Principios esenciales de la vida cristiana /3

Romanos 7

3. La vieja naturaleza y la victoria sobre ella

El descubrimiento de la naturaleza pecaminosa

En el feliz disfrute de la nueva naturaleza con sus deseos de agradar a Dios, el joven cristiano pronto se ve perturbado por el descubrimiento del mal todavía presente en su corazón. A pesar del amor por el Señor y los deseos de complacerlo, el recién convertido encuentra que los malos deseos persisten en su corazón y en su mente. Este es un descubrimiento decepcionante, no obstante verdadero, que todo cristiano tiene que hacer, pues es cierto que la naturaleza maligna con la que nacimos en el mundo aún permanece en nosotros después de haber nacido de nuevo del Espíritu de Dios.

La experiencia de Romanos 7

Al leer Romanos 7, encontramos que nuestra experiencia del descubrimiento del mal dentro de nosotros es algo parecida a la descrita en este capítulo, en donde se presenta la experiencia personal del hombre renovado, quien descubre esta ley en sus miembros: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (v. 21-23). La persona convertida realiza así que tiene dos naturalezas, la nueva naturaleza del hombre interior y la naturaleza maligna del pecado. Una es humana y está contaminada, la otra es de Dios, es santa y sin pecado.

Cada uno de los convertidos también aprende que cuando se comete lo que el hombre nuevo odia, ya “no soy yo (la persona convertida) quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí” (v. 17). La naturaleza pecaminosa que aún mora en el creyente es la fuente de todos los malos pensamientos, sentimientos, pasiones y acciones que la nueva naturaleza odia.

Además, el creyente experimenta que su vieja naturaleza no se ha mejorado después de su salvación, que no se puede ni mejorar ni cambiar. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (8:7). Tenemos que aprender la lección de Romanos 7:18: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”. Esta es una lección difícil de aceptar, pero que es necesaria para obtener la victoria sobre la vieja naturaleza.

Crucificado juntamente con Cristo

En Romanos 6:6 leemos: “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido (anulado, versión francesa J.N.D.), a fin de que no sirvamos más al pecado”. Aquí hay algo muy importante que Dios quiere enseñarnos y es que “nuestro viejo hombre fue crucificado” juntamente con Cristo. El término el “viejo hombre” se encuentra tres veces en las Escrituras y denota la condición en la cual el creyente se encontraba antes como pecador responsable: El “viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos” (Efesios 4:22).

Este estado ha sido juzgado cuando Cristo murió en la cruz. Cristo ha alcanzado una liberación tan completa para el creyente que este último puede identificarse por la fe con Cristo en la cruz y ver en Su muerte su propia muerte como pecador responsable ante Dios. Así podemos decir con el apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gálatas 2:20). Por fe podemos mirar hacia atrás a la cruz y decir: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con” Cristo.

Esto le da descanso al corazón y un verdadero sentido de poder contra el pecado. “Habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3:9-10). Este es un hecho cumplido para el cristiano y, a medida que lo realicemos por fe, el resultado práctico será: “que el cuerpo del pecado (el pecado que mora en nosotros) sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6: 6). El poder para vencer el pecado que mora en nosotros está en creer estas verdades acerca de la muerte del viejo hombre y la existencia del nuevo hombre ante Dios. Debido a que Dios dice: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3), el creyente mortifica su carne, es decir, hace morir de manera práctica todo lo que es inconsistente con la muerte de Cristo (Colosenses 3:5).

“Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). En la persona de Cristo, nuestro sustituto en la cruz, Dios condenó al pecado en nuestra carne, nuestra naturaleza pecaminosa, y lo juzgó allí una vez por todas. Él no solo murió por nuestros pecados, sino también por ese principio que está a la raíz del mal en nosotros, el pecado en la carne, y “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26). La condenación del pecado en la carne por el justo juicio de Dios quita el pecado delante de Él por el sacrificio de Cristo. Este acto es eficaz para todos los que creen en Jesús quien lo cumplió.

Por lo tanto, no estamos llamados a tratar de mejorar, erradicar o «quemar» la vieja naturaleza de pecado en nosotros como algunos enseñan. Debemos aceptar la condenación y el juicio de Dios sobre el pecado en la carne que se ejecutó en la cruz de Cristo y gozarnos de que ha sido puesto fuera de Su vista.

Una nueva posición

En la cruz de Cristo, nuestra antigua posición ante Dios como hijos de la raza perdida de Adán llegó a su fin. Allí hemos muerto bajo el juicio de Dios ejecutado sobre Cristo nuestro sustituto. Como creyentes en el Salvador quien murió por nosotros estamos ahora asociados con el Cristo resucitado y glorificado, con una nueva posición ante Dios. Dios ya no nos ve ante Él en nuestra naturaleza pecaminosa. Ya no nos ve en relación con la vida condenada del primer Adán, sino en la vida de resurrección de Cristo, el postrer Adán. Él no mira nuestra naturaleza pecaminosa con la que el recién convertido está muchas veces ocupado y angustiado. Dios ve al creyente en Cristo, “acepto en el Amado” y “completo en Él” (Efesios 1:6; Colosenses 2:10). “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). Esta es la nueva posición del cristiano ante Dios y la realización de esto es un gran consuelo para aquel que está preocupado por el descubrimiento de su naturaleza pecaminosa. Saber que Dios ha terminado con nuestro viejo hombre y que ya no nos ve en esta posición, nos ayuda a terminar con la vieja naturaleza y a no seguir ocupándonos de ella.

