Las bodas de Caná
“Al tercer día se hicieron una bodas en Caná de Galilea; y estaba allí la madre de Jesús. Y fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos” (Juan 2:1-2).
El primer capítulo del evangelio de Juan menciona tres veces un “siguiente día” en relación con ciertos sucesos que establecen los fundamentos de la revelación cristiana. Presenta un primer “día” (v. 29 y 35), luego prosigue con un segundo “día” en el versículo 42, dejándonos suponer que no son el primero ni el segundo día de la semana, como en Génesis 1. Los podríamos llamar días simbólicos porque representan lo que Dios se propuso cumplir en ciertas épocas. Para terminar, el “tercer día” amaneció con los preparativos de unas bodas celebradas en Caná de Galilea. En esas bodas, cuando se agotó el vino servido primeramente, seis tinajas llenas de un superior “fruto de la vid” aseguraron la feliz prosecución de la fiesta. ¡Maravillosa manera de principiar este evangelio presentando el primer milagro del Señor, si la comparamos con la de Marcos, por ejemplo, quien muestra primero los numerosos y espantosos efectos del reinado y del poder de Satanás sobre una humanidad agobiada y culpable!
Al relatar las bodas de Caná, el propósito del Espíritu de Dios es el de hacernos vislumbrar la alegría del nuevo Israel gozando de la presencia del Esposo cuando llegue el milenio. Con este simbólico “tercer día” principia el reinado de Cristo. El profeta Oseas menciona también estos tres días (6:2). Juan habla igualmente de un regocijo celestial y eterno que anuncia la llegada de las bodas del Cordero, cuando sea consumada la unión de Cristo con la Iglesia (Apocalipsis 19:7; 21:2).
Galilea era una comarca humilde y sin fama, de donde —según se decía— jamás se había levantado profeta (Juan 7:52); por lo tanto, era imposible que el Cristo viniera de ésa (7:41; pese a la profecía de Isaías 9:1-2). En cambio, el cielo será el trono de su gloria y tálamo de sus bodas. Son los dos extremos —comienzo y fin— de la manifestación de la gloria de Jesucristo, el Hijo de Dios, revelado por Juan.
¿Conocían al Señor en Caná? En la sinagoga de Nazaret, cada sábado solían escuchar la lectura del rollo del Libro hecha por Aquel que no había aprendido las letras (véase Lucas 4:15 y Juan 7:15). Sin embargo, en Caná no habían tenido este privilegio ni la ocasión de encontrar al Señor. Natanael, quien era de allí, al oírle decir de él mismo: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”, le preguntó sorprendido: “¿De dónde me conoces?” (Juan 1:47-48). ¿Por qué razón el Señor dio este testimonio acerca de Natanael?
Cuando Felipe le habló de Jesús como el “hijo de José”, Natanael respondió como debía hacerlo un verdadero israelita que tiene fe pero que desconfía del hombre: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” Más tarde, Jesús dijo al joven rico que se dirigió a Él como a un ser humano semejante a él: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios” (Marcos 10:18). La epístola a los Romanos 3:12 lo confirma: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”.
La contestación que recibió Natanael lo colocó repentinamente en la plena luz de Dios: “Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Juan 1:48). Asombrado pero convencido de esta presencia divina en todo lugar, aunque invisible, Natanael creyó y proclamó al Señor con sus verdaderos y legítimos títulos: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel”. Pero esa fe aún verá cosas mayores que éstas. El Hijo de Dios, el Rey de Israel, el Hijo del Hombre sobre quien se verá subir y descender a los ángeles de Dios —medio de comunicar el cielo con la tierra— también es convidado a las bodas de Caná. ¿Se rehusará tan alto personaje a compartirlas con sus súbditos que se alegran? No, porque allí mismo, al mostrarse la penuria del hombre, el Rey de Israel tendrá la ocasión de manifestar su gloria. Natanael, quien creyó, también la verá.
“Estaba allí la madre de Jesús” (Juan 2:1). Por primera vez, después de proclamar que “el Verbo fue hecho carne” (1:14) —lo que de por sí solo resume los pormenores del gran misterio de la encarnación relatados en otros evangelios—, Juan habla de la madre de Jesús. La menciona como representación de Israel en el cuadro simbólico que nos ocupa.
