Una salvación tan grande /2

La justificación — La redención

2. La justificación

En su gracia, Dios nos perdona y, aun más, nos justifica.

Ser justificado es estar liberado de toda acusación que pudiera ser presentada contra nosotros. Es lo contrario de ser condenado, así como ser culpable es lo opuesto de ser perdonado.

La justificación, pues, libera al creyente de toda acusación y de toda sentencia que el tribunal divino debería pronunciar contra él. Pero eso no es todo, ya que la justificación no tiene solamente el carácter negativo de liberar de la condenación. Ella enriquece al creyente con una justicia a la vez positiva y divina.

Hemos visto que el comienzo de la epístola a los Romanos establece la culpabilidad del hombre. Como conclusión, el versículo 19 del capítulo 3 declara que todo hombre es culpable ante Dios. El versículo siguiente advierte que la ley no proporciona ningún socorro. Al contrario, en lugar de justificar al hombre, ella lo convence de pecado y hace caer sobre él una justa condenación. Ante estas tristes conclusiones, a partir del versículo 21 el apóstol Pablo expone la gloriosa doctrina de la justificación.

La justicia de Dios

El apóstol comienza proclamando que la justicia de Dios se ha manifestado. Al declarar que el hombre es pecador, Dios ya había mostrado su justicia y establecido que Él no podía hacer ningún compromiso con el pecado. Pero ahora, esta justicia es manifestada con brillo incomparable por la obra de Jesucristo.

Cristo glorificó perfectamente a Dios en la tierra. En particular, puso su vida voluntariamente. Fue una ofrenda agradable a su Dios, quien fue aplacado respecto al pecado e incluso glorificado. Entonces Dios lo resucitó y lo hizo sentar a su derecha. Cristo glorificado es una primera manifestación de la justicia divina (Juan 10:17; 17:4-5; 16:10).

Por otra parte, Cristo se entregó por nosotros. Soportó la condena que merecía el pecado (Romanos 8:3) y expió todos los pecados de los creyentes. Por lo tanto, Dios es perfectamente justo al recibir como justificados a aquellos que se acercan a Él por Jesucristo (2 Corintios 5:21).

De modo que estos dos aspectos de la obra de Cristo (la propiciación para satisfacer perfectamente a Dios y la sustitución del creyente en el juicio) manifiestan plenamente la justicia de Dios.

Esta justicia pronto será visible cuando sean enjuiciados y condenados por la eternidad los hombres que hayan rechazado la gracia. Entonces ella será manifestada públicamente, pero de una manera menos profunda que en aquella hora solemne en la cual Dios agobió de dolor a su propio Hijo, víctima perfecta, hecho pecado por nosotros. La cruz de Cristo será durante la eternidad la manifestación más grandiosa de la justicia de Dios y de su amor insondable (Romanos 5:8).

La justificación por medio de la sangre

La justicia de Dios así manifestada se despliega para “todos” los hombres. La gracia de Dios es ofrecida a todos. Es uno de sus aspectos maravillosos. Ella pone a todos los hombres en el mismo nivel, por cuanto “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). No obstante, si bien esta justicia está al alcance de todos, sólo es aplicable a los que creen. Es puesta sobre ellos como un vestido que los cubra en presencia de Dios. Es la justificación positiva del creyente, quien no sólo es liberado de toda acusación, sino divinamente revestido de justicia.

Por supuesto, el amor de Dios es el origen de todo, pues somos justificados por su gracia (3:24). Pero el medio de hacernos justos es la sangre de Cristo, es decir, su muerte. Somos justificados por su sangre (5:9; 3:25).

La muerte de Cristo mostró la justicia de Dios tanto a favor de los creyentes del Antiguo Testamento como para nosotros mismos. Antes de la venida del Señor, Dios podía soportar los pecados porque miraba por adelantado el sacrificio de Cristo, el cual estaba prefigurado por todas las ordenanzas de la ley. De manera que la sangre de Cristo es el único medio de hacer justo a un pecador. Sin embargo, los creyentes de entonces no podían comprenderlo y no tenían una completa seguridad de la salvación.

La seguridad de la justificación

“Jesús, Señor nuestro... fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:24-25). Hace falta comprender las dos partes de este versículo para gozar de una total seguridad respecto a nuestra justificación. En la cruz, Cristo llevó nuestros pecados y sufrió el castigo que ellos merecían, pero la prueba de que estamos liberados de los pecados fue dada por su resurrección. Si esta segunda verdad no es conocida, no podemos gozar de la paz.

