orar siempre y no desmayar. A pesar de ello, la enseñanza divina establece que, en ciertas circunstancias, no hay que hacerlo. También, igualmente, el apóstol Pablo nos exhorta a orar sin cesar (1 Tesalonicenses 5:17) y, sin embargo, a causa de nuestras debilidades, el apóstol Pedro debe estimular a los creyentes a estar atentos a lo que pudiese interrumpir las oraciones de ellos. Si tales casos se producen ¿cuáles son las razones? ¿Hay deficiencia o indiferencia de parte de Dios? Por supuesto que no. Semejantes cosas se producen, por cierto, a causa del estado de nuestros pobres corazones. En sus designios para con nosotros, el Señor las permite e incluso a veces las torna necesarias. Su origen, ciertamente, está en el hombre, pero la finalidad que Dios persigue es la de hacer el bien a la postre. Algunos ejemplos, ricos en instrucciones, conservados para nosotros en la Palabra con el fin de que nos sirvan de advertencia, serán suficientes para establecer los verdaderos motivos.
Para empezar, consideremos brevemente algunas oraciones que han sido oídas, pero no complacidas. Veremos que, si las cosas deseadas no han sido otorgadas, es porque la sabiduría y el amor divinos tenían frecuentemente en perspectiva una bendición más grande que aquella que había sido pedida. El primer ejemplo notable es, sin duda, aquel de Moisés cuando suplica a Jehová que le permita entrar en la tierra prometida. Sabemos que, por haber golpeado la peña dos veces con su vara, como así también por haber hablado precipitadamente con sus labios (Salmos 106:33) —en lugar de tomar la vara del sacerdocio y de hablar a la peña— Jehová tuvo que pronunciar contra Moisés y Aarón estas solemnes palabras: “...Por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado” (Números 20:11-12). Pensemos un poco en el efecto producido por semejante declaración, proveniente de la boca de Dios, en el corazón de Moisés, quien anteriormente había intercedido por el pueblo con el fin de que éste no fuese privado de la tierra prometida. Dicha sentencia ¿atentó contra la fidelidad del servicio que le quedaba por realizar? No. Sin embargo, constituyó un sufrimiento para este hombre de Dios, como lo testifican sus propias palabras en Deuteronomio 3:23-26: “Y oré a Jehová en aquel tiempo, diciendo: Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza, y tu mano poderosa... Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de este asunto”. Moisés fue plenamente restaurado, pero esto no disminuyó en nada la realidad del gobierno de Dios, el que se ejerce como consecuencia de su falta. He ahí una verdad fundamental cuya exacta comprensión es de la mayor importancia. Por una parte, aquel que confiesa sus pecados es perdonado (1 Juan 1:9); es algo muy precioso, pero, por otra parte, “todo lo que un hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7); es otra cosa muy solemne. Ahora bien, ¡las dos verdades son declaradas a los creyentes! La gracia perdona libremente, plenamente, pero la cosecha sigue estando en relación con la naturaleza de la siembra. Para comprender bien la enseñanza de las Escrituras, es indispensable distinguir estas dos cosas. La libre gracia de Dios no podría anular la solemnidad de su gobierno y el irresistible funcionamiento de éste no podría poner en duda la acción de esta gracia ni empañar su gloria. Moisés, pues, a pesar del fervor de su súplica, no obtuvo el otorgamiento anhelado y, a la entrada de Canaán, el decreto gubernamental se cumple, la puerta le es cerrada. Pero ¡cuán bello es ver cómo la gracia despliega sus efectos en ese preciso momento! Ésta lo conduce a la cumbre del Pisga, desde donde contempla todo el país, lleno de vigor y con ojos que nunca se oscurecieron. Y ve, no solamente la parte que el pueblo poseerá más tarde, sino toda la heredad completa, tal como Dios la había dado. Esta misma gracia cava la tumba y lo entierra (Deuteronomio 34). Más tarde, Dios lo conducirá, rodeado de gloria, al monte santo, en el cual, en compañía de Elías, hablará con su Hijo amado a propósito de su muerte (Lucas 9:28-36). Si bien la oración de Moisés no fue complacida (no podía serlo, pues la gloria divina había sido ofendida, ya que la Peña, que era Cristo, no debía ser golpeada más que una sola vez), los honores que le son concedidos ¿no exceden el favor que había pedido?
