6. La santificación
La santidad es un atributo esencial de Dios. Ella también caracteriza a los creyentes, puesto que somos designados como “los santificados en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:2). Por tal motivo, la santificación ocupa un lugar importante en toda la Biblia. Ella debe captar tanto más nuestra atención cuanto sus diferentes aspectos son generalmente poco conocidos.
Puesto aparte para Dios
Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, la santificación significa en su sentido inicial: separación, puesta aparte para Dios (véase, por ejemplo, 1 Crónicas 23:13 y Jeremías 1:5). Eso sugiere un desapego a la vida ordinaria a fin de que el creyente pertenezca a Dios para servirle y satisfacerle. En contraste con el vocablo “santificación” tenemos el de “profanación”. Bajo la ley, cada sacerdote estaba santificado para Jehová. No debía contaminarse, es decir, profanarse (Levítico 21:4). Durante el milenio, los sacerdotes deberán enseñar al pueblo a “hacer diferencia entre lo santo y lo profano, y les enseñarán a discernir entre lo limpio y lo no limpio” (Ezequiel 44:23). La palabra hebrea traducida por “profano” también puede serlo por “común”. Cuando una cosa es empleada para el uso común, se contamina, tal como lo comprobamos en los asuntos ordinarios de la vida.
La primera mención de la santificación en la Biblia se relaciona con la creación y concierne a un elemento impersonal. Dios santifica el séptimo día y descansa (Génesis 2:3). La segunda mención se refiere a la redención, cuando Dios hizo salir a Israel de Egipto. Entonces se trataba de la santificación de personas. Jehová dijo: “Santifícame (o conságrame) todo primogénito” (Éxodo 13:2, V.M.). Aquellos que habían sido rescatados por medio de la sangre, eran puestos aparte para Dios y formaban una clase especial. Por esta razón, un modo de vida particular convenía a los levitas, quienes les sustituyeron más tarde (ver Números 3:45; 8:5-19).
El libro del Éxodo contiene una preciosa enseñanza simbólica. En el capítulo 12, los hijos de Israel son protegidos por la sangre: es la justificación. En el capítulo 15, son liberados del poder de Faraón y retirados de Egipto: es la salvación. El conjunto de estas dos liberaciones constituye la redención. Pero entre esos dos capítulos encontramos la santificación (capítulo 13). El pueblo justificado es puesto aparte para Dios. Nadie podrá pretender que tiene un derecho cualquiera sobre él. Jehová adquirió este pueblo para sí y más tarde lo bendecirá plenamente.
De modo que, para bendecir a una persona, Dios comienza por ponerla aparte para sí mismo con el fin de que ella no esté más asociada al mal.
Las dos santificaciones
En el Antiguo Testamento, la santificación abarca a las cosas y a las personas, mientras que en el Nuevo Testamento está limitada a estas últimas. La santificación de las personas posee dos significados diferentes que conviene clarificar para evitar las falsas interpretaciones que son corrientes a este respecto.
La santificación primeramente se relaciona con el acto por el cual Dios pone aparte para sí mismo, y de una vez para siempre, a un creyente en el momento de su conversión. Es un hecho de naturaleza absoluta. Cada creyente es así separado para Dios. Es la santificación de posición.
Tres ejemplos de santificación de posición pueden ser expuestos para explicar su sentido:
a) El altar, la fuente y los utensilios eran santificados bajo la ley. Por supuesto que no se producía ningún cambio de naturaleza en estas cosas. No obstante, ellas eran puestas en una posición separada, quedaban enteramente consagradas al servicio de Dios.
b) El Señor Jesús mismo fue santificado y enviado aquí abajo (Juan 10:36). Su santidad personal era divinamente perfecta y no podía ser acrecentada. En cambio, el Señor podía ser puesto aparte por el Padre para cumplir su misión en el mundo.
c) En la expresión “santificad al Señor Cristo en vuestros corazones” (1 Pedro 3:15, V.M.), el único sentido posible para el vocablo “santificar” es el de poner aparte en cuanto a la posición. En nuestros corazones debemos poner al Señor en una posición única. Allí, él debe ser exaltado, sin ningún rival. La expresión “santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9) se explica de la misma manera.
En su segundo sentido, la santificación concierne al proceso por el que un creyente es hecho, de manera práctica, cada vez más puro y separado del mal. En su comportamiento, él se pone aparte para Dios: es la santificación práctica. Su naturaleza es espiritual, pero es vivida por el creyente en los detalles concretos de la vida.
