La salvación
1. La responsabilidad de venir a Cristo
a) La puerta estrecha (Mateo 7:13-14; Lucas 13:24-28)
“¿Son pocos los que se salvan?”, preguntó uno a Jesús al verle pasar por el camino con sus discípulos. Y Jesús le contestó: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta”. ¿Qué te importa el número de los que son salvos? Lo esencial es que tú seas uno de ellos. En aquel tiempo uno podía preguntarse quién formaría parte del remanente que se salvaría del juicio que caería sobre Israel, como hoy hay quien se preocupa demasiado por la predestinación, por la suerte de los que murieron sin oír el Evangelio y por otros muchos problemas cuya solución está en las manos de Dios, cuando lo que cuenta ante todo es que cada uno venga personalmente a Cristo.
La puerta estrecha nos habla de decisión. Hay días u horas en que el Espíritu de Dios actúa en la conciencia y en el corazón. ¿Los dejaremos pasar sin decidirnos por Cristo? Una lucha se entabla: la carne no está a sus anchas; siente pesar por todo lo que tendrá que abandonar. ¿Quién vencerá? En Mateo 7:13 se presenta una elección: la puerta estrecha o la puerta ancha, el camino angosto o el espacioso. Elección y decisión vitales, porque el camino espacioso lleva a una puerta cerrada,… a la perdición.
b) La casa sobre la roca o sobre la arena (Mateo 7:24-27; Lucas 6:47-49)
Dos casas, exteriormente de la misma apariencia se elevan, la una sobre la roca, la otra sobre la arena. El fundamento está oculto. ¿No ocurre lo mismo con muchos jóvenes, criados quizás en la misma familia o en el mismo ambiente, que frecuentan la misma congregación? En los corazones de unos, Cristo tiene su lugar; los de los otros permanecen cerrados para Él. En el evangelio de Mateo, el que edificó sobre la roca es calificado de prudente, pero el otro no es solamente un imprevisor sino un insensato. En Lucas, el que edificó sobre la roca “cavó y ahondó”. No hay nada de superficial. No dice: «Yo siempre he creído». Al contrario, un trabajo profundo del Espíritu de Dios puso al desnudo el pecado de su corazón y lo condujo a la confesión y al arrepentimiento, a la verdadera conversión.
Vendrán lluvia, ríos, vientos, como en Mateo, figura de la oposición de Satanás; o el río y su inundación, como en Lucas, símbolo del mundo que todo lo arrastra consigo; y entonces, en Mateo, en Lucas, la “ruina” será tanto más grande cuanto más hermosa haya sido la apariencia de la casa.
¿Cómo, entonces, poner en práctica las palabras del Señor, “hacer la voluntad” de su Padre (Mateo 7:21) y no contentarse con decir: “Señor, Señor”? Juan 6:29 nos dice: “Ésta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado”. No se trata solamente de una creencia, de una adhesión intelectual, de un cierto grado de conocimiento de la obra cumplida en la cruz. El Señor dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (v. 54). Es preciso captar, por la fe que penetra el alma entera, que Cristo tomó un cuerpo y lo dio por nosotros; que vertió su sangre para quitar nuestros pecados. La Cena es el memorial de ello, pero estas palabras van más allá; “comer” y “beber” es aceptar con todo nuestro espíritu, nuestro corazón y nuestra voluntad (Apocalipsis 22:17) la obra de Cristo (fundamento inconmovible de la vida eterna) y es la apropiación personal, como alimento y bebida, de un Cristo muerto, respuesta a las imperiosas y profundas necesidades del alma.
2. Los obstáculos
En varias parábolas, el Señor pone en evidencia los distintos medios que Satanás emplea para impedir que las almas vengan a Él.
a) Las excusas
La gran cena (Mateo 22:1-14; Lucas 14:16-24)
En Lucas, los convidados “todos a una comenzaron a excusarse”. Uno había comprado una hacienda, y la apreciación de su compra tenía más valor que la invitación de su huésped. Otro había adquirido cinco yuntas de bueyes y debía probarlos. Eran los instrumentos de su trabajo. La actividad diaria constituye a menudo un pretexto para no venir a Cristo; no se tiene tiempo para pensar en Él. ¡Hay tantos quehaceres! El tercero se había casado, lo que es un ardid muy frecuente en manos del enemigo para desviar un corazón dispuesto a acercarse al Señor. Un afecto hacia una persona que no le conoce a Él, ata, y para siempre tal vez, alejará de Él.
Mateo nos revela el secreto de estas excusas diciendo sencillamente: “mas éstos no quisieron venir” (Mateo 22:3). El Señor Jesús reprochaba a los fariseos, diciéndoles: “no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Juan 5:40); y en el último capítulo de la Biblia resuena aún el llamamiento: “Y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).
b) La justicia propia
En la misma parábola (Mateo 22:11-13), Jesús menciona a un hombre sentado a la mesa sin ser vestido de boda. Sin duda, éste estimó que su propio vestido era mejor que el traje de boda ofrecido por su huésped. Pero basta una mirada del rey para poner todas las cosas en su lugar; una suerte terrible le espera a aquel que creyó poder sentarse a la mesa divina envuelto en su propia justicia: lo atan, lo llevan, lo echan en las tinieblas de afuera, donde le espera “el lloro y el crujir de dientes”.
