La casa de Emaús
“Entró, pues, a quedarse con ellos.
Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa,
tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.”
(Lucas 24:29-30)
Después de los horrores de la cruz, el rebaño entero había sido dispersado. Llegó “el tercer día” (v. 21), día de la resurrección del Señor. Dos discípulos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén. E iban hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido. Sucedió que mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó, y caminaba con ellos” (v. 13-15). El Señor quería cambiar en gozo la tristeza que agobiaba el corazón de los suyos. Por eso, mientras iba con ellos les abrió las Escrituras, recordándoles todo lo que ellas declaraban acerca de él: sus sufrimientos, su sacrificio, su resurrección y su gloria.
Los discípulos le dijeron: “Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado” (v. 29). Como estaban cautivados por sus palabras, le ofrecieron hospitalidad, pues presentían que lo necesitaban a Él. En efecto, las Escrituras que les recordó no eran suficientes para abrirles los ojos. Precisaban de una prueba material para reconocer en ese compañero de viaje al Hombre Cristo Jesús resucitado. Según se ve Su carácter en el evangelio de Lucas, él la dio. “Entró, pues, a quedarse con ellos. Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron”. Pero —nueva sorpresa— en ese momento desapareció. No obstante, en su corazón comprendieron que era Aquel que por gracia gustó la muerte por ellos (Hebreos 2:9).
Esa misma noche, con un corazón ardiente, los dos discípulos regresaron a Jerusalén. Encontraron a los demás reunidos. Mientras se entretenían de las cosas que habían acontecido, cuando ya el gozo mezclado con asombro se reflejaba en todas las caras, “estando las puertas cerradas” (Juan 20:19), Jesús vino allí. Tomando su lugar en medio de ellos, les dijo: “Paz a vosotros” y “les mostró las manos y los pies” (Lucas 24:36, 40). Sin embargo, esta palabra de paz no era suficiente todavía. No creyeron que era el Señor, sino que, “espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu”. Para disipar toda duda y prevenir el error futuro (1 Juan 4:3), les pidió algo de comer “y comió delante de ellos”, mostrándoles así que era un hombre y no un espíritu que no puede morir ni resucitar. Les dijo: “Un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:39).
Más tarde, refiriéndose a esta escena, Pedro pudo testificar con plena seguridad: “A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase... a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos... él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos” (Hechos 10:40-42).
Para terminar, recordemos una promesa dada por el Señor, que es un estímulo para los servidores fieles mientras esperan su retorno: “Vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:36-37). La fiel espera de los siervos para abrir al Señor cuando él llegue a “su casa” recibe una recompensa que ellos mismos pueden estimar inmerecida. ¿No habría sido mucho más adecuado que, después de haber trabajado el día entero, los siervos preparasen lo necesario para que el Señor se sentara a la mesa? (Lucas 17:7-8). No, sino que el gozo será mutuo.
La Iglesia, después de ser arrebatada en las nubes para “recibir al Señor en el aire” (1 Tesalonicenses 4:17), será llamada a la cena de las bodas del Cordero, cual fruto de Su labor. Entonces, un gozo sin mezcla y eterno —compartido con la Esposa— será la parte de Aquel que, aun siendo el Amo y Señor, estará allí “como el que sirve” (Lucas 22:27).