Como Cristo resucitó, yo sé que todos mis pecados están expiados. Soy totalmente libre de ellos ante el Juez supremo, quien mostró su satisfacción al glorificar al Señor. “Dios es el que justifica” (8:33). Él nos había sentenciado como pecadores, pero ahora nos declara totalmente libres. Nuestra justificación es completa y definitiva. Nadie puede condenarnos.

La justificación por medio de la fe

La fe es el eslabón que nos une al Señor Jesús y que nos hace partícipes de las bendiciones que su muerte proporciona. La fe, pues, es necesaria; únicamente los creyentes son justificados. En ese sentido, somos “justificados, pues, por la fe” (Romanos 5:1).

Esta fe consiste en recibir simplemente la salvación que Dios nos ofrece, en recibir a Jesucristo (Juan 1:12). Es la obediencia a la fe (Romanos 16:26; véase también Juan 3:36, V.M.). Jesucristo es el “autor de eterna salvación” reservado únicamente a “todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9).

La justificación de vida

Hasta ahora hemos visto la justificación en relación con nuestros pecados (los actos cometidos). Otro aspecto de este tema es el que se refiere a “la justificación de vida” (Romanos 5:18) en relación con el pecado, es decir, con la raíz del mal en nosotros.

Por naturaleza, todos los hombres están emparentados con Adán, jefe de una raza pecadora. Por gracia, y en virtud de la obra de la cruz, pertenecemos, como creyentes, a una raza espiritual de la cual Cristo es el jefe. Estamos unidos a Él y participamos de su naturaleza y de su vida. Judicialmente estamos liberados de toda condenación relacionada con nuestra raza primitiva y el pecado que se vincula con ella.

Al exponer esta doctrina de la justificación de vida, el apóstol exclama: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (8:1). ¡Bendito sea Dios por tal liberación!

 

Pregunta

¿Cómo conciliar la afirmación del apóstol Pablo, en cuanto a que “el hombre es justificado por fe sin las obras de ley” (Romanos 3:28), con la del apóstol Santiago, según la cual “el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”? (Santiago 2:24).

Se trata de dos justificaciones diferentes. El apóstol Pablo habla de nuestra justificación ante Dios, mientras que el apóstol Santiago se refiere a nuestra justificación ante los hombres. La primera es obtenida por la fe en la obra de Cristo, la segunda (nuestra justificación ante los hombres) lo es por las obras de fe, es decir, por nuestra conducta, la que es consecuencia de nuestra fe.

Veamos un ejemplo. Un niñito se jacta ante sus camaradas de que sabe leer. ¿Cómo va a justificar su afirmación?: tomando un libro y leyendo en voz alta.

De la misma manera, no es suficiente afirmar que somos justificados, sino que también hace falta que nuestros actos demuestren a nuestros hermanos y al mundo que realmente tenemos la vida de Dios.

 

3. La redención

Así como el Evangelio proclama el perdón y la justificación, también revela a Dios como el Redentor.

Dios quiere liberar al hombre de todas las formas de esclavitud en las que se debate. La lista es muy triste: pasiones que lo gobiernan, diversos temores —en particular el temor a la muerte—, obligaciones religiosas o mundanas y, por encima de todo, sumisión al poder del diablo, tanto por medio de las ideologías como a través de las prácticas supersticiosas. ¡Qué necesidad tiene el hombre de ser liberado! Al considerar la justificación encontramos la noción de tribunal divino. Con la redención, vemos aparecer la noción de la esclavitud del hombre. Fuerzas diversas lo someten y le hacen perder el destino que Dios le reservaba. Ser rescatado, es ser sacado de un triste estado del cual uno no puede salir solo. El redentor —dicho de otra manera, el rescatador— es aquel que nos libera y nos permite gozar de las bendiciones divinas.

La redención por la victoria o por el pago de un rescate

El Antiguo Testamento habla frecuentemente de la redención, en particular en los libros del Éxodo, de Rut y de Isaías. A menudo ella consiste en una liberación que puede ser obtenida por una victoria o bien por un pago. En efecto, para liberar a un prisionero de guerra, hacía falta vencer a aquel que le tenía en su poder, mientras que, para liberar a un esclavo, hacía falta pagar el rescate.

El pueblo de Israel había estado esclavizado en Egipto durante muchas generaciones, pero Dios había dicho: “Os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes” (Éxodo 6:6). Se trataba de tomar venganza sobre Egipto a causa de los ultrajes infligidos por Faraón a Israel.

