Hebreos
“Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno
se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias
de obras muertas para que sirváis al Dios vivo.”
(Hebreos 9:14)
La epístola a los Hebreos («los que pasan al otro lado» o «viajeros») no menciona al autor (aunque, sin duda, lo fue Pablo), sino que comienza con Dios y muestra que la revelación del Nuevo Testamento concuerda —aunque también contrasta grandemente— con la del Antiguo Testamento. En efecto, las profecías, los tipos o figuras (cosas o personas), se ven ahora maravillosamente cumplidos al hablar Dios desde el cielo en la persona de su Hijo, el Creador y sustentador de todas las cosas. Su eterna deidad y su verdadera humanidad se revelan clara y cuidadosamente, y Él mismo supera toda revelación parcial del pensamiento de Dios en el Antiguo Testamento.
Su gran obra de redención se contempla en su valor eterno delante de Dios. El Hijo es visto como el que entró en el cielo mismo, y el que estableció una herencia celestial y eterna para todas las almas redimidas, en contraste con la esperanza terrenal de Israel. Es el sumo sacerdote que traspasó los cielos, por quien nos acercamos y rendimos culto a Dios, y quien sostiene y se compadece de sus redimidos en todas sus necesidades presentes (4:14-16).
Así pues, vemos al creyente como estando en la tierra pero poseyendo una esperanza celestial, lo que hace de él verdaderamente alguien que «va pasando» a través de un mundo que le es adverso. Toda religión de carácter terrenal (incluso el judaísmo, previamente establecido por Dios) es vista como un “campamento” hostil a la gloria de esta revelación celestial. El creyente, entonces, es llamado a salir al Señor Jesús “fuera del campamento” (13:13).
Hebreos es un libro precioso por la claridad de sus líneas que marcan los límites en cuanto a la fe, el caminar y la adoración cristianos.
Santiago
“La sabiduría que es de lo alto, es primeramente pura,
después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos,
sin incertidumbre ni hipocresía.”
(Santiago 3:17)
Santiago (este nombre en griego corresponde a Jacobo en hebreo) no se dirige a la Iglesia sino “a las doce tribus que están en la dispersión”. El cristianismo en sus primeros tiempos, desde el punto de vista de los creyentes judíos, es, pues, evidentemente su tema. No se habían separado aún de las sinagogas judías (2:2, V.M.: “Porque si entrare en vuestra sinagoga un hombre con anillo de oro...”), contrariamente a la exhortación de la epístola a los Hebreos.
Por esta razón, la epístola de Santiago ha sido llamada «la cuna del cristianismo». Trata los principios elementales.
Sin embargo, no debemos pensar que es innecesaria para nosotros debido a que suponemos estar avanzados en el conocimiento de la verdad. Si no hemos aprendido los principios elementales, entonces no estamos aprendiendo correctamente verdades más avanzadas. También es importante que estas verdades fundamentales sean examinadas continuamente para tener una aplicación consistente y práctica del cristianismo en su totalidad. Así como un estudiante aprende más en los cursos superiores, así también puede olvidar fácilmente lo que aprendió en los cursos más elementales.
Tampoco estas cosas se aprenden por medio de la simple sabiduría natural. Requieren sabiduría de lo alto como una realidad viva en el corazón. El creyente sabe muy bien que solamente una comunión verdadera y continua con el Señor puede mantener esta sabiduría.
Este libro insiste en la fe que se muestra por medio de las obras. Las obras de fe no nos justifican delante de Dios, sino delante de los hombres. Es pura hipocresía hablar de tener fe y, sin embargo, no mostrarla mediante la propia conducta. Por lo tanto, esta epístola es muy necesaria para que los hijos de Dios se examinen en cuan- to a las más simples responsabilidades de su conducta.
1 Pedro
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva,
por la resurrección de Jesucristo de los muertos.”
(1 Pedro 1:3)
La primera epístola de Pedro («piedra») también está dirigida a los creyentes judíos, dispersos en Asia Menor, pero no como si todavía estuviesen relacionados con el judaísmo. Antes bien, están separados y sufriendo, siendo extranjeros y peregrinos en más de un sentido. Lo que se dice de Israel: “He aquí un pueblo que habitará confiado (nota: o «solo»), y no será contado entre las naciones” (Números 23:9) se aplica a ellos en un sentido espiritual. Fueron “elegidos según la presciencia de Dios”, y santificados por el Espíritu (no por meras ordenanzas formales), y esperaban una herencia reservada en los cielos, ya que Cristo resucitó y está a la diestra de Dios.
El sufrimiento de ellos correspondía a la disciplina necesaria de la mano soberana del Padre. Por una parte, Él gobierna sabiamente entre sus propios hijos para bien de ellos, teniendo en vista la eternidad. Por otra parte, el sufrimiento de estos creyentes manifestaría el triste fin de aquellos que no obedecen al Evangelio.
Esta verdad se relaciona claramente con el reino de Dios más bien que con el cuerpo de Cristo, la Iglesia; puesto que a Pedro le fueron dadas “las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19). En efecto, podemos ver cómo el Padre actuó personalmente en Pedro de manera eficaz y soberana; y después de su tan triste fracaso, cuando negó al Señor, es precioso ver cómo Dios lo utiliza con gracia y poder.
Este libro —vigoroso y conmovedor— es fácil de entender, ya que infunde un sano temor de Dios. Incita a los lectores con una conciencia ejercitada a caminar con un corazón sumiso.
2 Pedro
Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad
nos han sido dadas por su divino poder,
mediante el conocimiento de aquel que nos llamó
por su gloria y excelencia.”
(2 Pedro 1:3)
En 2 Pedro, Dios provee recursos en vista de la espantosa corrupción de la cristiandad que desafía resueltamente la autoridad del Señor Jesús y la soberanía del Padre. Los falsos maestros no sólo son ignorantes, sino que sistemáticamente socavarían todo verdadero principio de la soberanía de Dios.
Por consiguiente, ¿exime esto a los piadosos creyentes de su responsabilidad de obedecer? ¡Muy por el contrario! Más bien, hallan en esta epístola la plena provisión para estimular el sometimiento implícito del corazón al Señor. Su autoridad aún triunfará absolutamente, y un terrible juicio será infligido, no sólo sobre el mundo impío, sino también sobre los impíos profesantes de la cristiandad.
El divino poder de Dios ha provisto maravillosa y abundantemente todo lo necesario para sostener aquella vida fresca y vibrante, en contraste con la estancada ausencia de vida de la apostasía. Provee también la piedad, tan valiosa en una época en que predomina la impiedad. Tal recurso está relacionado con el conocimiento vital y personal de Él, el Dios viviente revelado en la persona del Señor Jesús. Nos llama “por su gloria y excelencia”, es decir, pone ante nuestros ojos su gloria como el objeto en el cual hay que fijar la vista, y su excelencia como un estímulo precioso y presente. Tal virtud se ve en toda la vida del Señor Jesús.
En esta epístola, Pedro habla de la certeza del juicio venidero de Dios en términos serios, que inspiran temor. No se trata sólo de los juicios de la gran tribulación, sino también del hecho de que “los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (3:10). Estos temas tienen como propósito santificar nuestras almas.