5. La salvación
“¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hechos 16:30). Es ésta una pregunta fundamental para el hombre que de pronto advierte que está perdido. “Ser salvo” resume muy a menudo todo lo que una alma necesita y —¡bendito sea Dios!— todo lo que el Evangelio le ofrece. La salvación tiene un alcance muy amplio; implica a la vez el perdón, la justificación, la redención y la reconciliación. Por eso la Palabra de Dios habla de “una salvación tan grande” (Hebreos 2:3). Esta expresión reúne los diferentes aspectos de la potente intervención de Dios en favor del hombre. Por esta razón, ella ha sido escogida como título de este tema.
El mismo Señor comenzó por anunciar esta maravillosa salvación; más tarde los discípulos confirmaron el mensaje, dando Dios mismo testimonio con ellos por medio de los variados milagros del Espíritu Santo (Hebreos 2:3-4). Después el Evangelio llegó hasta nosotros, las naciones, y el apóstol Pablo lo llamó “el evangelio de vuestra salvación” (Efesios 1:13) o también “la palabra de esta salvación” (Hechos 13:26).
La salvación ofrecida a los que perecen
“¡Señor, sálvanos, que perecemos!” (Mateo 8:25). Este angustioso grito de los discípulos en medio de la tempestad muestra claramente que la salvación responde a la perdición, como lo confirman otros varios pasajes. En 1 Corintios 1:18 se establece un contraste entre “los que se pierden” y “los que se salvan”. Más adelante el apóstol divide a los hombres entre “los que se salvan” y “los que se pierden” (2 Corintios 2:15). El mensaje del Evangelio afirma igualmente: “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10).
Como culpables, tenemos necesidad del perdón. Como condenados, nos hace falta la justificación. Como esclavos, debemos ser rescatados. Al ser enemigos, debemos ser reconciliados. Finalmente, si estamos perdidos, a punto de perecer, tenemos necesidad de la salvación.
Sin embargo, estar perdido significa a la vez ser culpable, condenado, esclavo y enemigo. La salvación responde a todos estos estados de manera general. Cuando la Palabra habla de salvación, no se trata de un punto particular de doctrina sino de una noción muy amplia y de gran riqueza. Por eso veremos que la salvación de Dios es la liberación de todo peligro que pudiera amenazarnos en el presente o en el futuro.
Si Dios nos salva de esta manera, es por amor, por pura gracia (Efesios 2:5), con el fin de introducirnos en el gozo de las bendiciones más positivas. No obstante, la mayoría de los pasajes que hablan de la salvación la presentan en relación con aquello de lo que hemos sido liberados. Cuando es cuestión de saber hacia qué somos conducidos, la Escritura emplea los términos “vocación” o “llamamiento”. Dios nos salvó de un estado fastidioso y nos llamó a un estado bienaventurado (véase 2 Timoteo 1:9). La salvación, pues, debe ser puesta en relación con los peligros que nos amenazan más bien que con las bendiciones a las cuales ella nos permite acceder.
La salvación en el Antiguo Testamento
La salvación es mencionada muy frecuentemente en la historia del pueblo de Israel. Casi siempre se trata de una salvación relacionada con enemigos, tal como lo expresa Zacarías, el padre de Juan el Bautista: “El Señor Dios de Israel... ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador... salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron” (Lucas 1:68-71).
En el Antiguo Testamento la revelación divina es también parcial. Las relaciones con Dios se referían ante todo a las cosas materiales. El pecado era visto más bien en sus consecuencias terrenales, resultado del justo gobierno de Dios. Cuando Israel pecaba, Dios lo entregaba en manos de sus enemigos; cuando Israel se arrepentía, lo salvaba dándole la victoria (Nehemías 9:27).
De la misma manera, las enfermedades, el hambre y los animales salvajes eran enviados como disciplina para Israel. En eso también Dios era su salvador desde el momento en que la condición moral del pueblo lo permitía.
No obstante, en los profetas la noción de salvación se eleva por encima del cuadro legal de Israel. Isaías anuncia al Mesías, a quien Jehová le dice: “Te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (49:6). Esto ya es el mensaje del Evangelio. Si bien la salvación tiene un alcance tan amplio, ella, sin embargo, sólo es consecuencia de la persona de Jesucristo. Él es esa salvación de Dios de la cual habla Isaías, el “autor de eterna salvación” (Hebreos 5:9), “el Salvador del mundo” (Juan 4:42), la “salvación de Dios” (Lucas 2:30 y Hechos 28:28, en cuyos versículos el término salvación significa más bien «lo que salva»).
