2. Un consejo inesperado (2 Reyes 5:2-9)
Vimos en el primer capítulo que la lepra es figura del pecado. Veremos ahora cómo una joven de la tierra de Israel mostró el camino de la salvación al general leproso del ejército sirio. Podemos observar aquí que nadie podía ayudar a Naamán, ni el rey de Siria ni el rey de Israel. Los dioses de Damasco tampoco podían poner remedio. La salvación podía solamente encontrarse en el Dios de Israel. Ello explica por qué Naamán tuvo que ir a Eliseo, el representante del Dios vivo y verdadero.
Una joven de la tierra de Israel
Humanamente hablando, el problema de Naamán era imposible de solucionar. Pero por su curación queda completamente claro que la salvación se encontraba en el Dios de Israel. Él sólo podía sanar a Naamán de su lepra. Sí, él nos salva hasta de los dolores del pecado. Pero luego tenemos que venir a él con fe, y no esperar nuestra salvación de los médicos de este mundo (véase v. 11). Es el Dios vivo y verdadero quien nos puede ayudar.
Es conmovedor el hecho de que una joven de la tierra de Israel mostrara el camino de la salvación al poderoso general del ejército de Siria. En presencia de su señora, dio un sencillo testimonio de su fe: “Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra” (v. 3). Bandas armadas de atacantes sirios la habían llevado cautiva y vendido en el mercado de esclavos de Damasco. En realidad, esa era una de las maldiciones que había sobrevenido al pueblo de Dios. Moisés ya lo había predicho: “Tus hijos y tus hijas serán entregados a otro pueblo, y tus ojos lo verán, y desfallecerán por ellos todo el día; y no habrá fuerza en tu mano” (Deuteronomio 28:32). De tal manera esta joven vino a encontrarse en la familia del general del ejército sirio (2 Reyes 5:2). La mujer de Naamán se había convertido en su señora. Dios permitió esto y también lo planeó de este modo, ya que él tiene sus propias razones para ello.
Afortunadamente, esta chica no se dejó llevar por los sentimientos o el odio de su nuevo escenario. Pese a su corta edad y a las difíciles circunstancias en que se encontraba en un país extranjero, dio testimonio del Dios viviente y amaba incluso a sus enemigos. Asimismo, nosotros como creyentes somos representantes, embajadores en nombre de Cristo, y debemos presentar defensa de la esperanza que hay en nosotros (2 Corintios 5:20; 1 Pedro 3:15). ¿Somos conscientes de este elevado llamamiento?
Esta joven poseía una gran fe en su Dios y en Su profeta. ¿Cómo sabía que Eliseo estaba dispuesto y era capaz de sanar al general Naamán de su lepra? Fue sólo su fe que le susurraba al oído. Eliseo había realizado todo tipo de milagros, pero aún no había curado a un leproso. Podemos leer eso en el Nuevo Testamento. “Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno de ellos fue limpiado” (Lucas 4:27). Después de todo, Dios tuvo que castigar a su pueblo porque sirvieron a los ídolos. Ni uno de los israelitas fue limpiado en aquel tiempo, sino Naamán el sirio. La gracia de Dios alcanzó así a los gentiles.
De camino hacia el rey de Israel
La mujer de Naamán creyó las palabras de su joven esclava y se las comunicó a su marido. Y Naamán se las relató a su señor, el rey de Siria (2 Reyes 5:4). Mientras tanto, la enfermedad del general del ejército había trascendido públicamente. Una cosa llevó a la otra, y el asunto fue tratado de manera diplomática (lo cual, en los asuntos médicos también, parece haber sido costumbre en el mundo antiguo). El objeto era que el rey de Israel se acercaría posteriormente “al profeta que está en Samaria” quien, al fin y al cabo, era su subordinado según el modelo terrenal.
Naamán tenía unas cartas de su rey, al igual que un regalo generoso. El rey de Siria estaba dispuesto a compartir personalmente sus riquezas a fin de echar una mano a uno de sus mejores súbditos. El regalo consistía en una cantidad de trescientos cuarenta kilogramos de plata, setenta kilogramos de oro y diez mudas de vestidos (v. 5). Eso representaba una fortuna enorme. El oro y la plata tenían un valor millonario.
Naamán llegó a Samaria con las cartas que decían: “Cuando lleguen a ti estas cartas, sabe por ellas que yo envío a ti mi siervo Naamán, para que lo sanes de su lepra” (v. 6). Su llegada ocasionó bastante agitación en la corte del rey de Israel, puesto que vio en esa carta algún tipo de ocasión para una provocación de guerra (v. 7). Exasperado, rasgó sus vestidos. Una reacción tan pesimista podía esperarse del rey Joram (véase 3:13). El rey sabía muy bien que él no era un hijo de los dioses a quien se le podía atribuir el poder de curar (así es como las naciones paganas, demasiado a menudo, contemplaban a sus reyes). Pero, desgraciadamente, tomó el nombre de Dios en vano al decir: “¿Soy yo Dios, que mate y dé vida, para que éste envíe a mí a que sane un hombre de su lepra?” Realmente esto indica la gravedad de la situación: sólo Dios, quien había enviado la enfermedad mortal, podía dar un remedio y dar vida al muerto.
A Eliseo
Según parece, el rey Joram no se acordaba de Eliseo en absoluto, pese a que en aquellos tiempos el profeta fuera el conducto de la bendición de Dios. Dios extendió su brazo de salvación a Israel por medio de su siervo. Pero el profeta era sin honra en su propia tierra. Por lo visto, Eliseo vivía de nuevo en la capital (véase 2:25; 6:32). Tuvo que tomar la iniciativa él solo. Entonces, envió el siguiente mensaje al rey: “¿Por qué has rasgado tus vestidos? Venga ahora a mí, y sabrá que hay profeta en Israel” (5:8).
Entonces Naamán vino finalmente a Eliseo el profeta, quien es llamado también aquí “el varón de Dios” (v. 8). Ahora había venido a la persona indicada, ya que “el varón de Dios” era el representante del Dios viviente, quien tiene efectivamente el poder de matar y de dar vida.
Sin embargo, existía otro problema. Naamán era consciente de su elevada posición. Vino en su propia dignidad, “con sus caballos y con su carro” (v. 9). Lleno de orgullo, se paró a las puertas de la casa de Eliseo. Pero no podemos venir a Dios de esa manera. Naamán no podía recibir ayuda en sus propias condiciones, sino sólo en las condiciones que Dios le ofrecía. Le fue necesario aprender esto, como veremos. Eso es precisamente lo que cada creyente debe aprender: acercarse a Dios, consciente de su propia indignidad. No tiene sentido que intente mejorar o ganar la salvación por mis propios méritos. Debo venir tal como soy, como un pecador perdido, y así es cómo Dios me aceptará. Lo hace así por gracia gratuita.