Qué contraste con el hijo pródigo, quien, cubierto de harapos, acepta gozoso el mejor vestido dado por su padre. Por su parte, el hijo mayor ofrece otro ejemplo de esa propia justicia que rehúsa la invitación de la gracia. Este último era consciente de todas sus virtudes: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás” (Lucas 15:29). Son también numerosos los que, como otro joven, dicen: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud” (Lucas 18:21).
Al comenzar el relato, los dos hermanos estaban en casa, criados en el mismo ambiente, por el mismo padre. En el curso de la parábola, uno se marcha y el mayor solo queda en el hogar. Pero, al final, el más joven, habiendo revivido, está dentro, mientras que su hermano mayor está afuera. ¿Por qué afuera? Porque “no quería entrar”. Hubiera preferido sentarse con sus amigos, comer y gozarse con ellos en vez de sentarse a la mesa con su padre y su hermano. Pese a la insistencia paterna, permanece afuera, engañado por su propia justicia, incapaz de aprovechar la gracia.
c) Los esfuerzos para corregirse
¿Nuestros esfuerzos serían verdaderamente un obstáculo? Nos da la respuesta la parábola del espíritu inmundo (Mateo 12:43-45; Lucas 11:24-26). Evidentemente, ésta se aplica en primer lugar al pueblo judío, pero, ¿no podremos hallar en ella una aplicación práctica para nosotros? Esta casa barrida y adornada, pero desocupada, ¿no se asemeja a un corazón que ha tratado de reformarse a sí mismo y adornarse con buenas obras, pero en el cual Cristo no tiene su lugar? Y si el corazón está desocupado, pronto Satanás entrará en él “y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero”. ¿No es el mismo caso que nos ofrece Laodicea?: “Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad”. Sin embargo, el Señor está afuera, a la puerta, llamando y alegando: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:17, 20). Bendita porción para un corazón lleno de Cristo que no se contentó con sus propios esfuerzos para corregirse.
d) El orgullo espiritual
En la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14), el Señor enfoca sin miramientos este obstáculo formidable, el mayor de todos, el que, una vez que está en el corazón, le lleva a confiar en sí mismo y a menospreciar a los demás: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres” (conciencia de sus privilegios y de su propia importancia). “Ayuno dos veces a la semana” (separación exterior del mundo). “Doy diezmos de todo lo que gano” (buenas obras hechas en público). El fariseo, consciente de sus propios méritos, ciego en cuanto a sus pecados, ignora la gracia divina, único recurso del publicano, quien suplica: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.
e) La prosperidad (Lucas 12:16-21)
He aquí un hombre lleno de sí mismo y de sus posesiones: “Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años”. Pero Dios le dice: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?”. “¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos 8:36). En su tiempo, Abraham discernió la trampa tendida por el rey de Sodoma: “Dame las personas (o almas), y toma para ti los bienes” (Génesis 14:21).
La Palabra de Dios no condena la posesión de los bienes materiales, pero el Señor advierte el peligro de hacer para sí tesoro y no ser rico para con Dios. En otro lugar agrega: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!”. Y cuando los discípulos se asombran de la advertencia del Maestro (porque, bajo la ley, las riquezas eran una señal del favor divino), dicen: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?” Jesús, mirándolos, contesta: “Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios” (Marcos 10:23-27).
¿Quién, pobre o rico, podría ser salvo sin la obra de la gracia divina? Pero Satanás bien sabe valerse de las cosas de la tierra cual un obstáculo puesto delante de los que las poseen para obstruir el camino de la salvación.
3. Demasiado tarde
“He aquí ahora el tiempo aceptable; ¡he aquí ahora el día de salvación”, dice la voz divina (2 Corintios 6:2). «Tienes mucho tiempo todavía; otra vez, mañana por la mañana…» susurra Satanás al oído del alma trabajada. Es éste un peligro que el Señor evidencia también mediante diversas parábolas.
a) El rico y Lázaro (Lucas 16:19-31)
Jesús, levantando el telón del más allá, muestra en el Hades al hombre rico estando en tormentos. Es demasiado tarde para ser salvo. “Una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros”, dice la voz del cielo; es imposible pasar del hades al “seno de Abraham”. La Palabra de Dios es clara, terminante, no existe «segunda posibilidad»: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27).
El hombre, convencido de que para sí mismo ya es demasiado tarde, quisiera, sin embargo, que alguno de entre los muertos llevara un mensaje a sus hermanos; pero la Palabra excluye, y hasta condena severamente, todo trato con los muertos. De sus advertencias no puede manar la vida, sino únicamente de la Palabra de Dios: “A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos”.
b) El adversario (Mateo 5:25-26; Lucas 12:58-59)
Esta parábola se aplica en primer lugar a los judíos: “Jehová tiene pleito con su pueblo” (Miqueas 6:2). Pero podemos sacar también una lección importante para nosotros: ahora es cuando debemos reconciliarnos con Dios.
