Andar y testimonio
“Dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas.”
(1 Pedro 2:21)
“Comprobando lo que es agradable al Señor.”
(Efesios 5:10)
Después de haber sido traídos al Señor, somos llamados a caminar en pos de Él en este mundo. Y el andar está hecho de detalles. En un gran número de pequeñas parábolas, el Señor nos enseña de qué manera, en estos detalles de la vida diaria, podemos comprobar lo que le es agradable. Pero también a lo largo de su propia vida Él nos ha dejado el perfecto ejemplo.
1. La luz (Mateo 5:14-16; Marcos 4:21; Lucas 8:16; 11:33-36)
“Vosotros sois la luz del mundo”, dijo Jesús a sus discípulos. Antes de que la luz pueda alumbrar afuera, es necesario que brille adentro. Por esta razón, un poco más adelante (Mateo 6:22; Lucas 11:34, V.M.) agregó la parábola del ojo sencillo. Un ojo sencillo no mira sino un solo objeto a la vez. Es menester contemplar a Cristo en su andar, en su vida, en su gloria, antes de que uno pueda brillar por sí mismo. Si el ojo es malo —es decir, si mira a diestra y siniestra toda clase de cosas— el cuerpo entero será tenebroso. Sólo la contemplación de Cristo nos permitirá reflejarle. El ojo alumbra el interior; la lámpara brilla afuera.
Destaquemos, de paso, que en Marcos y en Lucas el Señor habla de la lámpara inmediatamente después de la parábola del sembrador. La vida en primer lugar; luego viene la luz. ¿Dónde alumbra?
En Mateo 5:15 la luz “alumbra a todos los que están en casa”. El primer testimonio de un joven creyente se dará en el seno de su familia. Después de haber entregado su corazón al Señor, ¿no son los del hogar los primeros que deben notar el cambio que tuvo lugar en su vida? Así también sucede en la familia de Dios. Pero Lucas 8:16 dice que la luz se enciende “para que los que entran vean la luz”. Llegan visitas o extraños a nuestro hogar; ¿se darán cuenta de que están en un hogar cristiano? Cuando los enviados de Babilonia visitaron al rey Ezequías, el profeta Isaías le pregunta a éste: ¿Qué han visto en tu casa? El rey relata cómo les ha hecho ver todas sus riquezas, su casa de armas, sus tesoros; pero ¿estos extranjeros habrán visto en la casa de Ezequías algún reflejo de la luz divina? Y las almas trabajadas que Dios dirige hacia “la familia de la fe” ¿ven brillar siempre en ella la luz de la vida?
Además, Mateo 5:16 nos dice que la luz debe alumbrar “delante de los hombres”, es decir, por medio de un testimonio no dado por el mucho hablar, sino mediante las buenas obras que ellos consideran (1 Pedro 2:12).
Por último, si en cada casa, en cada hogar brilla la luz, “una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mateo 5:14). Habrá un testimonio de toda una iglesia local cuando cada uno de aquellos que la componen sigan fielmente al Señor.
Pero el enemigo trata de impedir que la luz brille y suscita obstáculos. En vez de estar colocada sobre el candelero, la luz puede ser puesta:
a) en oculto (Lucas 11:33). José de Arimatea era discípulo de Jesús secretamente; Nicodemo vino a Él de noche. ¿No nos sucede a nosotros también que ocultamos nuestra luz, que tenemos temor confesar al Señor? En un lugar público es muy posible que evitemos dar gracias antes de comer, o por lo menos que lo hagamos discretamente. Delante del mundo podemos temer la adopción de una franca posición de cristianos.
b) debajo de un almud (Mateo 5:15). El almud, unidad de medida para líquidos y cereales, nos habla de actividad exterior: negocios, tareas. ¿Hasta qué punto brilla la luz divina cuando estamos ocupados en nuestra labor diaria? No bajo la forma de un discurso sino en los hechos, la actitud, el cuidado puesto en el trabajo, el comportamiento frente a subalternos, superiores y colegas. Un cristiano puede dejarse invadir por sus ocupaciones a punto tal que no se le distingue ya del hombre mundano cuyos intereses se limitan a la tierra.
c) debajo de la cama, nos dice Marcos 4:21: pereza, anhelo de comodidad indiferencia, sueño… son tantos los motivos que empañan la luz, que anulan todo testimonio para el Señor; se prefiere la vida fácil antes que los inconvenientes que trae necesariamente un decidido testimonio para Cristo.
