8. La vivificación
Cuando consideramos la amplitud de los estragos causados por el pecado, entrevemos la plenitud de la respuesta divina que da el Evangelio.
El pecado ha provocado:
- la culpa que reclama perdón;
- la condena que exige justificación;
- la esclavitud que nos hace desear la redención;
- el alejamiento y la enemistad respecto de Dios, lo cual hace necesaria la reconciliación;
- los peligros de toda clase que requieren la salvación;
- la profanación y la mancilla para las cuales nos hace falta la santificación;
- la corrupción que ha afectado los más profundos resortes de nuestra naturaleza y que necesita el nuevo nacimiento.
Finalmente, el pecado nos ha precipitado en la muerte espiritual. Para que nuestra vida pueda ser para Dios, nos hace falta ser vivificados. Esta vivificación radical no se encuentra en el Antiguo Testamento. El hombre todavía estaba a prueba bajo la ley. La vida en la tierra estaba prometida como resultado de una perfecta obediencia a esta ley. En el Nuevo Testamento, este período de ensayo ha terminado, pues el hombre es oficialmente declarado muerto en sus pecados. Entonces puede ser revelada la doctrina de la vivificación.
Muertos en cuanto a Dios y vivificados por él
La epístola a los Efesios revela nuestra verdadera condición: “estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1). El versículo siguiente muestra que, no obstante este estado de muerte, andábamos activamente en esos delitos y pecados. Ello es así porque la muerte de la que se trata aquí es la muerte con relación a Dios. Los que están muertos con relación a Dios, sin embargo están vivos respecto a “la corriente de este mundo” y “al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2). Esta ausencia de vida para Dios es enteramente compatible con el hecho de estar activo en el mundo bajo la influencia de Satanás. El hombre no vive en cuanto a Dios porque vive en el mal.
Este estado de muerte espiritual es la base de la declaración: “No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (Romanos 3:11). El versículo precedente había afirmado que no hay ni siquiera un solo justo, lo que es extremadamente lamentable, pero menos grave que el hecho de que no haya nadie que comprenda, que sea inteligente en las cosas de Dios. No se trata solamente de ausencia de actos justos, sino de una completa incapacidad espiritual. Peor aun, a esta incapacidad se añade una ausencia de deseo: no hay nadie que desee comprender o buscar a Dios. El hombre natural no encuentra en Dios nada que sea deseable. Qué triste estado: el hombre no es justo, no se da cuenta de ello y no suspira por Dios. En una palabra, el hombre está muerto en cuanto a Dios.
Desde que tomamos conciencia de estos solemnes hechos, nos damos cuenta de que nuestra única esperanza está en Dios. Él solo puede tomar la iniciativa para sacarnos a flote, en su misericordia soberana, y eso es lo que hace. Nosotros podemos tomar la iniciativa para cometer el mal, pero, estando espiritualmente muertos, no podemos intentarlo para hacer el bien según Dios. Hace falta que sea Él quien obre. Y ¿cómo puede hacerlo? ¿Por medio de una reforma, de la educación, de la moral? Nada de eso, pues estamos totalmente muertos en cuanto a Dios. Nada puede ser mejorado antes de que nos haya dado la vida. La palabra traducida en el Antiguo Testamento por “vivificado” está compuesta del sustantivo “vida” y del verbo “hacer”, lo que converge en “hacer vivir”. Es la vivificación que sólo Dios puede producir.
Vivificación y nuevo nacimiento
Así como Ezequiel 36 da una idea del nuevo nacimiento, el capítulo siguiente presenta más la vivificación. Encontramos allí la visión de los huesos secos que se juntan, son cubiertos de carne y vuelven a la vida. Esto representa a Israel en su estado de muerte espiritual y la futura acción de Dios para vivificar antes de impartir las bendiciones milenarias. Dios les sacará de sus sepulcros entre las naciones en que se encuentren. Habrá una resurrección nacional, y, como lo dice el Señor: “viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo Jehová hablé, y lo hice, dice Jehová” (Ezequiel 37:14). Desde el momento en que sean vivificados, comprenderán y buscarán a Jehová.
