3. La inmersión de Naamán en el Jordán (2 Reyes 5:10-14)
Ahora veremos cómo Naamán se humilló y se zambulló siete veces en el Jordán. Sin embargo, no permaneció en esa «tumba», sino que salió una persona nueva. Éste es un ejemplo magnífico para nosotros como cristianos, pues también experimentamos una renovación completa vistiéndonos del nuevo hombre (Efesios 4:23-24).
Ve y lávate en el Jordán
Eliseo no creyó conveniente hablar con Naamán personalmente. Tenía sus sabias razones para actuar de ese modo, como pronto llegaría a evidenciarse, ya que Naamán tuvo que aprender a humillarse a sí mismo. Su orgullo tuvo que doblegarse. El profeta no salió de su casa, sino que le envió simplemente un mensajero con el mandato: “Ve y lávate siete veces en el Jordán”. A la vez, añadió la llana promesa: “... y tu carne se te restaurará, y serás limpio” (v. 10). Literalmente dice: “... y tu carne vendrá de nuevo a ti”. De hecho, una de las terribles consecuencias de la lepra es que la carne de la persona enferma se consume poco a poco.
Al poderoso general del ejército sirio, no obstante, no le gustó esta orden. Naamán interpretó el mensaje del profeta como un improperio a su persona. Había esperado un trato completamente distinto, un ritual complejo, como estaría probablemente acostumbrado con los magos paganos de su país (v. 11). Ciertamente era merecedor de un trato honorable. Al fin y al cabo, ¿no era él de gran importancia? Por cierto que recompensaría generosamente a Eliseo por sus servicios.
¡Qué orden: “Ve y lávate siete veces en el Jordán”! ¡Qué humillación! ¿No eran los claros y caudalosos ríos de Damasco, el Abana (o Amana) y el Farfar, mejores que el estrecho y cenagoso Jordán? ¿No podía el general haber tomado un baño en su casa? Naamán podría haber ideado ese remedio él mismo (v. 12). No quería abandonar los ríos ni a los dioses de Damasco. Sólo más tarde aceptaría que no había Dios en toda la tierra, sino en Israel (v. 15). Naamán se enojó y se sintió zaherido. Ya podía oírse la orden a su carrero: ¡Coge las riendas! ¡Nos vamos a casa!
Tal vez fue en un lugar de descanso no lejos del Jordán, que los criados de Naamán tuvieron el valor de dirigirse a su señor (v. 13). Lo hicieron con mucho tacto y con el preciso respeto. Ellos honraban a su general como a un padre. Le dieron un consejo que no pidió, pero fue muy acertado y bueno. Si a Naamán se le hubiera encomendado el servicio de hacer algo difícil, ¿no lo habría hecho así? ¿No habría empleado todos los medios posibles para recobrar la salud? Ahora, sin embargo, el profeta había dado una orden sencilla: “Lávate… y serás limpio”. ¿Por qué no escuchar aquellas simples palabras del varón de Dios?
Vida nueva en Cristo
Naamán se hace acreedor al querer escuchar las palabras de sus criados. No actuó con altivez: “Él entonces descendió, y se zambulló siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del varón de Dios” (v. 14). Con todo, debió de haber sido muy difícil para él humillarse tanto en presencia de sus inferiores. Tuvo que descender del carro elevado, quitarse la ropa y «hundirse» en el Jordán. Pero lo hizo, dejando de lado su orgullo y su posición elevada. Además, no lo hizo sólo por complacer a sus criados. No solamente los escuchó, sino que cumplió con el dicho del varón de Dios; obedeció a Dios.
Esto es un precioso ejemplo del camino de la salvación. Debemos ser conscientes de nuestro bajo estado, de nuestra pecaminosidad y de nuestra condición leprosa ante Dios. Debemos humillarnos delante de él y bajar del «carro elevado» de nuestro orgullo natural y nuestra propia importancia. Debemos seguir el camino que él nos indica en su Palabra. El remedio divino es que confesemos nuestros pecados, nos despojemos del viejo hombre y descendamos dentro del «río de la muerte». En otras palabras, tenemos que identificarnos en fe con un Cristo que murió por nuestros pecados. No hay otra alternativa para ser salvo, limpio y recibir una vida nueva. “Nadie viene al Padre, sino por mí”, dice el Señor Jesús (Juan 14:6).
Naamán fue obediente y se sumergió siete veces en el río Jordán. El nombre “Jordán” significa “ir abajo” o “ir curso abajo”. El río nace entre el Líbano y el monte Hermón y sigue su curso al Mar Muerto, situado muy por debajo del nivel del mar. Esta es una maravillosa figura de la muerte de Cristo, ya que descendió de las alturas del cielo, “se despojó a sí mismo... se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Filipenses 2:7-8). El número siete habla de la perfección. Naamán tuvo que sumergirse siete veces en el Jordán. Tuvo que ir abajo por completo. Nada podía quedar del viejo hombre. También nosotros como creyentes “somos sepultados juntamente con él (Cristo) para muerte por el bautismo... fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte” (Romanos 6:4-5).
Pero Naamán no permaneció en la tumba de agua. Salió nueva criatura: “... y su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio” (2 Reyes 5:14b). Esto es una imagen de la nueva vida que hemos recibido como cristianos. No sólo hemos muerto con Cristo, sino que también hemos resucitado con él a una vida nueva.
Una bendición de siete aspectos
El texto de este versículo 14 arroja luz sobre un número de verdades importantes del Nuevo Testamento. El «bautismo» de Naamán en el Jordán explica que:
- Hemos sido purificados de los pecados e iniquidades que nos mancillaban a los ojos de un Dios santo (Juan 13:10; Hebreos 10:22; 1 Pedro 1:22);
- Hemos sido librados de la ley del pecado que nos destruía y se extendía insidiosamente en nuestras vidas (Romanos 8:2);
- Hemos nacido de nuevo (Juan 3:3, 5);
- Nos dio vida juntamente con Cristo (Efesios 2:5; Colosenses 2:13);
- Hemos entrado en una nueva esfera. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron” (2 Corintios 5:17; Tito 3:5);
- Nos hemos despojado del viejo hombre y nos hemos revestido del nuevo hombre (Gálatas 3:27; Efesios 4:22-24; Colosenses 3:9-10);
- A partir de ahora debemos andar en vida nueva (Romanos 6:4).
Aquí también parece que las Escrituras hablan con frecuencia de la purificación del leproso y casi nunca de su curación. Asimismo, el pecado nos convierte en inmundos delante de Dios, quien es muy limpio de ojos para ver el mal (Habacuc 1:13). La promesa del profeta fue: “... y serás limpio” (2 Reyes 5:10). Al mantener esto, leemos aquí: “... y quedó limpio” (v. 14). También nosotros, como discípulos de Cristo, somos “todo limpio(s)” por la palabra que nos ha hablado (Juan 13:10; 15:3).