Efectivamente, cuando todas las plagas cayeron sobre Egipto y el ejército de Faraón fue completamente destruido, vemos cómo Israel canta a Jehová: “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste” (5:13).

La redención contra pago es vista mucho más en el libro de Rut. Elimelec había dejado el país de Israel por las tierras de Moab, donde murió, al igual que sus hijos. En estas circunstancias, la heredad de Elimelec corría el riesgo de pasar a poder de otros, en cuyo caso su mujer y su nuera Rut podían verse sumidas en la miseria. Semejante desastre fue evitado porque Booz, obrando como pariente, con derecho a redimir, tomó a Rut por esposa y al mismo tiempo adquirió la heredad (Levítico 25:25-27, 47-52; Rut 3:11-13; 4:1-11).

La futura redención de Israel

En el libro de Isaías, la redención es presentada como venidera. Israel está aplastado por las naciones, visto como un “gusano”, pero Dios se presenta a él como su “Redentor... el Santo de Israel”, “Jehová de los ejércitos”, “el Fuerte de Jacob” (Isaías 41:14; 47:4; 49:26).

A lo largo de varios capítulos, Dios habla de redención hasta el momento todavía futuro en el cual, saliendo como vencedor de en medio de sus enemigos destruidos, exclama: “El día de la venganza está en mi corazón, y el año de mis redimidos ha llegado” (63:4). La redención final de Israel significa tomar venganza sobre todos sus enemigos. Pero ésta sólo tendrá lugar después de un período de severas pruebas para el pueblo (Lucas 21:28).

No obstante, en medio de estos capítulos de Isaías que hablan de redención futura, encontramos una extraordinaria profecía sobre una redención de naturaleza mucho más profunda. Dios había declarado: “De balde fuisteis vendidos; por tanto, sin dinero seréis rescatados” (Isaías 52:3). Entonces es presentado el bienaventurado Siervo de Jehová, quien sufre y muere por el pueblo y cuya alma es una ofrenda por el pecado. “Vendrá el Redentor a Sion, y a los que se volvieren de la iniquidad” (59:20), pero esto ocurrirá luego que Él les haya rescatado sin dinero, como fruto del trabajo de su alma. Efectivamente, la redención por poder está fundada sobre el amor manifestado en la cruz. Esto ya era visible en la ofrenda del cordero pascual que precedió a la liberación del yugo de Egipto (Éxodo 12; véase también 1 Pedro 1:18-20). Estos diferentes aspectos de la redención son desarrollados en el Nuevo Testamento.

El fundamento de la redención

El hombre es esclavo del pecado, está “vendido al pecado” (Romanos 7:14; véase también Juan 8:34). Es el punto fundamental por el cual necesita su redención.

Si bien el comienzo de la epístola a los Romanos habla sobre todo de nuestra condenación ante Dios, también contiene el pensamiento de nuestra esclavitud respecto del pecado cuando el apóstol dice que, tanto los judíos como los griegos, están “bajo pecado” (Romanos 3:9). Estar bajo pecado significa estarle sometido, estar bajo su poder. Más adelante, la redención está mencionada en relación con la justificación: “justificados... mediante la redención que es en Cristo Jesús” (3:24). En efecto, una sola obra es la base de todas nuestras bendiciones.

Cristo soportó el castigo que merecían nuestros pecados, de manera que la ira de Dios contra ellos quedó agotada. Estamos, pues, justificados. Por otra parte, Cristo dio su vida en rescate por nosotros (Mateo 20:28; véase también 1 Timoteo 2:6). Él pagó por nuestros pecados, de modo que somos sus rescatados.

La deuda originada por nuestros pecados habríamos tenido que pagarla con nuestra vida, pero Cristo dio la suya en nuestro lugar. Como era sin pecado, no tenía por qué pasar por la muerte, pero podía morir por otros que eran pecadores, es decir, dar su vida como rescate por ellos. Es “la redención por su sangre” (Efesios 1:7), el fundamento de todas las liberaciones del creyente. Ella comprende a la vez nuestro rescate de la triste deuda de nuestros pecados (Tito 2:14) y nuestra liberación de la servidumbre respecto del pecado, es decir, de la fuerza del mal que habita en nosotros (Romanos 8:2-3).