Otro ejemplo de oración escuchada y no satisfecha es aquella, ya citada, que presenta el apóstol Pablo. Tres veces suplicó que le fuera quitado el aguijón que tenía en su carne. El Señor le respondió, pero ¿qué le dijo? “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:8-9). Si hubiera sido liberado de ese aguijón, Pablo habría tenido prácticamente, sin duda, más facilidades para ejercer su ministerio. Pero, a causa de las revelaciones extraordinarias que le habían sido hechas, habría estado expuesto a enaltecerse sobremanera. Así, pues, Dios, en su gracia y su sabiduría, sabiendo lo que es el hombre, lo priva de tal liberación para protegerlo de esa trampa. Pablo lo comprendió, lo que le hace decir: “Me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”. De tal manera, el Señor nos enseña que si él quiere servirse de las facultades, de las capacidades o de los dones naturales que él mismo dispensa a sus criaturas para realizar un servicio, puede también verse gloriado en sus siervos sin esas cualidades. Por medio de este aguijón, Satanás esperaba hacer que el Evangelio fuera despreciable, pero, como para Job, esta debilidad fue la causa de bendiciones más grandes para el apóstol. Ese aguijón no impidió que Pablo pelease la buena batalla, que acabara la carrera y que guardara la fe (2 Timoteo 4:7).
¿Qué decir de la escena que se desarrolló en Getsemaní? Allí no encontramos un hombre que ha faltado, como Moisés, ni tampoco un hombre expuesto a producir frutos de la carne, como Pablo, sino que encontramos al Hombre perfecto que ora encarecidamente y por tres veces a su Dios, para quien todas las cosas son posibles. Moisés no obtuvo lo que deseaba, pero recibió una respuesta. Pablo no fue complacido, pero le fueron comunicadas las razones, acompañadas de un precioso aliento. Pero el Hijo muy amado por el Padre, el perfecto Siervo, no recibió ninguna respuesta. Y ¡qué favor para nosotros que esta oración no haya sido aceptada! Para que nosotros fuésemos salvados, esta copa no podía pasar de Aquel que, derramando su vida hasta la muerte, podía ser el único y perfecto sacrificio por el pecado. Por amor a nosotros, “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53:10). Brotan de nosotros acciones de gracias cuando leemos “que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos 8:32). La oración del Señor no fue satisfecha, por lo cual debió beber, hasta la hez, la copa de la ira de Dios contra el pecado y pasar por la muerte, la que es la paga del pecado. Pero, a causa de su temor reverente (Hebreos 5:7), su ruego de ser librado de la muerte fue otorgado, y resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre. Así han sido plenamente realizadas las declaraciones proféticas: “Líbrame de los cuernos de los búfalos” (Salmo 22:21), como también: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (16:10). “Por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2). Ahora lo vemos, por la fe, sentado a la diestra de Dios, coronado de gloria y de honra y garante de nuestra redención eterna. Pronto gozará de la plena madurez del fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho, cuando sus gloriosos rescatados estén alrededor de él, proclamando, en una alabanza perfecta, la dignidad del Cordero que fue inmolado por ellos (Apocalipsis 5:12).
Venimos de recordar algunos ejemplos de oraciones que, aunque fueron expresadas y presentadas por personas en comunión con Dios, no fueron complacidas. Consideremos ahora brevemente algunas oraciones que no son escuchadas a causa del estado moral y espiritual en el que puede encontrarse aquel que presenta su petición, como también el de aquel o aquellos por los que desea interceder.