La salvación inicial
Como el pecado es la raíz de todos los peligros que nos amenazan, el Nuevo Testamento, deliberadamente, comienza por la salvación relativa a los pecados. Desde el primer capítulo de Mateo se habla de Jesús como de aquel que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Ello sitúa la cuestión a un nivel mucho más elevado que el de las liberaciones temporales. Efectivamente, sobre todo hay que considerar las consecuencias eternas del pecado, es decir, el juicio que Dios pronuncia sobre cada hombre pecador y el castigo que debe infligirle la ira del cielo. Nosotros somos salvos de esta ira.
La salvación, en su sentido más profundo, es una dispensa o una liberación de la ira de Dios, cualquiera sea la forma en que ésta se manifieste. El “evangelio... es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree...; porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia” (Romanos 1:16, 18). Un poco más adelante, leemos que “por él seremos salvos de la ira” (5:9) y que “no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5:9).
El pecado también nos había sumergido en toda clase de miserias, de esclavitudes y de enemistades, pero el Señor nos ha salvado de todo eso. En efecto: “Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros. Pero... Dios... nos salvó” (Tito 3:3-5).
Así se considere nuestra culpabilidad ante Dios el Juez, o el estado deplorable al que el pecado nos había conducido, la salvación que hemos aceptado al creer es una cosa pasada y cumplida. Con agradecimiento podemos afirmar que somos salvos (véase por ejemplo 2 Timoteo 1:9). Si bien esto es ya un gran privilegio, la salvación tiene un alcance más extenso todavía.
La salvación diaria
Estamos en un mundo lleno de seducciones. En lo interior, la carne quiere obrar; en lo exterior, el diablo nos tiende toda clase de trampas. ¡Cuántos peligros rodean al creyente! Tenemos necesidad de ser salvados cada día de ellos; precisamos una salvación prácticamente continua. Felizmente, la Escritura habla con claridad de esta salvación presente. El Señor Jesús está vivo en el cielo para comunicárnosla como Sumo Sacerdote. “Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:25).
La salvación presente, a la que se la puede llamar salvación de la carrera cristiana, concierne exclusivamente a los creyentes. Aunque está fundamentada sobre la muerte de Cristo, sólo la obtenemos gracias a su servicio sacerdotal en el cielo, donde está vivo y activo a nuestro favor. Somos “salvos por su vida” (Romanos 5:10) y lo seremos hasta el final de nuestra carrera porque su servicio no se detiene y porque es sacerdote por la eternidad.
Con el fin de poder gozar de esta salvación práctica, aprovechamos las instrucciones necesarias de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo dice a Timoteo: “Las Sagradas Escrituras... te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”. Además, añade que la Escritura es “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:15-16; véase también 1 Timoteo 4:16). Esto muestra la parte importante que tiene la Palabra de Dios en nuestra salvación cotidiana. Ella nos hace sabios, prudentes, nos hace evitar trampas y, sobre todo, dirige nuestras miradas hacia el Señor.
Cuando Pablo escribía estas palabras, aludía al Antiguo Testamento, conocido por Timoteo desde su infancia, el que, en efecto, abunda en advertencias saludables. Apenas si es necesario añadir que igualmente esto es verdad en lo que toca al Nuevo Testamento, el que algunos de nosotros tenemos el privilegio de conocer desde temprana edad.
Para nuestra salvación cotidiana, un último elemento se añade a la intercesión del Señor y a la acción de la Palabra de Dios. Es la presencia del Espíritu Santo en nosotros. El Señor lo envió para que esté con nosotros hasta el final de la carrera (Juan 14:17). Él nos permite comprender la Palabra de Dios y nos hace gozar del Señor glorificado.
La salvación futura
Nos queda por considerar otro grupo de pasajes que hablan de la salvación como de una cosa que esperamos (Hebreos 9:28; Romanos 13:11). Efectivamente, todavía debemos ser salvos de la ira de Dios en su sentido terrenal, es decir, salvos de los juicios apocalípticos. También debemos ser salvos de la muerte física de nuestro cuerpo. Todo esto forma parte de la esperanza cristiana. Ella es como un yelmo que nos permite enderezar la cabeza a pesar de la adversidad (1 Tesalonicenses 5:8).
Nuestra esperanza de salvación se realizará al producirse la segunda venida de Cristo. Para el mundo, vendrá como Juez, pero para nosotros no es así: “Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:20-21). Pronto él “aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28).
Esta salvación futura es el último acto de liberación que el Señor cumplirá a nuestro favor. Es como el coronamiento de su misericordia. Resucitará a los que estén muertos en él y tomará a los creyentes vivos, antes de que la gran tempestad de la justa ira de Dios se desencadene sobre la tierra. Entonces estaremos todos con el Señor a resguardo del peligro para siempre. Nuestra salvación estará absolutamente terminada.