La liberación respecto de la ley y del mundo

La obra redentora de Cristo es presentada igualmente en la epístola a los Gálatas: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley” (Gálatas 3:13). Había una maldición pronunciada contra aquel que no practicaba la ley. Cristo nos redimió de esta maldición pagando en nuestro lugar. Pese a ser el único en cumplir la ley, se dejó clavar en la cruz, de modo que fue “hecho por nosotros maldición” (3:13).

Sin embargo, aun nos hacía falta otra cosa. No solamente estábamos bajo maldición, sino que, además, la ley nos tenía bajo servidumbre. Como judío, el apóstol dice: “Estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo” (4:3). Para los gálatas no judíos, emplea una expresión semejante: los “débiles y pobres rudimentos, a los cuales os queréis volver a esclavizar” (4:9). Tanto los judíos como los hombres de las naciones estaban igualmente bajo la esclavitud de los principios del mundo. Los unos pretendían respetar la ley de Dios, los otros una religión idólatra, pero todos estaban bajo el mismo principio legal, principio enteramente del mundo, consistente en querer adquirir por sí mismo el favor de Dios.

Cristo nos rescató de ese yugo legal al darnos gratuitamente lo que no merecíamos: la posición de hijos de Dios (4:5). Ya no hay más esfuerzo que hacer, pues todo es gracia. En esta nueva posición, la ley ya no tiene fuerza sobre nosotros, pues, estando asociados a Cristo, estamos muertos a la ley (2:19).

La liberación del dominio de Satanás

Satanás es el jefe de este mundo. Para él, todos los medios son buenos para reinar sobre el hombre. Utiliza tanto las obligaciones religiosas como las mundanas detrás de las cuales se esconde. “No manejes, ni gustes, ni aun toques” (Colosenses 2:21) o, por el contrario, siguiendo “la corriente de este mundo” (Efesios 2:2; véase también Colosenses 2:8). Todas estas obligaciones tienen en realidad una misma fuente en aquel que es el usurpador despiadado. Para dominar mejor, igualmente se apoya sobre el sentimiento de temor que mora en el corazón del hombre desde la caída, en particular el temor a la muerte, el cual, durante toda la vida, tiene al hombre en la servidumbre (Hebreos 2:15).

Pero Cristo nos ha liberado de todas estas formas de esclavitud al ser el vencedor de todas las fuerzas adversas. Cuando estaba en la tierra, curaba “a todos los oprimidos por el diablo” (Hechos 10:38) y en la cruz triunfó públicamente sobre todas las potestades espirituales (Colosenses 2:15). Además, nos ha liberado del temor a la muerte al reducir a la impotencia “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14).

La redención de nuestros cuerpos

La redención hecha por Cristo tiene resultados eternos (Hebreos 9:12) que sólo son visibles por medio de la fe. Satanás, aunque fue vencido en la cruz, todavía ejerce su dominio sobre el mundo y la creación aún gime bajo la “esclavitud de corrupción” (Romanos 8:21). El creyente mismo conserva en la tierra su cuerpo de humillación sometido a las enfermedades y a la muerte; suspira mientras espera la liberación final.

Felizmente —¡Dios sea loado!— la obra de Cristo tiene resultados completos: habrá una redención final, redención con poder que se cumplirá cuando el Señor vuelva. Para nosotros entonces habrá llegado “la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23). El Espíritu Santo ya nos ha sellado para ese “día de la redención” (Efesios 4:30) y Él ya nos permite anticiparlo por fe (1:14).

Toda la creación sacará provecho de esta redención con poder y gozará de “la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:21). Una liberación general será publicada por toda la tierra, realización gloriosa como la del año del jubileo en Israel (Levítico 25).

Esta redención con poder nos es presentada como una libertad lograda por medio de una victoria, puesto que está dicho: “¡Del poder del sepulcro yo los rescataré, de la muerte los redimiré! ¿dónde están tus plagas, oh muerte? ¿dónde está tu destrucción, oh sepulcro?” (Oseas 13:14, V.M.; véase también 1 Corintios 15:55). En ese día feliz, los cuerpos de todos los santos serán liberados del abrazo de la muerte, el último enemigo. Todo lo que Cristo compró mediante su muerte será arrancado del dominio del usurpador; entonces será la total “redención de la posesión adquirida” (Efesios 1:14).

La finalidad de la redención

Por preciosa que sea la redención, ella no es un fin en sí misma. Es más bien un medio para que el Señor pueda acabar en nosotros su propósito de amor.