En el Apocalipsis, el mismo apóstol revelará las glorias de este pueblo, también bajo la comparación de “una mujer vestida del sol (la gloria del Mesías, su Rey), con la luna debajo de sus pies (el reflejo de esta gloria hacia el mundo), y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (perfección administrativa de su dignidad real), “quien dio a luz un hijo varón” (12:1, 5). ¿Privilegio insigne?, ¡gran responsabilidad! Israel es el pueblo del cual surgió el Cristo “según la carne”, quien es “Dios sobre todas las cosas” (Romanos 9:5).
“Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino” (Juan 2:3). María había olvidado que su Hijo era el omnisapiente Dios sobre todas las cosas, que ella era una criatura y él su Creador. “¿Qué tienes conmigo, mujer?”, le contestó el Señor. Existe una distancia infinita entre Dios y el hombre pecador, la que Él solo, merced a su santidad, ha franqueado en “semejanza de carne de pecado” (Romanos 8:3). Algunos la supieron discernir. Pedro, consciente de ella, exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”. “Señor... no soy digno de que entres bajo mi techo”, le dijo un centurión. “¡Señor mío, y Dios mío!”, exclamó Tomás (Lucas 5:8; 7:6; Juan 20:28).
Así como faltaba el vino en Caná, también estaban vacías las seis tinajas de piedra que debían contener el agua para la purificación, o sea para los usos de la casa. La situación nos parecerá más grave si recordamos que el agua y el vino son respectivos símbolos de la vida y del gozo que provienen de la Palabra hecha carne en la persona de Jesús. María sabía que su Hijo podía remediar la situación mediante un acto de su poder; pero el Señor quería mostrarle —como a nosotros también— que ninguno de sus milagros procedía de su propia voluntad, sino de su dependencia hacia su Padre. Además, ella había olvidado el misterioso anuncio que le hizo el anciano Simeón (Lucas 2:35) y no sabía que esa vida y las bendiciones que aportaba debían manar del costado del Señor abierto por la lanza, en la cruz del Calvario. El Hijo lo dejó entrever a su madre mediante estas palabras: “Aún no ha venido mi hora”, la hora de la cruz (Juan 2:4). “Padre, sálvame de esta hora”, rogó cuando ella hubo llegado, pero luego añadió: “Mas para esto he llegado a esta hora” (Juan 12:27; 13:1. Además, si la fuente del “vino nuevo” estaba allí —figura de “los bienes venideros” (Hebreos 9:11)— eran necesarios odres nuevos para contenerlo (Marcos 2:22). El hombre debe nacer de nuevo para llegar a ser, por gracia, uno de esos odres nuevos. Es lo que el Señor afirmó ante el fariseo Nicodemo en Juan 3:5 y 7.
“Haced todo lo que os dijere” (2:5), agregó la madre de Jesús. Éste es el secreto. Si hacemos la voluntad de Aquel que estuvo plenamente sumiso a su Padre y por cuya obediencia “vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9), obtendremos la solución de nuestros problemas. ¿Por qué había faltado el vino? ¿Por qué estaban vacías las tinajas? La Palabra de Dios no le había faltado a Israel (Romanos 9:6). Dios había “hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas”, les había confiado su Palabra, “pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe” (Hebreos 1:1; 4:2).
Allí, en Caná, se encontraba, pues, la misma Fuente de las aguas vivas, “el Verbo hecho carne” (Juan 1:4). Pero, aun así, bajo esa envoltura humana, la fe en Él era indispensable.
“Llenad estas tinajas de agua”, dijo el Señor. “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna” (2:7; 5:24). “La palabra de Dios que vive y permanece” comunica la vida al que la recibe (1 Pedro 1:23). “El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14). Pero eso no era todo. Sólo al sacar el agua, ésta se cambió en vino.
¡Bendita experiencia! Ojalá la podamos hacer, tanto individualmente como en la iglesia. “Sacad ahora” (2:7): la misma palabra fue dicha por medio del profeta: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación” (Isaías 12:3). Ésta fue la experiencia de Jeremías: “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón” (15:16).
El milagro estaba hecho. Los siervos habían llenado las tinajas y sacado el agua hecha vino, cumpliendo así su servicio; pero sabían que el vino procedía del Señor.
Ése es el secreto de la comunión con él al obedecer su voluntad. Caná de Galilea, la que tuvo el privilegio de reconocer, en la persona de Jesús, al Hijo de Dios —el Rey de Israel— merced a uno de sus moradores, fue el lugar donde Él principió sus señales y manifestó su gloria. Si se hallaron sólo seis tinajas para llenar, es porque la perfección —cuyo símbolo es la cifra siete— será alcanzada solamente en el milenio. Entonces “la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Habacuc 2:14). Quiera Dios que seamos de esas tinajas.