Estos dos capítulos muestran la estrecha relación que existe entre el nuevo nacimiento y la vivificación. Al comunicarnos una naturaleza divina, el nuevo nacimiento responde al estado de decadencia moral, mientras que la vivificación responde más bien al de muerte espiritual. No obstante, los dos son el resultado de la operación del Espíritu Santo en el hombre.
Por otra parte, en la Escritura encontramos expresiones similares para describir estas dos acciones del Espíritu. En Ezequiel 37, el “soplo”, identificado con el Espíritu (en comparación con los versículos 9 y 14), comunica la vida a Israel. En Juan 3:8, la expresión “el viento sopla de donde quiere” es una imagen del Espíritu que produce el nuevo nacimiento. No conviene, pues, separar estas dos operaciones del Espíritu, aunque podamos distinguirlas para comprender las variadas bendiciones que emanan de ellas. La Palabra de Dios lo hace en estos capítulos de Ezequiel y en el evangelio según Juan, donde encontramos el nuevo nacimiento en el capítulo 3 y la vivificación en el capítulo 5.
La vivificación por medio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
Juan 5 empieza por la curación de un hombre enfermo. Una corriente de vida parece penetrar en sus miembros, toma su lecho y anda. El Señor, viéndose entonces obligado a responder a la oposición de los judíos, habla de las obras que él hará y que serán mucho más grandes que esta curación. Primeramente, vivificará a aquellos que él quiera (v. 21), y después resucitará a todos los hombres a su debido tiempo (v. 28-29).
La vivificación es diferente a la resurrección (también llamada “levantar” en el v. 21). La vivificación concierne únicamente a aquellos que oyen la voz del Hijo de Dios. En el plano espiritual, pasan “de muerte a vida”. Por el contrario, la resurrección es para todos aquellos que están en los sepulcros y que volverán a ser seres animados. Oirán esta misma voz y saldrán en momentos diferentes, unos a resurrección de vida y otros a resurrección de condenación.
A la luz de Juan 5, la vivificación aparece como el aspecto más profundo de la obra de Dios en nosotros. Su importancia es tal que el Padre y el Hijo obran juntos para hacerla: “como el Padre levanta a los muertos y vivifica, así también el Hijo a los que quiere vivifica” (v. 21, traducción literal del original griego). El juicio, por el contrario, es enteramente dejado en manos del Hijo porque fue hecho hombre.
En el acto de vivificar, el Hijo obra conforme a su propia voluntad, sobre un pie de igualdad con el Padre y, si es útil añadirlo, en la más perfecta comunión con él. Como el Padre, él “tiene vida en sí mismo” (v. 26; véase también 1:14). Él es un “espíritu vivificante” (1 Corintios 15:45); vivifica por medio de su Palabra. Los hombres oyen la voz del Hijo de Dios, creen al Padre que lo envió y viven. La vida es realmente su don, pero ella nos llega al oír su voz en su Palabra: únicamente “los que la oyeren vivirán” (Juan 5:25).
La vivificación también es atribuida al Espíritu Santo. En Juan 6, mientras ciertos discípulos parecen desanimados a causa de la profunda enseñanza del Señor, éste afirma: “El espíritu es lo que vivifica; la carne no aprovecha nada; las palabras que yo os he hablado, espíritu son y vida son” (v. 63, traducción literal del original griego). Por preciosa que sea la enseñanza del Señor, ella va acompañada por una acción del Espíritu para que se cumpla la vivificación de los oyentes.
De modo que, a la luz de Juan 5 y 6, podemos decir que las tres personas de la deidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— están implicadas en la vivificación de seres tales como nosotros.
