4. La reconciliación
¿Un hijo se ha fugado de su casa? Es culpable; tiene necesidad de ser perdonado. Lejos del hogar paterno, ¿anda en malas compañías? Debe ser liberado de ellas; tiene que ser rescatado. Bajo esas lamentables influencias, ¿tomó repugnancia de la casa paterna? Hace falta reconciliarlo con ella.
De la misma manera que el perdón y la justificación nos eran necesarios a causa de nuestra culpabilidad y precisamos de la redención como consecuencia de nuestro sometimiento al pecado, la reconciliación nos era indispensable porque nos habíamos hecho enemigos de Dios. El pecado nos había alejado de él y sentíamos una completa indiferencia a su respecto, o incluso estábamos en abierta oposición a él. La reconciliación responde a este triste estado al volvernos a traer a la presencia de Dios y hacernos experimentar una perfecta paz y el gozo de su amor. Es una de las más positivas bendiciones del Evangelio. Tenemos que llegar al Nuevo Testamento para que ella nos sea presentada, principalmente en cuatro pasajes de las epístolas del apóstol Pablo (Romanos 5:10-11; 2 Corintios 5:19; Colosenses 1:19-21 y Efesios 2:16).
Nuestro alejamiento de Dios
Para comprender lo que es la reconciliación, resulta necesario comprender primeramente todo el drama de nuestro alejamiento de Dios. En Colosenses 1:21, la reconciliación es efectivamente mencionada como lo opuesto al hecho de que éramos extraños y enemigos en nuestra mente. La palabra griega que aquí es traducida por “extraños” podría igualmente serlo por “alejados” de Dios. En la epístola a los Efesios encontramos descrito el lamentable estado del hombre natural, quien está profundamente separado de Dios, a punto tal de que es “ajeno de la vida de Dios” (Efesios 4:18; véase también Efesios 2:2-3). Varias nociones se refieren a este estado; por ejemplo: la vanidad, las tinieblas, la ignorancia, la ceguera, la lascivia, la impureza. Todas estas cosas son exactamente opuestas a la vida divina, pues, al alejarnos de Dios, el pecado nos ha separado de todas las virtudes que provienen de Dios. En este estado, nuestros deseos no buscan a Dios, no deseamos la luz ni la vida que da su presencia.
Este alejamiento se produjo a partir de la caída. La conducta de Adán y Eva lo muestra claramente. Tan pronto como la voz de Jehová se hizo oír en el huerto, se escondieron, pues no podían soportar su presencia. Entre Dios y ellos habían levantado una barrera infranqueable, confirmada por Dios al poner los querubines y la espada para que guardasen “el camino del árbol de la vida” (Génesis 3:24).
Además, esta barrera tenía dos sentidos: el hombre tenía miedo de Dios y el Dios santo no podía soportar más al hombre en su presencia. Así es cómo el pecado destruyó el placer que Dios podía encontrar en su más bella criatura. Las cosas se agravaron aun más, pues el hombre continuó manifestando su tendencia a pecar, lo cual lo sumió en un estado completamente insoportable. Entonces “se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón” (Génesis 6:6). Antes de la caída, el hombre, asociado al resto de la creación, había sido declarado “bueno en gran manera” (1:31); ahora Dios sólo podía mirarlo con una profunda tristeza.
La epístola a los Romanos nos expone la muy triste historia del alejamiento de los hombres respecto de Dios. Primeramente “ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios”, y después, habiéndole perdido, no hubo quien buscase a Dios, y al final llegaron a ser positivamente “enemigos” de Dios (Romanos 1:28; 3:11; 5:10). ¡Qué lamentable estado! El hombre no quiere tener absolutamente ninguna relación con Dios; su naturaleza profunda es enemistad contra él (8:7) y está listo para sublevarse abiertamente contra él y contra el Señor Jesús (Salmo 2:1-3).