Nuestra vida cristiana empieza por la santificación de posición, conferida por medio de una acción divina. Seguidamente, debemos buscar una santificación práctica que sea consecuente con esta posición. La primera es para nosotros únicamente una cuestión de fe, mientras que la segunda está relacionada con nuestro comportamiento diario. Para la santificación, como para muchas bendiciones cristianas, la fe debe preceder a la experiencia. Todo se deforma y pierde su valor en el terreno de la santificación si no mantenemos firme ese principio.
La santificación de posición
¡Cómo el hombre ha sido profanado por el pecado! Su espíritu, su corazón, su ser entero han sido invadidos por el mal. Felizmente, la gracia se dedica a ganarlo. Para ello, separa a los creyentes para Dios, les santifica, les da el título de “santos”.
El caso de los corintios nos da un ejemplo notable. Entre los creyentes mencionados en el Nuevo Testamento, los corintios parecen estar entre los menos caracterizados por una santificación de índole práctica. Su comportamiento moral y doctrinal da lugar a muchas críticas. Sin embargo, el apóstol Pablo se dirige a ellos como a “santos” porque estaban “santificados en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:2). Más adelante, después de enumerar las abominaciones de los hombres de las naciones sin Dios, afirma: “Y esto erais algunos; mas... habéis sido santificados” (6:11).
Queda así establecido el hecho de que somos santificados por Dios independientemente de nuestro nivel de santidad práctica. Si fuese de otra manera, estaríamos bajo un principio legal que no traería ninguna paz y que manifestaría la impotencia del hombre para llevar por sí solo una vida exenta de mal. Por el contrario, nada es más estimulante para crecer en santidad práctica que saberse puesto aparte para Dios, santificado en cuanto a la posición.
Esta santificación de posición es obtenida de dos maneras: “Habéis sido santificados... en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios 6:11). Primeramente, cuando creemos, somos puestos aparte para Dios en el nombre del Señor. En Cristo, nuestra santificación es tan cabal como nuestra justificación. Las dos descansan sobre su obra en la cruz. “En esa voluntad (la de Dios) somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). “Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta” (13:12). En este primer sentido, es Cristo mismo quien ha actuado para lograr nuestra santificación.
Por otro lado, somos santificados por el Espíritu Santo. El apóstol Pablo escribe: Dios os ha “escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad” (2 Tesalonicenses 2:13). El apóstol Pedro escribe igualmente: “Elegidos... en santificación del Espíritu” (1 Pedro 1:2). Esta santificación de posición es efectiva al producirse el nuevo nacimiento, cuando “lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). El Espíritu Santo es el medio de nuestra santificación. Cuando el Evangelio es recibido por fe, el Espíritu viene a habitar en el creyente, sellándolo para el día de la redención (Efesios 1:13-14). Por este sello, el creyente es reconocido como perteneciente a Dios. Forma parte de aquellos que han sido santificados por la fe en Cristo (Hechos 26:18).
La santificación práctica
Cuando hemos comprendido nuestra posición de “santificados en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:2), estamos en condiciones de hacer frente a nuestras responsabilidades relativas a la santidad práctica. Estas responsabilidades derivan del hecho de ser puestos aparte para Dios. En la epístola a los Hebreos, los creyentes son llamados “hermanos santos”, pues ésa es su posición; pero también son exhortados a seguir la santidad (Hebreos 3:1; 12:14). Asimismo, el apóstol Pedro dice: “Sed también vosotros santos” a aquellos a quienes les asegura: “vosotros sois... nación santa” (1 Pedro 1:15; 2:9). Como somos santos ante Dios, debemos ser santos aquí abajo. ¡Cuán atentos debemos estar a esta santificación práctica! Para progresar en ella, debemos usar los medios dados por Dios con ese fin.
Primeramente, la santidad práctica es un resultado de nuestra liberación de la esclavitud del pecado. La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos “ha liberado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2). Cuanto más sujetos estemos a ese principio motor del Espíritu de vida, más liberados estaremos de nuestra tendencia a pecar. Andar en el Espíritu es una condición primordial de la santificación práctica.
¿Qué hace el Espíritu Santo para nuestra santificación? Él eleva nuestros pensamientos hacia Cristo glorificado. Así, “mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). Pronto seremos como él en la gloria; por eso desde ahora nos purificamos para serle moralmente cada vez más semejantes (1 Juan 3:2-3). El Señor, además, se ha puesto aparte en esta posición celestial a fin de que seamos santificados en nuestra conducta (Juan 17:19; ver también Hebreos 7:26). Desde el cielo, intercede por nosotros y se nos revela, atrae nuestros corazones y nos desapega de aquí abajo.