Vivificados juntamente con Cristo
En Efesios 2:5 y Colosenses 2:13 leemos que hemos sido vivificados juntamente con Cristo. Estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Efesios 2:1), estábamos muertos en pecados y en la incircuncisión de nuestra carne (Colosenses 2:13). Nos hacía falta nada menos que la vivificación para solucionar nuestro caso. Sin embargo, no era necesario que fuésemos vivificados juntamente con Cristo. Esta asociación con Cristo es un fruto de los consejos de amor de Dios.
La vida “juntamente con” Cristo demuestra el interés de Dios por nosotros. Él no nos ofrece solamente la liberación de un estado lamentable, sino que también nos da una vida que es la mejor que hay. La vida con Cristo es la más sublime que una criatura rescatada pueda conocer. Por esta razón, la vivificación es presentada como resultado de la preciosa misericordia de Dios y de su gran amor por nosotros (Efesios 2:4).
Hemos sido hechos vivos en asociación con Cristo. Puesto que nuestra vida de vivificados es su propia vida, entonces nos es posible ser resucitados y estamos en condiciones de residir juntamente con él en los lugares celestiales. La maravillosa historia de nuestra vivificación llega a su término con nuestro asiento en los lugares celestiales, todos juntos íntimamente unidos a Aquel que nos ha vivificado.
Esta suprema bendición de tener la vida de Cristo y de estar unidos a él, nos es dada desde el principio de nuestra vida cristiana. No obstante, somos lentos para comprender la importancia de ello. Esto en nada cambia el efecto de esta vida en nosotros, pues la vivificación es el fruto de la operación divina en nosotros, mientras que la comprensión que tenemos de ella resulta de una enseñanza divina. Pero, a medida que crecemos en esta comprensión, procuramos dejar que esta vida se desarrolle más en nosotros y advertimos cuán importante es ser dependientes del Señor, quien realmente es nuestra vida (Colosenses 3:1-4).
Así como la epístola a los Efesios presenta nuestra posición “en Cristo” ante Dios, la dirigida a los Colosenses muestra más bien a Cristo obrando en nosotros, como testimonio en el mundo. Esto es verdad en cada creyente individualmente: “Cristo... en todos” (Colosenses 3:11), y colectivamente en la iglesia: “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). Esta vida de Cristo en nosotros es un inmenso privilegio. Hacerla nuestra por la fe transforma la vida del creyente, quien debe poder decir con el apóstol: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20; véase también Efesios 3:16-17; Juan 14:20; 15:4; ...).
La vivificación del cuerpo
En Cristo hemos sido vivificados, pero todavía conservamos nuestros cuerpos mortales. La vivificación de éstos —así como su redención— es todavía futura. Dios vivificará nuestros cuerpos mortales mediante su Espíritu que mora en nosotros (Romanos 8:11). Esto tendrá lugar cuando el Señor vuelva, ya sea por medio de la resurrección —para los creyentes que hayan pasado por la muerte—, ya sea por medio de la transmutación —para aquellos que todavía estén vivos.
Esta vivificación no es una curación pasajera, sino una transformación radical que nos dará cuerpos gloriosos e inmortales (Filipenses 3:21). El Espíritu de Dios ya obra en nuestros cuerpos, pero éstos continúan siendo mortales. Tienen necesidad de ser vivificados.
El Señor Jesús es un espíritu vivificante; él es dador de vida. Estábamos muertos espiritualmente y él nos comunicó su propia vida a quienes ahora somos su linaje. Igualmente, él vivificará nuestros cuerpos para que sean vestidos de inmortalidad y lleven su imagen. Suspiramos por ese momento, pues en nuestros cuerpos mortales la vida divina no puede expresarse plenamente. Deseamos con ardor que todo nuestro ser sea “absorbido por la vida” (2 Corintios 5:2-4).
Cuando esto se cumpla, será “sorbida... la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54). Entonces la obra de la vivificación alcanzará su perfección para nosotros, pues reinaremos “en vida por uno solo, Jesucristo” (Romanos 5:17).