La casa de Betania
“Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania donde estaba Lázaro,
el que había estado muerto... y le hicieron allí una cena”
(Juan 12:1-2)
Era el primer día de la semana (un domingo), el último que el Señor iba a pasar con los suyos antes de morir, y se dispuso una cena para él. Era el invitado de honor. En esta ocasión estaban presentes Lázaro, Marta y María. Lázaro, el muerto —como lo estábamos nosotros, muertos en nuestros delitos y pecados (Efesios 2:1)—, entonces resucitado, estaba sentado juntamente con Jesús a la mesa, como lo podemos estar nosotros, gozando de su amor y de su comunión.
No confundamos estar sentado con él y estar sentado en él. Esta última expresión determina la posición de todos los que creen en la obra de Jesús, mientras que la primera significa la intimidad actual con él, la que nuestra alma necesita. Bien sabemos que estaremos con él —tal vez hoy mismo— cuando venga a buscar a todos los suyos, “para que donde yo estoy —dijo el Señor— vosotros también estéis” (Juan 14:3). Desde ya, estar sentado en regiones celestiales en Cristo es nuestra posición. Dios “nos hizo sentar” (Efesios 2:6) al resucitar y sentar a su diestra a Cristo, en quien fuimos escogidos desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4, 19-20).
¡Bendita posición! Numerosos son los verdaderos cristianos que han olvidado completamente esta verdad, si la conocieron alguna vez.
Lázaro, resucitado, libre de sus vendas y del sudario —prendas de la muerte—, fue un motivo de conversiones entre los judíos. Viéndole a él, muchos creían en Jesús. Además, sentado a la mesa con el Señor, Lázaro gozaba de las bendiciones de esa comunión, de la cual sólo el poder del Espíritu de vida en Cristo Jesús le había hecho partícipe. Así debe ser el cristiano: alguien que ande frente al mundo “en vida nueva” (Romanos 6:4).
Según su costumbre, Marta servía la cena. Ya había experimentado quien era el Señor. En una ocasión anterior había trabajado para acoger al Maestro. Se veía sola y acosada por su gran labor. Creyendo que el Señor daba poca importancia a su servicio —como nos sucede a veces— acudió a él para que pusiera fin a lo que consideraba un descuido de parte de su hermana María. Le pidió la ayuda de su hermana, lo que el Señor rehusó (Lucas 10:38-42). ¿Por qué? Cuando pretendíamos servir a Dios, y por su lado la ley divina nos exigía capacidad y cumplimiento de obligaciones, proclamamos, confiando en nuestras fuerzas: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8). Lo que ocurrió fue un fracaso. Desde que acudimos a Cristo y que “la carne” fue sepultada —aun la religiosa, que es la más engañadora y orgullosa—, todo ha cambiado. Hallamos en él las fuerzas para servirle “bajo el régimen nuevo del Espíritu” (Romanos 7:6). “Tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia” (Hebreos 12:28). La fuente de nuestra fortaleza no está en nosotros ni en el brazo de un hermano o una hermana, sino sólo en Dios.
María, a los pies de Jesús —su lugar predilecto—, rompiendo un frasco de alabastro, derramó un perfume de nardo de mucho precio (Juan 12:3). Las lágrimas ya no correspondían, pues habían sido enjugadas en el mismo sitio que las había originado: junto al sepulcro de Betania (cap. 11). “Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15:21). En esta misma casa, María, sentada a sus pies, ya había escuchado al Señor. Después de esto, podía rendirle un puro homenaje. Sin embargo, el silencio, mezclado con una paz que nada parecía poder turbar, fue roto: “¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?”, preguntó Judas Iscariote. “Déjala; para el día de mi sepultura ha guardado esto”, fue la respuesta (Juan 12:5-7). Jesús es “la resurrección y la vida” (11:25); por eso debía morir, y ella se había “anticipado a ungir su cuerpo para la sepultura” (Marcos 14:8). De los pies de Jesús, no horadados aún, pasó el perfume a los cabellos de esa adoradora, para quien el Hijo de Dios lo era todo. Se llenó la casa de ese olor que anunciaba su muerte. Hoy, el mismo perfume sube en adoración para recordar la muerte del Señor en el día de su victoria.