La Palabra de Dios tiene igualmente un poder santificante. El Señor oraba: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). El Espíritu de Dios —quien también es verdad (1 Juan 5:6)— y la Palabra de Dios están íntimamente relacionados. Lo están en el nuevo nacimiento de cada creyente y lo están también para hacerlo progresar en la santidad práctica. La Palabra lo instruye acerca del pensamiento de Dios en las cosas de cada día y el Espíritu Santo le da la fuerza para realizarlo.
Igualmente podemos crecer en la santidad práctica por medio del amor: “El Señor os haga crecer y abundar en amor... para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad” (1 Tesalonicenses 3:12-13). A medida que el amor aumenta, nuestros corazones son afirmados en la santidad. La santidad práctica no es algo estereotipado, legal, sino que es una vida de amor, activa como la de Jesús lo fue en perfección.
Finalmente, la santidad práctica está evidentemente relacionada con la separación de todo lo que es impuro y con el temor de Dios (2 Corintios 7:1). Esta separación se ejerce respecto de los hechos incompatibles con la presencia del Señor e igualmente respecto de las personas que practican tales acciones o enseñan falsas doctrinas (2 Timoteo 2:21).
Dios desea nuestra santificación práctica: “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tesalonicenses 4:3). Él no la considera como algo facultativo o pasajero, sino que trabaja en nosotros para que progresemos constantemente en ella. El apóstol expresa el deseo de que “el mismo Dios de paz os santifique por completo” (1 Tesalonicenses 5:23). El Señor oraba por que los suyos fuesen santificados (Juan 17:17) y él mismo santifica a su Asamblea. La purifica por medio de la Palabra, a fin de presentársela pronto gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante (Efesios 5:27).
Pregunta 1
Con frecuencia, los creyentes son llamados “santos” en el Nuevo Testamento. ¿Responde el uso popular de la palabra “santo” al uso de la Sagrada Escritura?
No, se trata de dos sentidos diferentes. Incluso sería útil emplear dos vocablos diferentes si éstos existieran.
En el pensamiento popular, un «santo» es una persona de piedad excepcional que habría alcanzado una pretendida perfección moral. Después de su muerte puede ser venerada y se hacen de ella diversas representaciones por medio de la pintura o la escultura. Esto no es específico del cristianismo, sino que también se encuentra en otras religiones. Por supuesto que el creyente instruido acerca del pensamiento de Dios debe mantenerse completamente alejado de estas cosas.
En la Palabra, cada creyente es un “santo”, pues está separado para Dios por la sangre de Cristo y por el Espíritu Santo que mora en él.
El pensamiento popular es muy tenaz, porque tenemos tendencia a creer que la santidad no nos concierne a todos personalmente, sino que es privilegio de un pequeño grupo de creyentes superiores. Sólo ellos deberían seguir la santidad, lo que nos serviría de excusa para contentarnos con una vida cristiana de nivel inferior.
Rechacemos con energía esta tendencia, y mantengamos cuidadosamente el pensamiento de la Palabra.
Pregunta 2
Ciertas personas pretenden estar enteramente santificadas en la práctica, completamente liberadas del pecado. ¿Confirma la Palabra de Dios estas afirmaciones?
Durante todo el tiempo que tengamos nuestros cuerpos naturales, nacidos de Adán, el pecado estará en nosotros. Afirmar que ya en la tierra podemos estar completamente liberados del pecado es un error. El apóstol Juan dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos” (1 Juan 1:8).
No tenemos ninguna excusa para ceder al pecado, puesto que tenemos a nuestra disposición un poder suficiente para preservarnos de él. No obstante, la Escritura afirma: “Todos ofendemos muchas veces” (Santiago 3:2). Todos hacemos la triste experiencia de ello y lo confesamos. Si no es así, nuestro sentido del pecado está lamentablemente embotado.
Cuando el apóstol Pablo desea que el “Dios de paz os santifique por completo” (1 Tesalonicenses 5:23) no alude a una santidad práctica total, sino al hombre por entero en su naturaleza tripartita: espíritu, alma y cuerpo. Nada es parcial en la obra de Dios. Su influencia santificante alcanza a todas las partes de nuestro ser y prosigue hasta la venida del Señor. Entonces, la santificación del hombre por entero será completa y perfecta, pero no antes.
Sin embargo, una vida de santidad práctica creciente es la vida cristiana normal. Aquel que vive cuidadosamente tal vida, hablará lo menos posible de ella. Su vida y sus palabras se resumirán en un solo nombre: Cristo.