Si bien es hermoso leer, en Josué 10:14, que Dios, escuchando la voz de un hombre, paró el curso del sol casi un día entero, cuán solemne es leer en Jeremías 11:11 estas palabras que conciernen a toda la tribu de Judá: “Clamarán a mí, y no los oiré”. Y un poco más adelante, en el capítulo 14, versículo 12, del mismo libro: “Cuando ayunen, yo no oiré su clamor, y cuando ofrezcan holocausto y ofrenda no lo aceptaré”. Por la boca del profeta Ezequiel, Jehová declara también en cuanto a su pueblo: “Y gritarán a mis oídos con gran voz, y no los oiré” (Ezequiel 8:18). Por cierto, la paciencia de Dios tiene un término y sus compasiones tienen un límite. La obstinación en la desobediencia y el desprecio a sus llamamientos hacen que, cuando se ha llegado a la medida, el acceso a la oración quede cerrado. En ese sentido ¿no tenemos también un ejemplo notable en las vírgenes insensatas, quienes, habiendo despreciado el tiempo de la paciencia de Dios, deben oír estas palabras: “No os conozco” (Mateo 25:12)? En el libro de las Lamentaciones de Jeremías, capítulo 3, versículos 8 y 44, leemos: “Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración”; y además: “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra”. El profeta, aquí, consciente del estado del pueblo de Dios e identificándose con él, se presenta como si soportase personalmente el juicio divino. Tiene conciencia de que, a causa de los pecados por los que Israelse ha mostrado culpable y como resultado de su persistencia en el mal, su oración no es oída, pues los oídos estaban cerrados. La hija de Sion es oscurecida (Lamentaciones 2:1) y Jehová mismo se ha cubierto de nube, de forma que las relaciones están interrumpidas. La lectura de este capítulo conduce necesariamente los pensamientos hacia Cristo, de quien Jeremías es una imagen típica. Sin embargo, los hombres que por gracia de Dios fueron las más fieles figuras del Señor, las más elocuentes, siempre quedaron por debajo de la medida perfecta de Aquel a quien ellos prefiguraron. ¿No fue, él solo, el Hombre perfecto que conoció la aflicción causada por la vara de la ira divina? No tenía pecado en sí mismo, pero, como fue hecho pecado por nosotros, conoció como ningún otro el abandono de Dios, cuyo oído quedó sordo a su grito. Aquel que pudo decir delante de la tumba de Lázaro, dirigiéndose a su Padre: “Yo sabía que siempre me oyes” (Juan 11:42), vivió en la cruz toda la realidad de la declaración profética: “Dios mío, clamo de día, y no respondes” (Salmo 22:2).
En Hechos 8:18-24, tenemos el ejemplo de un hombre que no está en estado para orar. Simón, cuyo corazón no había sido penetrado por la Palabra y la gracia de Dios, ofrece dinero a los apóstoles con el fin de que le sea concedido el poder de hacer descender el Espíritu Santo sobre aquellos a quienes él impusiera las manos. Ahora bien, el don del Espíritu Santo, resultado de la muerte, de la resurrección y de la glorificación del Hijo de Dios ¿podía ser adquirido con dinero? Tal pensamiento revela el corazón perverso de Simón y da lugar a las palabras tan severas de Pedro: “Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero”. Una sola acción le cabía: el arrepentimiento; pero la gravedad de su pecado era tal que no le es dada ninguna seguridad de perdón. Se le dice: “Si quizás”. Simón no se manifiesta dispuesto a confesar su falta, pues se limita a expresar el temor que siente por la consecuencia de su pecado, de manera que no puede orar y pide a los apóstoles que supliquen por él al Señor. No vemos que ellos hayan correspondido a su petición.
Hemos mencionado el privilegio que nos pertenece como creyentes, es decir, el de poder orar por nuestros semejantes, y muy numerosas son las exhortaciones de la Palabra en cuanto a la intercesión que debemos practicar en favor de todos los hombres, de la Iglesia de Dios, de los miembros de nuestras familias. Sin embargo, existen estados de obstinación en el mal o de endurecimiento tales que dan lugar al decreto del juicio de Dios, de forma que las intercesiones llegan a ser vanas e inútiles. Ese fue el caso del pueblo de Israel. Su persistencia en despreciar los derechos de Dios sobre ellos y en rechazar los llamados al arrepentimiento que le fueron dirigidos en muchas ocasiones por los profetas, lo pusieron bajo el juicio divino. Por eso, Jehová debe decir a Jeremías: “No ores por este pueblo, ni levantes por ellos clamor ni oración, ni me ruegues; porque no te oiré” (Jeremías 7:16). El profeta, que tiene tanto interés por el bien de ese pueblo, no puede decidirse a dejar de interceder y continúa apelando a las compasiones de Jehová. Debe oír entonces, por segunda vez, las mismas palabras (11:14). Jeremías sabe que, a causa del estado de extravío de Israel, el juicio está decretado. No obstante, a pesar de esta doble prohibición de orar por él, Jeremías insiste, haciendo uso de los mismos argumentos que aquellos invocados por Moisés en el capítulo 14 del libro de Números. Por tercera vez Jehová debe decirle: “No ruegues por este pueblo para bien” (Jeremías 14:11). A pesar de eso, intenta aún conmover el corazón de Dios, pero su insistencia es inútil. ¿Qué oye?: “Si Moisés y Samuel se pusieran delante de mí, no estaría mi voluntad con este pueblo; échalos de mi presencia, y salgan” (15:1). Con estas palabras, Jehová declara que, incluso si esos dos siervos —que estuvieron siempre en la brecha por Israel— defendiesen la causa de este pueblo delante de él, no serían escuchados. La voz divina sella tales palabras añadiendo: “Tú me dejaste, dice Jehová; te volviste atrás; por tanto, yo extenderé sobre ti mi mano y te destruiré; estoy cansado de arrepentirme” (15:6). Comprendemos entonces lo que dice Asaf en el Salmo 80, al hablar del tiempo de ruina en el cual Israel es colmado de lágrimas en gran abundancia: “¿Hasta cuándo mostrarás tu indignación contra la oración de tu pueblo?” (v. 4-5).