Pregunta 1
El apóstol Pablo exhortaba a los filipenses a ocuparse en su propia “salvación con temor y temblor” (Filipenses 2:12). ¿Cómo hay que entender este pasaje?
Los filipenses estaban amenazados de dos maneras: adversarios por fuera (final del capítulo 1) y disensiones por dentro (comienzo del capítulo 2). Era relativamente fácil hacer frente a las primeras amenazas, mientras que las segundas eran tan peligrosas que era necesario apelar al incomparable ejemplo de Cristo (v. 5-11). Además, el apóstol no podía ayudarles más, puesto que estaba prisionero en Roma.
En estas circunstancias, los filipenses debían demostrar gran vigilancia espiritual para mantenerse en buen estado a pesar de los peligros que les apremiaban. Debían ocuparse en su propia salvación, no en la salvación de su alma, obtenida una vez para siempre, sino en la salvación de su carrera cristiana.
Esta salvación cotidiana debe ser considerada bajo dos aspectos. Por un lado, Dios produce en nosotros “el querer como el hacer” (Filipenses 2:13), y por otro lado, debemos ser diligentes a fin de que la gracia de Dios tenga su pleno resultado en nosotros.
Pregunta 2
El día de Pentecostés, el apóstol Pedro exhortó a la muchedumbre diciendo: “Sed salvos de esta perversa generación” (Hechos 2:40). ¿A qué aspecto de la salvación se refería?
Después de la crucifixión del Señor Jesús, y aun más después del rechazo de la gracia en el momento del martirio de Esteban, la nación judía fue sometida al juicio gubernamental de Dios. Debía ser objeto de solemnes castigos, una parte de los cuales fueron ejecutados cuando Jerusalén cayó en poder de los romanos en el año 70 de nuestra era.
Al creer al Evangelio, los creyentes judíos debían separarse de este pueblo rebelde, a fin de no ser juzgados con él. Era preciso salvarse de “esta perversa generación”. Por eso debían recibir el bautismo como señal de esta disociación. Esto les causó muchos sufrimientos, pero les salvó de la terrible suerte que le estaba reservada al pueblo.
Aunque el bautismo no sea más que una ordenanza exterior, ponía al creyente judío en un terreno de salvación (1 Pedro 3:21) por el hecho de que rompía sus relaciones con la incrédula masa de la nación. Cuando un gran navío zozobra, podemos echar al agua los botes salvavidas por medio de cuerdas e instalarnos en ellos, pero eso no es suficiente: si no cortamos las cuerdas, no hay salvación.
El bautismo corta las cuerdas y de esa manera salva.
Pregunta 3
“Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mateo 24:13). A la luz de esta declaración ¿podemos estar seguros de nuestra salvación antes del término de nuestra vida en la tierra?
En este pasaje no se trata del fin de la vida de un hombre en la tierra, sino del fin de los tiempos antes del retorno de Cristo. El Señor dirigía esas palabras a los discípulos que representaban en ese momento al futuro remanente de Israel que estará en la tierra en este período del fin. Por consiguiente, la salvación de que se trata es una salvación terrenal que será acordada a aquellos que hayan atravesado con perseverancia la gran persecución de entonces.
Aunque este pasaje pueda tener ciertas aplicaciones morales para nosotros, no nos concierne directamente. No debe ser utilizado para enseñar que no se puede estar seguro de la salvación antes de la muerte, lo que es una falsa doctrina.
Pregunta 4
“Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). ¿Por qué la confesión de la boca está relacionada con la salvación en este pasaje?
Como ya lo hemos explicado, la palabra “salvación” tiene un significado muy amplio. Concierne a la salvación del alma, pero también incluye otras liberaciones acordadas por el Señor y particularmente la que se refiere a ser liberado del mundo.
Cuando creemos en nuestros corazones que Dios resucitó al Señor después que éste hubo muerto por nosotros, obtenemos la justificación ante Dios, la salvación de nuestra alma. No obstante, este aspecto de la salvación no es perceptible para los hombres. Se trata más de un acto judicial en el cielo que de un hecho visible en la tierra. Sin embargo, conduce a que aquí abajo seamos salvos del mundo, de la carne y del diablo. El primer paso hacia esta salvación más visible a los hombres es confesar a Jesús como Señor. Hace falta una confesión de propia boca, pues una conversión secreta, sin testimonio exterior, no es suficiente para este aspecto de la salvación.
El versículo siguiente precisa: “porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”. Así, hay una distinción entre la fe del corazón para ser hecho justo y la confesión por la boca para ser salvo. Ella nos hace comprender que ser salvo es una bendición más extensa que la de ser justificado. Para ser justo ante Dios basta con creer, mientras que, para entrar en todos los aspectos de la salvación, hace falta al menos añadir a la fe la confesión de Jesús como Señor.