Hay cosas invisibles en la vida cristiana: el fundamento de la casa, las raíces del árbol o de la espiga. La luz, por lo contrario, es visible a todos. Pero ¿existiría ella sin el previo fundamento sobre la roca, sin raíces que se extiendan hacia la corriente, sin el ojo sencillo que primeramente haya contemplado a Cristo?
Esta luz que debe brillar delante de los hombres está hecha de actos, de obras, de actitudes, de influencias, del resplandor de toda la personalidad en la cual Cristo vive (Gálatas 2:20). ¡Con cuánto fulgor esa luz brilló en Cristo! Él pudo decir: “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12). Y el apóstol Juan agrega: “Si andamos en luz, como él está en luz” (1 Juan 1:7). Procuremos, pues, que nuestro ojo sea suficientemente sencillo para verle a Él tal como anduvo en la luz, para que reflejemos algo del perfecto ejemplo que nos ha dejado.
2. La sal (Mateo 5:13; Marcos 9:49-50; Lucas 14:34-35)
La luz disipa las tinieblas; la sal preserva de la corrupción, nos habla de separación para Dios, de decisión del corazón para Él, del efecto santificador de la gracia en el ser interior.
En Mateo 5:13, el Señor dice: “Vosotros sois la sal de la tierra”. El testimonio de los creyentes en el mundo debe preservar de la corrupción el ambiente en que se encuentran. Remontar la corriente, saber decir «no», rehusar una invitación, callar ante bromas de mal gusto, en lugar de reír con ellas. El creyente se granjeará mucho más el respeto de sus colegas afirmando oportunamente su fe y su deseo de pureza que aparentando hacer coro con ellos. El mundo menosprecia a los cristianos cobardes, y “si la sal se desvaneciere... no sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres”. “Como fuente turbia y manantial corrompido, es el justo que cae delante del impío” (Proverbios 25:26).
En Marcos 9:49, la sal está vinculada al sacrificio. En toda ofrenda vegetal (Levítico 2:13) jamás debía faltar “la sal del pacto”, así como nunca debe faltar la decisión del corazón de ser fiel a la relación en la cual Dios nos ha colocado para con Él. Daniel propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey. Tal vez esto acarreará costosos renunciamientos; quizá habrá que permanecer apartado hasta de cosas que podrían parecer buenas si se quiere ser fiel al testimonio del Señor.
En Lucas 14:34, la sal se relaciona con la posición de discípulo. Es la sal de la consagración a Cristo, la decisión del corazón de darle la preeminencia, incluso antes de la familia, antes de uno mismo, antes de todo lo que se posee (v. 26-27, 33). Si falta ese apego a la persona del Señor, si la sal se hiciere insípida, la arrojan fuera, no sirve para nada; seguir a Jesús en esta condición no es más que una mera profesión exterior, de los labios para afuera.
3. El perdón (Mateo 18:23-35)
La luz y la sal conciernen particularmente a nuestro andar individual, pero también somos llamados a vivir juntos con otros creyentes. Ningún testimonio colectivo puede tornarse en una realidad si se prescinde de la exhortación de Colosenses 3:13: “Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros, si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros”. Reparemos en que la parábola citada sigue inmediatamente al versículo que nos es caro: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Parece que el Espíritu de Dios se apresura a llamar nuestra atención sobre la necesidad del perdón entre hermanos para poder realizar prácticamente la reunión alrededor del Señor.
¡Cuán comprometido está el testimonio cuando los hermanos empiezan a disputar, a ignorarse o a dividirse!
“Un rey… quiso hacer cuentas con sus siervos”. ¿Qué pasa cuando Dios quiere hacer cuentas con nosotros? ¿No querremos dejar que la luz escudriñe nuestras conciencias y que nos lleve a confesarle nuestras faltas?
Uno de los siervos le debía diez mil talentos, deuda imposible de pagar, aunque tenía la pretensión de hacerlo; le fue enteramente perdonada; ¿tendrá conciencia este siervo de la inmensa gracia que le ha sido hecha?