“Prepárate para venir al encuentro de tu Dios, oh Israel” exclama el profeta (Amós 4:12). Encontrarse con Jesús ahora es recibir la vida eterna, ser reconciliado con Dios, hallar un Amigo fiel que estará con nosotros a lo largo de todo el camino. Pero desdeñarle mientras estamos de camino, es exponerse, después de la muerte, a enfrentarse con un Juez sin misericordia porque es justo: “Te entregue… al alguacil, y seas echado en la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues el último cuadrante”, cosa ésta imposible de hacer.
c) La puerta cerrada (Lucas 13:25)
Aquellos que rehúsan entrar por la puerta angosta se encuentran frente a una puerta cerrada. Con insistencia suplican: “Señor, Señor, ábrenos”; pero el padre de familia no les abre. ¿Quiénes son éstos que quedan afuera? ¿Publicanos, pecadores, mentirosos? Escuchémoslos: “Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste”. Para siempre jamás quedarán afuera aquellos que estuvieron en contacto con Cristo, los que oyeron el Evangelio, pero no tomaron ninguna decisión ni tuvieron la energía de entrar por la puerta estrecha. Asimismo, cuando “se cerró la puerta” (Mateo 25:10), aquellas que llaman en vano no son mujeres de mala vida, sino “vírgenes” que habían recibido una lámpara y que habían salido a recibir al esposo, pero… no tenían aceite.
4. La obra de Dios
En sus enseñanzas, el Señor advierte repetidas veces a las almas, colocándolas frente a su responsabilidad. Pero, con qué gozo, en Lucas 15, Aquel que recibe a los pecadores va a hablar de la gracia. Seis veces se regocijan en este capítulo. Si bien el Señor no deja de advertir y reprender, con qué gozo también busca, encuentra y da.
Es esto el corazón de Dios, el centro del Evangelio. El Hijo (bajo el aspecto de un pastor), el Espíritu Santo (bajo la forma de una mujer) y en la tercera parábola el Padre, están empeñados en salvar a los pecadores. El pastor y la mujer buscan lo que han perdido hasta encontrarlo. El padre espera, recibe, acoge, besa, haciendo todo lo que está relacionado con sus derechos y con las exigencias de su naturaleza para poder recibir en su casa al hijo que vuelve. Por una parte, vemos el amor que busca y, por otra, el amor con el que se es recibido.
La oveja y la dracma perdidas no podían hacer nada para ser encontradas; en cuanto al hijo, un trabajo tiene lugar en su conciencia, pero, desde el versículo 22 de la parábola, él también deja que todo se haga a su favor, y acepta. La oveja es llevada al rebaño, cuyo Pastor es el centro (Juan 10:16), y el hijo es llevado a la mesa del Padre, así como Rut, vuelta de los campos de Moab, se sentó a la mesa de Booz y Mefi-boset, traído de Lodebar, tomó lugar a la mesa del rey David.
El hijo pródigo era tan culpable en el momento en que, dando las espaldas a su padre, franqueó el umbral de la casa paterna como cuando deseaba comer de las algarrobas de los cerdos. Pero la gracia trabaja. El recuerdo de la dicha que había en la casa lejana se despierta en su corazón. Una convicción se apodera de su conciencia: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”, y su corazón es atraído. Ésta es la revelación de Dios al alma, y Dios es luz y amor. La luz produce la convicción de pecado y el amor atrae. Todo temeroso, el hijo se pone en camino. Existe en él sentimiento de pecado y humillación, pero ignora todavía la gracia de Dios, pues no tiene la certeza de que el padre le reciba. Éste toma la delantera antes de la llegada del hijo y se comporta con él no según los méritos del culpable (que no tiene ninguno) sino según su corazón de padre. El hijo ya no podía pedir que se le recibiera como un jornalero; como ha reconocido su pecado y ha confesado su indignidad, se confía en el amor que lo acoge. Su posición, de aquí en adelante, es establecida por el corazón del padre, por los sentimientos de éste, por el amor que tiene para con su hijo: «la misma posición del padre decidía la del hijo» (J.N.D.).
Pero no podía entrar así sin más en la casa; debía ser introducido tal como un hijo de semejante padre. Sacan el mejor vestido, el anillo y el calzado, y, gozando con toda la casa de la grosura del becerro sacrificado, el hijo toma su lugar a la mesa del padre. “Era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”.
“Y comenzaron a regocijarse”. Un festín empezado aquí en la tierra que seguirá en el cielo sin tener fin jamás. Contraste trágico ofrecen aquellos que, delante de la puerta cerrada, comenzarán a llamar en vano, quedando por siempre en las tinieblas de afuera que ellos mismos habrán elegido (Lucas 13:25).
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones.”
(Hebreos 4:7)
“Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo.”
(Hechos 16:31)