Dios quería que los hijos de Israel fueran su nación particular, un pueblo de sacerdotes que le sirviera en la tierra que él les había dado. Para eso, tuvo que rescatarlos y llevarlos fuera de Egipto para que ese propósito se realizara. No podían servirle mientras eran los esclavos de Faraón.

En lo que nos concierne, el objetivo buscado es de un orden mucho más elevado. Dios desea que seamos hijos, perfectos ante él en amor. La redención era necesaria como medio para alcanzar esa meta (Efesios 1:5-7; Gálatas 4:5). Ella también era necesaria a fin de que fuésemos hechos “aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12). El Padre busca adoradores y nosotros somos “un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Pero antes de eso, primeramente resultó necesario que fuésemos “rescatados de nuestra vana manera de vivir... con la sangre preciosa de Cristo” (1:18-19).

Dios tiene preciosos pensamientos a nuestro favor, pero su cumplimiento sólo es posible sobre la base de la redención. Primeramente debemos ser rescatados de todo poder enemigo para que Dios tenga libertad de ejecutar sus sabios consejos para nuestro bien y para su gloria.

 

Pregunta 1

Puesto que existe un aspecto futuro de la redención ¿es justo afirmar que hemos sido rescatados? ¿No deberíamos decir, más bien, que vamos a serlo?

La Escritura afirma que “tenemos redención por su sangre” (Efesios 1:7 y Colosenses 1:14). Por consiguiente, podemos decir con total seguridad que hemos sido rescatados. Notemos, no obstante, que se trata de la redención “por su sangre”, y bajo este aspecto ella pertenece al pasado. La redención de nuestro cuerpo está por venir.

Estemos seguros de que Dios no dejará su obra sin acabar. Dios no rescató a los hijos de Israel por medio del cordero pascual para luego olvidarlos y abandonarlos al poder de los opresores egipcios. Todos —incluso el niño más pequeño— debían partir; ni personas ni bienes debían quedar atrás. De la misma manera, Dios acabará su obra a nuestro favor. Todos aquellos que han sido o sean rescatados por medio de la preciosa sangre de Cristo, pronto tendrán sus cuerpos transformados para ser semejantes al del Señor. No todo está acabado, pero ya podemos gozarnos de haber sido rescatados.

Pregunta 2

¿Cómo debe entenderse la expresión de Efesios 1:14: “la redención de la posesión adquirida”?

Primeramente hay que hacer distingo entre adquisición y redención. Podemos decir que la redención comprende la adquisición, mientras que frecuentemente la adquisición no comprende la redención.

Los cuerpos de los creyentes han sido “comprados por precio” (1 Corintios 6:20). Pero los falsos maestros han sido igualmente comprados por el Señor al que niegan (2 Pedro 2:1). Por otra parte, Cristo ha comprado el mundo a causa del tesoro que para él representan los creyentes (Mateo 13:44). Por su muerte, el Señor ha obtenido el derecho de posesión sobre todo, pero no todos los hombres han sido o serán rescatados.

Sin embargo, la expresión “la redención de la posesión adquirida” tiene un sentido más restringido. Se trata de la redención, con poder, de lo que el Señor ha adquirido y que se encuentra al amparo de la redención por su sangre. Lo que el Señor ha adquirido por su muerte todavía debe ser liberado con potencia del poder de toda fuerza adversa.

Una ilustración puede ser encontrada en el campo comprado por Jeremías (cap. 32). Este campo fue adquirido cuando era una desolación y estaba en poder de los caldeos. Debía, pues, ser liberado, restaurado, es decir, ser objeto de una redención antes de ser cultivado de nuevo por aquellos a quienes Jehová debía restablecer.

Pregunta 3

El libro de Rut muestra que, en Israel, solamente ciertos parientes tenían derecho a redimir (o rescatar). ¿Tiene eso un significado para nosotros?

En Israel, comprar un campo era una transacción que cualquiera podía hacer. Pero no era así cuando por la compra se corría el riesgo de que el bien pasara a poder de una familia extranjera. Era necesario ser pariente para tener cualquier derecho de rescate y la prioridad le correspondía al pariente más cercano.

De manera similar, ningún ángel puede redimir ni a un solo hombre. Por eso el Señor Jesús no se hizo ángel, sino hombre, y así fue nuestro pariente redentor. Para efectuar la redención, Dios apeló a un hombre, “la descendencia de Abraham” (Hebreos 2:14-16). Cuán importante, pues, es la perfecta humanidad de nuestro Señor. Él participó “de carne y sangre” a fin de redimirnos del poder del diablo.