“Aquel a quien se le perdona poco, poco ama” (Lucas 7:47). Por cierto ¡a nosotros no fue poco lo que se nos perdonó! Pero si uno olvida “la purificación de sus antiguos pecados” (2 Pedro 1:9) porque no fueron verdaderamente confesados en detalle al Señor, se pierde de vista la magnitud de la gracia. Si no se ha considerado el abismo en el cual el Señor Jesús tuvo que descender cuando llevó nuestras iniquidades, aumentadas más que los cabellos de su cabeza (Salmo 40:12), ¿cómo comprenderemos el horror que a Dios le inspira el pecado y la inmensidad de la deuda que nos ha perdonado?
Olvidarnos de eso nos lleva a ser duros con nuestros hermanos. Porque otro siervo le debía cien denarios, el primero, asiendo de él, le ahogaba, exigiéndole el pago, y le echó en la cárcel porque no podía pagarle. Tal hermano me ofendió… ¡no le saludo más! Tengo motivos de quejas contra los hermanos… y por ello no abro más la boca en la iglesia. ¿Verdaderamente? Y el Señor Jesús ¿no hizo nada por ti? Es necesario pensar de nuevo en Él, en lo que hizo por nosotros; entonces cada uno podrá perdonar de todo corazón a su hermano sus ofensas (Mateo 18:35).
Reparemos en la actitud de los consiervos cuando comprueban la dureza de su compañero. No publican el asunto a diestra ni a siniestra, aunque están mucho entristecidos, sino que van directamente a referírselo a su señor.
Y acordémonos del perfecto Ejemplo, quien en la cruz dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
4. La humildad (Lucas 14:7-11)
Al entrar en casa de un gobernante, que era fariseo, el Señor Jesús observaba cómo los convidados escogían los primeros asientos a la mesa.
Aquel a quien nada le está escondido conoce los motivos que lleva a uno o a otro a tomar espiritualmente tal o cual lugar entre sus hermanos. Él observa, sondea, pesa los corazones. En la mesa del festín, cada cual tomó el lugar que le pareció corresponder a su rango. El huésped no entró todavía (v. 10) y cada convidado ocupó el asiento que mejor le pareció. ¿Cuál será la estimación del dueño de casa cuando llegue? En la parábola él hace sentar en el último lugar al orgulloso que había elegido el primero y hace subir a aquel que, humildemente, había ocupado el último asiento.
¿No podríamos representar nosotros una escena semejante? Cada uno tomó el lugar de su elección. El Huésped divino, a su llegada, en lugar de ocupar el sitio de honor elige el otro extremo de la mesa. Así, el que eligió el último asiento se halla muy cerca de Él, y el otro, que se estimó digno de estar a su derecha o izquierda, se halla lo más alejado. Nadie puede recriminar nada, ya que cada uno personalmente había estimado qué lugar debía corresponderle. “Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (v. 11).
El Señor mismo nos dio el ejemplo de ello cuando dijo a sus discípulos: “Yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lucas 22:27). En ese momento ni a la mesa estaba, ya que se había levantado para lavar los pies de ellos (Juan 13).
Un hermano puede ser más dotado que otro; pero “¿qué tienes que no hayas recibido?” (1 Corintios 4:7). El objeto del don no es descollar sobre sus hermanos, sino únicamente servirles mejor. Apenas el Señor había instituido la Cena (Lucas 22) cuando hubo una disputa entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor; y Jesús les contesta: “No así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve” (v. 26). Y el apóstol agrega: “Antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Filipenses 2:3-4).
5. Las ocasiones de caída
a) Para uno mismo
Mateo 5:28-30 merece nuestra seria atención. Se trata de un caso específico que cada día nos acecha, al joven o al de más edad, al soltero o al casado, si la codicia, el deseo culpable, sigue a la mirada. De seguida que uno se da cuenta de que un vínculo no es según Dios, porque evidentemente la persona no es aquella que el Señor tiene en vista para fundar un hogar, o porque uno ya está casado, es imprescindible obedecer sin tardanza a la Palabra del Señor: “Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti”. Debe evitarse totalmente cualquier posible encuentro. “Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti”: no más contacto ni correspondencia. Es imprescindible, sin miramientos ni demora, cortar tal relación (Proverbios 6:27-28).
