La casa de Leví
“Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él, muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús” (Marcos 2:15).
En este banquete, el Señor se manifestó como el que proclama el llamamiento de la gracia a favor de los que se reconocen pecadores. “A los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó” (Romanos 8:30). A su banquete, Leví convidó a esos pecadores. Quería ofrecer una comida, y supo elegir a los invitados (Lucas 14:12-14), precisamente aquellos que necesitaban a Jesús. Esto dio motivo a críticas: “¿Qué es esto, que él come y bebe con los publicanos y pecadores?”, preguntaron los fariseos. En su naturaleza el Señor era santo; era sin propensión hacia el pecado. Él mismo pudo vencer al que lo originó: Satanás. La proximidad de los pecadores no podía contaminarle. Al contrario, él tenía el poder para limpiarlos. Quería estar con estos “vasos de misericordia” para llenarlos con el agua viva y purificadora de su Palabra, así como los sirvientes habían llenado las tinajas en Caná.
El Señor vino a la tierra, a un mundo de pecadores. ¿A quién, pues, iba a dirigir su llamamiento si no a pecadores? “Los sanos no tienen necesidad de médico —contestó a los fariseos—, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”. El profeta Isaías, al referirse al ser humano, dijo que “desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga” (Isaías 1:6). El “Samaritano” estaba porteador del “aceite y el vino”, es decir, de “la gracia y la verdad”, para sanarlos (Lucas 10:33-34). “Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados... Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador... nos salvó y llamó con llamamiento santo” (Tito 3:3-4; 2 Timoteo 1:9).
Además está escrito: “No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18). Precisamente porque el Señor estaba solo en el cielo, es decir, separado de aquellos con los cuales los eternos propósitos de Dios lo habían unido —“nos escogió en él antes de la fundación del mundo” (Efesios 1:4)—, él descendió a buscarlos. Si el esclavo israelita, según la ordenanza del Antiguo Testamento, quería aprovechar el año de la liberación, podía salir libre. “Si entró solo, solo saldrá... Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo” (Éxodo 21:3-4). El servicio cumplido no tenía la facultad de unirlo para siempre a los que amaba; debía entregarse a sí mismo por los que le habían sido dados: “Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre”. Contra el poste —lo que fue la cruz para Aquel a quien los consejos de Dios nos unió— la lesna del amo le horadaba la oreja (v. 5-6). “He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida”. “A los que me diste, no perdí ninguno” (Isaías 49:16; Juan 18:9).
En la fiesta de la gracia, el «propio justo», quien “tiene de qué confiar en la carne” (Filipenses 3:4-6) no está autorizado a participar. Si, por falta de vigilancia a la entrada, penetra allí alguien que no viste el vestido de bodas —es decir, la justicia de Dios en Cristo—, al entrar el Rey pronto será localizado y echado afuera (Mateo 22:11-13). Cuando el fariseo Saulo de Tarso quedó abatido por el resplandor de la presencia de Jesús, y luego cuando se le cayeron las escamas de sus ojos, vio su miseria. Al recordar estas escenas escribió más tarde: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia” (Hechos 9:1-19; 1 Timoteo 1:15). Vestido del Señor Jesucristo (ver Romanos 13:14), entró a la fiesta.
En el banquete de Leví se oyó una pregunta: “¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan, y tus discípulos no ayunan?” A su vez, el Señor preguntó: “¿Acaso pueden los que están de bodas ayunar mientras está con ellos el esposo?” En efecto, Juan el Bautista había cumplido su misión, había manifestado al Cristo; el “Esposo” de Israel estaba allí (Jeremías 3:14). Desde ese momento había que seguir a Jesús y llevar a otros a él, como lo había hecho Andrés, hermano de Simón. Pese al fiel testimonio de Juan, sus discípulos formaron un grupo aparte. Al bautizarse habían confesado sus pecados (Mateo 3:6), pero no gozaban del perdón que sólo se adquiere por Jesús; no tenían al Esposo con ellos. Además, confesaron: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hechos 19:2-5). Con razón debían ayunar. Por su parte, los fariseos no podían ofrecer nada a sus hambrientos discípulos. Para hallar al Salvador había que salir de la secta que habían formado (Juan 9:34-35). Los discípulos de Jesús tuvieron que ayunar cuando el Esposo les fue quitado, como él lo había anunciado; pero los que formaron el núcleo de la Iglesia volvieron a recibir a Jesús resucitado con bendiciones más excelentes que las terrenales. Más tarde, “el tercer día” (Oseas 6:1-3; 2:16-23), el día en que Israel resucite, hallará nuevamente a su Esposo para gozar de las bendiciones que le pertenecen. María Magdalena y Tomás nos dan una preciosa figura de estos dos aspectos —pasado y futuro— del remanente israelita.