La Pascua
Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles.
Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!”
(Lucas 22:14)
“Estaba cerca la fiesta de los panes sin levadura que se llama la pascua... Llegó el día de los panes sin levadura, en el cual era necesario sacrificar el cordero de la pascua” (Lucas 22:1 y 7). “¿Dónde quieres que la preparemos?”, preguntaron los discípulos al Señor. “El lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ése buscaréis, y allá iréis” (Deuteronomio 12:5). Según la ordenanza legal, nadie dudaba de que fuese Jerusalén. Pero allí el Señor había sido rechazado. Además, los que le confesaban como el Cristo eran expulsados de la sinagoga (Juan 9:22, 34).
Para guiar a Pedro y a Juan, los discípulos a quienes Jesús confió la preparación de la pascua, no les bastaba la energía del primero ni la ternura del segundo. Tenía que salir a su encuentro un hombre que llevara un cántaro de agua, al que debían seguir hasta donde entrara. El cántaro de agua era la señal para ellos y a su vez era lo que el Maestro iba a necesitar para lavar los pies de los suyos. “Toda la Escritura es inspirada por Dios (2 Timoteo 3:16). Sigámosla, pues ella corregirá nuestros errores y nos dará todos los detalles para hallar el sitio donde podremos gozar de la presencia del Señor.
La persona principal en esta cena fue el Señor: “¿Dónde quieres que vayamos a preparar para que comas la pascua?” le preguntaron sus discípulos en Marcos 14:12. Como él era el centro para todos los suyos, podían comer con él en comunión los unos con los otros, porque “siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo” (1 Corintios 10:17). “Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles” (Lucas 22:14). Nunca llegaba tarde el Señor para estar con los suyos. “Les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más...”. Por última vez, el Señor presentaría el carácter del cordero inmolado ante los ojos de los suyos. Él iba a ser sacrificado. Además, el don de sí mismo estaba tan impregnado de su amor y era tan total su entrega que, cuando estableció el memorial de su muerte, dijo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado”. “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (v. 19-20).
Por esta misma razón Pablo, cuando le fue revelado por el Señor resucitado y glorificado el memorial de la cena, escribió: “Cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Corintios 11:27).
A pesar de la solemnidad de esta última pascua, un elemento extraño se hallaba presente. Era el mismo que había estado en Betania seis días antes: Judas, cuya presencia añadía aun mayor dolor al Maestro. “He aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa”, dijo el Señor (Lucas 22:21), y fue la mano de un amigo (Salmo 55:13). “A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado...”. En efecto, el camino del “compañero” de Dios (Zacarías 13:7) debía seguir paso a paso lo que las Escrituras habían anunciado de él. El holocausto debía ser ofrecido sobre el altar; el sacrificio, cuya sangre estaba puesta sobre el propiciatorio, debía ser quemado fuera del campamento; el macho cabrío, sobre el cual todos los pecados eran confesados, debía ser llevado al desierto y abandonado (Levítico 16).
El Antiguo Testamento también había mostrado a Abraham atando a su hijo sobre un altar y su mano armada de un cuchillo alzándose a punto de degollarlo (Génesis 22). Y el salmista había predicho: “El que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar” (Salmo 41:9).
El Hijo del hombre iba cumpliendo su obra, de conformidad con todo lo que Dios había previsto. Se “entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios” (Efesios 5:2). Dios “no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Romanos 8:32). Sin embargo, el Señor, frente a sus discípulos congregados para la última pascua, no pudo más que proferir estas palabras de dolor: “Mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido” (Mateo 26:24). Judas lo vendió por treinta piezas de plata. Esaú, “por una sola comida vendió su primogenitura” (Hebreos 12:16). Balaam “amó el premio de la maldad” (2 Pedro 2:15). “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16:26).