La necesidad de reconciliación
La ruptura era total entre Dios y el hombre pecador. ¿Cómo restablecer la relación? El Evangelio responde: por medio de la reconciliación. Pero ¿quién debe ser reconciliado? Por cierto el hombre, puesto que su voluntad se opone a Dios. La Escritura no habla de que Dios deba reconciliarse, pues él es amor y no cambia. Nada puede detener su designio de amor, ni siquiera el pecado del hombre. Si bien odiábamos a Dios, él siempre nos amaba. Sin embargo, la relación estaba totalmente interrumpida. Dios había escondido su faz, pues el pecado era un obstáculo para la positiva manifestación de su amor.
La reconciliación, pues, debe descansar sobre dos planes. Primeramente hacía falta una obra divina que quitase el pecado y permitiera a Dios —quien es santo— recibir al hombre según Su justicia. Después es necesario que el hombre perdido se deje reconciliar y reciba una nueva naturaleza vuelta hacia Dios y capaz de responder a su amor.
El fundamento de la reconciliación
Dios envió a su Hijo entre los hombres animado de un espíritu de reconciliación: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). El Señor no era portador de juicio, sino de perdón. Él no imputó culpabilidad, aun cuando ésta era manifiesta. Dijo a la mujer adúltera: “Ni yo te condeno” (Juan 8:11), y en la cruz oró por sus homicidas: “Padre, perdónalos” (Lucas 23:34). Dios hizo todo lo posible para que el hombre se volviese a él, pero esto no hizo más que poner en evidencia la profunda enemistad de la raza humana. Dios envió a su Hijo amado para proponer la paz, pero éste fue rechazado y crucificado.
Entonces el amor de Dios, fundamentando la reconciliación sobre “la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10) triunfó. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Una vez juzgado el pecado, ya no subsiste en nosotros nada más que le sea odioso. Al considerarnos, ya no experimenta ninguna tristeza, sino que, al contrario, nos recibe con agrado en Cristo.
La epístola a los Colosenses precisa que hemos sido “reconciliados en su cuerpo de carne, por medio de la muerte” (Colosenses 1:21-22; ver expresiones parecidas en Romanos 7:4; Efesios 2:15; Hebreos 10:10, 20). Nuestro cambio de condición ante Dios se produjo en el cuerpo del Señor. Por medio de su humanidad, él pudo identificarse en la cruz con nuestra posición, la de Adán caído. En suma, él llevó nuestro alejamiento y nuestra enemistad respecto de Dios, y luego sufrió el juicio antes de volver a tomar su vida en resurrección. Ahora, siempre identificados con él, nos encontramos en su nueva posición de hombre resucitado. Si nuestra antigua posición era detestable para Dios, nada le es más agradable que nuestra nueva posición, la de Cristo resucitado de los muertos.
Tal es el lado de Dios en la reconciliación. Es una obra perfecta, absoluta. Es la obra que introduce la nueva creación (2 Corintios 5:17). Como frutos de la reconciliación, estamos ante Dios en una condición perfectamente aceptada: “nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). La aceptación de Cristo es la medida de la nuestra. Esta medida se discierne en el muy significativo título de “Amado”.
La reconciliación del creyente
Dios ha hecho lo necesario para que nuestra reconciliación sea posible sobre una base de santidad. En cada uno de nosotros debe cumplirse una obra, puesto que para Dios éramos “extraños y enemigos” en todos nuestros pensamientos. Hace falta, pues, un cambio fundamental en nuestras disposiciones. Nuestro corazón debe volverse hacia Dios. Por eso el Evangelio fue confiado a los apóstoles como “la palabra de la reconciliación”. Ellos cumplían este servicio en calidad de “embajadores en nombre de Cristo”, suplicando a los hombres: “Sed reconciliados con Dios” (2 Corintios 5:19-21, traducción literal del texto original griego).
Notemos bien que no se trata de que uno mismo se reconcilie con Dios, esto nos es completamente imposible, sino “Sed reconciliados con Dios”. La obra de la reconciliación está hecha, de modo que, para ser beneficiario de ella, basta con creer el Evangelio. Entonces el ministerio de la reconciliación se torna eficaz para nosotros. Podemos decir: “Hemos recibido ahora la reconciliación” (Romanos 5:11). Estamos en una nueva posición y nuestros pensamientos acerca de Dios están completamente modificados. La enemistad que precedentemente llenaba nuestros corazones es quitada y nos gozamos en Dios. Él es nuestro motivo de gozo y de gloria (5:11).