Marcos 9:43-48 es más general. Al hablar aquí de la mano, del pie o del ojo, el Señor prevé, sin duda, acciones, lugares, cosas vistas o leídas que constituyen ocasión de caer. El testimonio entero puede ser echado a perder; el alma puede ser manchada y la luz oscurecida. “Córtala… sácalo”, dice el Maestro. Se ha comenzado tal libro y se descubre que va a ensuciar nuestro espíritu o turbar nuestra fe; tengamos, pues, la energía necesaria para ponerlo enseguida de lado. Se frecuenta a tal o cual camarada que nos ha de arrastrar al mundo o a la tentación; entonces hemos de romper sin tardanza esa amistad.
b) Para los demás
Después de haber puesto en medio de los discípulos a un niño, ejemplo de humildad, el Señor agrega en Mateo 18:6: “Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. Cuán severamente condena el Señor a aquellos que son motivo de tropiezo para un débil: un pequeño en la fe (Mateo 18) o uno de aquellos que no Le sigue “con nosotros” (Lucas 9:49). Una palabra liviana, una broma dudosa, una reflexión hecha al pasar, cuyo alcance no hemos medido, pero que brotará en el corazón de un joven; malos ejemplos, dudas en cuanto a la Biblia y, sobre todo, murmuraciones, habladurías, críticas, sin hablar de la difamación que recae sobre la iglesia, sobre las reuniones o sobre tal o cual siervo del Señor.
Cuando Abraham descendió a Egipto, tenía por compañero al joven Lot. El patriarca se dio cuenta de aquel error suyo y lo juzgó. Volvió a Bet-el, donde estaba su tienda al principio, y su alma fue restaurada. Pero su sobrino guardó en su espíritu la visión de Egipto y de sus atractivos. En el día decisivo se presenta ante sus ojos toda la llanura del Jordán, regada por doquier “como la tierra de Egipto” (Génesis 13:10); el recuerdo de lo que había visto fue lo que le determinó en su elección. La primera semilla de un extravío, cuyo resultado fue el fracaso del carácter y la familia de Lot, fue sembrada por su tío sin que éste se hubiera dado cuenta de ello.
¿Soy yo una ayuda o un estorbo? Y, lo que es peor, ¿soy un motivo de tropiezo?
6. Juzgar a los demás
La paja y la viga (Mateo 7:1-5; Lucas 6:41)
“No juzguéis”, dijo el Señor. No se trata de dejar de hacerlo cuando es necesario juzgar los actos y, en particular, ejercer la disciplina fraternal o la de la iglesia, pero no debemos juzgar los motivos que hacen actuar al prójimo. Antes de tratar de corregir a los demás o de darles una lección, cuán necesario es sacar primero la viga que pudiera estar en nuestro propio ojo. Un ciego no puede guiar a otro que también lo es. Únicamente el juicio de sí mismo permite discernir o ver bien para sacar la paja del ojo de un hermano.
Cuántas veces se critica tal o cual detalle de la vida de otro, de su manera de vestir, de su casa, y no se es consciente del propio egoísmo y del propio orgullo. Después de haber exhortado a los hermanos espirituales a restaurar con espíritu de mansedumbre al que ha sido sorprendido en alguna falta, el apóstol agrega: “considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1).
En Juan 13, el Señor Jesús nos ha dado el ejemplo supremo. Él, el Señor y el Maestro, no quedó sentado a la mesa, sino que se levantó de la cena y, quitándose su manto, símbolo de su gloria, tomó una toalla, se la ciño, puso agua en un lebrillo y comenzó a lavar los pies de los discípulos. ¿Con qué objeto? “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”, dijo a Pedro. No hay comunión con el Señor si nuestros pies no han sido lavados por Él. En su carácter de Abogado, intercede por nosotros y nos conduce a confesar nuestras faltas. Y agrega todavía: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros”. Con ese mismo espíritu, imitando su humildad y su amor, debemos procurar la restauración de nuestros hermanos para gozar nuevamente de la comunión con ellos. Debemos recordarles el amor que tuvo el Señor por ellos y también lo que a Él le es debido, y, conscientes de la gracia que se manifestó tanto en su favor como en el nuestro, ayudarles a retomar conciencia de la misma.
La vida está hecha de detalles; todas estas parábolas —la mayoría cortas— nos muestran cuánto desea el Señor que los suyos presten atención a tales detalles. ¿Dónde están los recursos para andar así? Ello no puede realizarse sino “en vida nueva” (Romanos 6:4), morando en Él. “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Pero “el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto”. No hay luz sin contacto con el «generador», no hay andar para gloria del Señor, ni testimonio, sin comunión diaria con Él.