La casa del fariseo
“Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa. Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume...” (Lucas 7:36-37).
Entró una mujer. ¿Hacia quién se dirigió? Muchas personas estaban allí: el fariseo, todos sus convidados, los doce discípulos... Pero ella no se equivocó, sino que fue directamente a Jesús, porque el vínculo que atrae al pecador arrepentido hacia el Salvador —la fe y el amor— la condujo a él. Si hubiéramos estado allí como discípulos de Jesús, ¿qué actitud habríamos tomado? A menudo los doce apóstoles no obraron ni hablaron como el Maestro: Reprendieron a los que traían a los niños a él; quisieron que el fuego devorase a los orgullosos e inhospitalarios samaritanos; hasta suscitaron disputas entre sí (Mateo 19:13; Lucas 9:52-54; Marcos 9:34).
Para el fariseo era difícil guardar silencio por más tiempo. Era imposible que no pensara nada en su corazón, y esta mujer no parecía estar dispuesta a marcharse de allí. Sus lágrimas corrían, sus cabellos estaban desatados; sus besos, el ungüento... Ningún discípulo se atrevió a decir a Jesús: «despídela», como una vez lo habían hecho con otra mujer (Mateo 15:23). Si en Caná el agua se cambió en vino, si en el banquete de Leví hubo muchos pecadores, aquí había una pecadora que hacía resaltar todas Sus glorias: las del Profeta, del Hijo y Ungido de Dios, Aquel en quien el fariseo Simón no había visto, como lo dice Isaías, ninguna “hermosura” (Isaías 53:2).
Jamás a un ángel le fue concedido el privilegio que tuvo esa mujer. Sus lágrimas eran la expresión de su arrepentimiento; sus cabellos, la de su sumisión; sus labios, la de su amor; el ungüento, la de su homenaje. Nada era demasiado para Jesús, ni aun el largo tiempo que ella permaneció a sus pies. Además, quería quedar allí hasta obtener lo que su alma atribulada buscaba.
Simón “dijo para sí: Éste, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora”. Al instante Simón supo que su Invitado había descubierto lo que acababa de pensar, que él conocía verdaderamente a la mujer que le había tocado. Se enteró, además, de que Él tiene facultad para perdonar pecados y que da la paz y la salvación al pecador que viene a él arrepentido.
La pecadora amaba a Jesús porque él la amó primero. Lo conocía; sabía que él había venido a llamar a pecadores al arrepentimiento. Consciente de su miseria, respondió a su llamamiento. “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 Juan 4:8 y 19).
Entonces Jesús dijo: “Simón, una cosa tengo que decirte” (la palabra Simón significa «oyendo»). Pero ¡con cuánta ligereza el fariseo contestó: “Di, Maestro”! El hombre ignora lo que Dios le ha de decir; no teme oír el fallo divino en cuanto a lo que le concierne. Sin embargo, al escuchar al Dios justo que “prueba la mente y el corazón” (Salmo 7:9; Apocalipsis 2:23) esto dará lugar a que la luz esclarezca su conciencia.
“Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?” (Lucas 7:41-42). El primero de los deudores tenía mayor responsabilidad: debía quinientos denarios. El segundo se hallaba en mayor pobreza, ya que no podía pagar los cincuenta que debía.
Para estimar cuál es nuestra deuda con Dios, debemos llegar a su presencia, pesar según “el siclo del santuario” (Éxodo 30:13) y medir con la medida con la que él mide. En su luz, un pecado aparece tan malo como la totalidad de los pecados. Una mentira es idéntica, en su carácter, a todas las mentiras juntas. Además, quien transgredió un solo mandamiento de la ley es culpable de todos (Santiago 2:10). El primer pecado cometido exigió el sacrificio que quita todos los pecados del mundo. En ese solo Sacrificio, “Jehová cargó... el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). Sin embargo, si hay diferencia, ésta consiste en la posición del pecador: “todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados” (Romanos 2:12) y “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará” (Lucas 12:48).
La pregunta del Señor al fariseo fue ésta: “Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?” (7:42). Simón juzgó rectamente: “Pienso que aquel a quien perdonó más”. Luego el Señor prosiguió haciendo comparación entre la mujer y el fariseo: “¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas... No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama”. El fariseo no creía que Jesús fuera profeta, pero ella lloró a sus pies porque sabía que lo era y que conocía su vida. Creía que era el Hijo de Dios, pues no cesó de besar sus pies, como está escrito: “Besad al Hijo, no sea que se enoje, y perezcáis en el camino” (Salmo 2:12, V.M.). Ella creía que era el Ungido de Dios, el Cristo, pues ungió sus pies. En cambio, los diezmos, las largas oraciones del fariseo, etc., no alcanzaban a pagar lo que él debía. El perdón de los pecados es la respuesta del amor de Dios, del cual rebosaba esta mujer. Ella lo recibió, como también la salvación y la paz, mediante la fe en Aquel a cuyos pies se rindió: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8).