Si este ejemplo pone ante nosotros un estado colectivo que obstaculiza la intercesión, la Palabra establece que este principio se aplica igualmente al estado individual. En la primera epístola de Juan (5:16) leemos: “Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida”. Lo primero que se debe notar en este pasaje es que se trata de cristianos y no de incrédulos. Si un hermano, pues, ha cometido un pecado que no sea de muerte, aunque no se haya arrepentido, puede ser objeto de las oraciones de aquellos que tienen conciencia de su estado, con el fin de que, por medio de esta intercesión, sea conducido a confesar su falta, de manera que las consecuencias de su pecado, a las cuales se ha expuesto, sean hechas a un lado. Tal es la intervención de la que habla el apóstol Santiago en el último capítulo de su epístola (Santiago 5:14-16). Ahora bien, en cuanto al pecado que es de muerte, la cosa es distinta. Primeramente ¿cuál es? Transcribimos lo que ha escrito J. N. Darby sobre este tema: «No es, me parece, un pecado particular, sino todo pecado que tiene un carácter tal que, en lugar de provocar la indulgencia del cristiano, provoca su indignación». Se trata, pues, de un pecado (sea cual fuere) cometido en unas circunstancias o un estado tal que provoca el horror en lugar de la intercesión. Este pecado puede ocasionar la muerte del cuerpo como consecuencia gubernamental. Así como Ananías y Safira, habiendo mentido al Espíritu Santo, caen y expiran. No vemos que Pedro haya orado por ellos (Hechos 5:1-11). Eliú pudo decir a Job: “Por lo cual teme, no sea que en su ira te quite con golpe” (Job 36:18).
Por dos veces, el apóstol Pablo menciona el acto de entregar creyentes a Satanás. Notemos primeramente que, incluso ejercido en comunión con la Iglesia, se trata de un poder apostólico para el cual había sido personalmente investido de autoridad; y tal no es el caso de la Iglesia. Cuando ella pronuncia una exclusión, lo hace por obediencia y en función de su responsabilidad de quitar al perverso de entre ella, pero jamás hace entrega a Satanás. En 1 Corintios 5:3-5, el apóstol Pablo escribe: “Ciertamente yo... he juzgado... (que) el tal sea entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús”. Aunque no veamos que la decisión del apóstol haya sido ejecutada, él habría podido obrar con la misma potestad que aquella de la cual Pedro había hecho uso en el caso de Ananías y Safira, entregando un miembro del cuerpo de Cristo a Satanás para la muerte del cuerpo físico. Por consecuencia, el Enemigo se convierte en un servidor de los designios gubernamentales de Dios para librar a este hombre, cuya destrucción corporal significa finalmente su liberación de esta carne que él no ha sabido mantener como muerta. Esta disciplina, aunque terrible, es, no obstante, un efecto de la gracia de Dios.
En la primera epístola a Timoteo (1:20), Pablo entrega positivamente a Himeneo y Alejandro a Satanás para que aprendan a no blasfemar. Estos hombres son abandonados a Satanás, no para la destrucción de la carne, sino con el fin de que aprendan, por la miseria y el sufrimiento en que se encontrarán, la lección que Dios tiene preparada para el bien de ellos, de manera que puedan ser restaurados. Aquí también Satanás es un instrumento para corregir a un hijo de Dios y destrozar su voluntad carnal. El libro de Job presenta de una forma notable esta instrucción. Observemos que esta lección no puede ser aprendida en el seno de la Iglesia, en la cual el Enemigo no puede obrar de tal manera, pero es experimentada “afuera”, en el mundo del cual él es el príncipe. En esta escuela, tal cristiano entregado a Satanás se encuentra despojado de la protección de la casa de Dios bajo la cual se encontraba y de la cual no ha sabido apreciar el valor. ¡Qué solemnidad!
En relación con el tema que nos ocupa, es sorprendente considerar que, en los dos casos, el apóstol no oró ni por el fornicador ni por los blasfemadores. Debemos, pues, estar ejercitados con el fin de discernir si los pecados observados en un hermano son de naturaleza tal que provocan una santa indignación o si más bien reclaman la intercesión.