Para que seamos felices en su presencia, Dios no mejoró nuestro estado natural. Él nos dio una nueva naturaleza semejante a la suya en pureza y en amor. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es (“creación”, según la traducción literal del texto original griego); las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Corintios 5:17-18). Despuntó un nuevo día. Ahora Dios puede bajar sus miradas sobre nosotros con placer y nosotros, recíprocamente, podemos levantar las nuestras con amor hacia él.
No solamente nos encontramos como justos ante Dios —pues hemos sido justificados— y libres para servirle —porque hemos sido rescatados— sino que, además, nuestros corazones han sido hechos capaces de amarlo. Como hemos sido reconciliados, disponemos plenamente de las riquezas de su favor. Esto es ser introducidos en la bendición del orden más elevado. Es el cumplimiento de sus consejos de amor que nunca fueron modificados, ni siquiera por la introducción del pecado.
La reconciliación de todas las cosas
Al principio de la epístola a los Colosenses, la Escritura despliega en pocas palabras la excelencia de la persona del Señor y la extensión de su obra: “agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas” (Colosenses 1:19-20). La reconciliación considerada aquí tiene gran alcance. Ella incluye, por cierto, la de los creyentes, pero es mucho más amplia y sus resultados son todavía futuros.
La reconciliación de todas las cosas abarca “las cosas... que están en la tierra” y aquellas “que están en los cielos”. Los de “debajo de la tierra” (Filipenses 2:10), quienes doblarán las rodillas en el nombre de Jesús, no son mencionados. Efectivamente, se acerca el momento en que todo lo que es malo será arrojado al lugar del juicio eterno para ser mantenido bajo la ardiente indignación de Dios, sin reconciliación posible. En cambio, todas las cosas en los cielos y en la tierra serán purificadas y reconciliadas. Todas las cosas han sido creadas para Cristo (Colosenses 1:16); entonces ellas encontrarán su debido lugar en relación con él. Ellas estarán en el orden dispuesto por Dios, harán sus delicias y se deleitarán en él.
Esta reconciliación es necesaria dondequiera que el pecado haya sido introducido y ha producido suciedad y desorden. Ello es evidente en la tierra, donde todo está moralmente desorganizado y más generalmente contaminado, pero igualmente se da en ciertas partes de los cielos a causa de la caída de los seres angelicales. La sangre de la cruz de Cristo, la cual proporciona ya la reconciliación a los creyentes, es la base sobre la cual se cumplirá la reconciliación de todas las cosas. Entonces ¡qué gloria habrá para Cristo como resultado de sus sufrimientos pasados!
Pregunta
El apóstol Pablo explica que la exclusión de los judíos “es la reconciliación del mundo” (Romanos 11:15). ¿Qué significa esta expresión?
El apóstol expone los designios de Dios acerca de Israel, mostrando cómo este pueblo ha sido puesto de lado durante el período de la gracia para que el Evangelio pueda llegar a todas las naciones. Antes de este período, bajo la ley, Dios limitaba sus relaciones y sus favores a Israel. Las naciones permanecían en las tinieblas que inicialmente habían escogido (Romanos 1:21). Ellas se encontraban en un estado alejado de Dios, ya que no tenían más relaciones establecidas con él.
Después de la venida de Cristo y de su rechazo por parte de Israel, se produjo un gran cambio; Israel fue bajado de su lugar de pueblo privilegiado, y el Evangelio de la gracia fue anunciado a todos los pueblos: la exclusión de los judíos dio lugar a la reconciliación del mundo. Hasta entonces, Dios se preocupaba por Israel y dejaba a las naciones en su ceguera. Ahora todo es a la inversa: Dios se vuelve hacia las naciones, de modo que es posible restablecer una relación sobre una nueva base.
El apóstol Pablo declara: “A los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán” (Hechos 28:28). Esta reconciliación del mundo es dispensacional, es decir, concierne a las relaciones particulares con Dios en una época determinada. Cuando Dios dio a su Hijo unigénito, tenía en vista al mundo entero. Por eso, actualmente, la salvación es para todos los pueblos sin distinción.