Considerarnos muertos al pecado

Sabiendo que Dios considera a nuestro viejo hombre muerto con Cristo, se nos dice: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:11). Debemos vernos como Dios nos ve, creyendo que hemos muerto con Cristo y que hemos resucitado con Él, siendo muertos al pecado.

Aunque nuestra vieja naturaleza todavía está presente en nosotros, debemos negarnos a escucharla u obedecerla cuando se manifiesta, haciéndonos pensar en esto o aquello, o diciéndonos que hagamos cualquier cosa que no agrada a Dios. Debemos tratarla como una persona muerta que no tiene derecho a vivir o a ser escuchada. Tiene que permanecer en la muerte y debemos acordarnos siempre que Dios dictó sentencia de muerte sobre ella. Este es el camino para considerarnos prácticamente muertos al pecado y vivos para Dios.

“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias” (v. 12). Aunque el pecado todavía mora en nosotros, no debemos permitir que reine en nosotros ni que gobierne. No hay que obedecer sus concupiscencias.

Presentarnos nosotros mismos a Dios

“Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Romanos 6:13). Aquí está el tercer punto de la instrucción vital de Romanos 6: presentar nuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. En otro tiempo éramos esclavos del pecado, pero ahora nuestro Salvador nos ha libertado de la esclavitud del pecado y, por eso, debemos presentarnos nosotros mismos a Él y servir a la justicia. Necesitamos reconocer los derechos del Señor sobre nosotros y darnos cuenta de que le pertenecemos y que debemos servirle. El apóstol nos dice: “No sois vuestros… porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:19-20).

Cuando uno se presenta a sí mismo al Señor y le sirve, mientras lo hace, uno escapa a la tentación de servir a la carne, ya que no es posible hacer dos cosas distintas al mismo tiempo, es decir, servir al Señor y también al pecado. Por lo tanto, es bueno para el creyente hacer algo para el Señor y ocupar su corazón con Él y con las cosas que le conciernen. Al hacerlo, presenta sus miembros a Dios como instrumentos de justicia y se hallará por encima del poder de la naturaleza pecaminosa.

El poder en el Espíritu Santo

El poder para mantener la vieja naturaleza en el lugar de la muerte se encuentra en el Espíritu Santo: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). Encontramos que somos incapaces de dominar la naturaleza pecaminosa dentro de nosotros con nuestras propias fuerzas. Pero, con la ayuda del Espíritu de Dios que mora en nosotros, quien nos fortalece con poder (Efesios 3:16), podemos hacer morir las obras malas de la carne y mantenerlas bajo control. Este es el secreto de la victoria sobre la naturaleza vieja y pecaminosa: la victoria por el poder del Espíritu.

Se nos exhorta a “andar en el Espíritu (escuchar la voz del Espíritu y hacer por su poder lo que nos manda), y a no satisfacer los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). El Espíritu Santo en el creyente es como un hombre fuerte que vive en una casa en la que hay un inquilino perverso que debe sujetar. Este mal habitante es más fuerte que el dueño de la casa y lo supera, pero el hombre fuerte ayuda al propietario a mantener este mal encerrado y bajo control. Este huésped malvado lo podemos comparar con nuestra naturaleza pecaminosa. Si permitimos que el Espíritu Santo tenga el control de nuestras vidas, Él mantendrá a la vieja naturaleza sujetada y nos dará la victoria para que no vivamos conforme a la carne, sino según los deseos de la nueva naturaleza.

El juicio de uno mismo y la confesión

Si uno escucha a la carne, se rinde a sus deseos y comete el mal, el Espíritu de Dios dentro de nosotros se aflige, la comunión con Dios se interrumpe y nos sentimos miserables. Entonces, el Espíritu Santo no tiene libertad para ayudarnos a hacer morir las obras de la carne en nosotros, sino que es afligido porque lo menospreciamos y dimos lugar a las obras de la carne.

La única forma de restauración es juzgarnos a nosotros mismos ante el Señor y confesar a Dios nuestro mal. “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados” (1 Corintios 11:31). “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). El juicio personal y la confesión deben practicarse diariamente, ya que siempre encontraremos algo en nuestras vidas y nuestros corazones para juzgar delante del Señor.

Cuando nos juzgamos a nosotros mismos, tomamos partido con el Señor contra nosotros mismos y contra lo que le desagrada, y tenemos la promesa de que Él nos perdonará y nos limpiará de toda maldad. Si no practicamos el juicio personal, Dios debe castigarnos y juzgarnos “para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:32).

Mantener una buena conciencia

Relacionado con el juicio personal está el mantenimiento de una buena conciencia, la cual es muy necesaria para la victoria en la vida cristiana. El apóstol Pablo dijo: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16). La única forma en que podemos tener una buena conciencia ante Dios y los hombres es andar en la verdad y, si hemos fallado en esto, el juicio de uno mismo y la confesión deben ser ejercitados ante Dios y ante los hombres. “Manteniendo la fe y buena conciencia, desechando la cual naufragaron en cuanto a la fe algunos” (1 Timoteo 1:19). Si un creyente abandona el mantenimiento de una buena conciencia, naufragará en su fe y arruinará su vida cristiana y su testimonio.

“Si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas. Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:20-22). Tal es el feliz efecto de una buena conciencia ante Dios, y es muy cierto que, al contrario, si la conciencia y el corazón de un creyente lo condenan, debe constantemente considerarse muerto al pecado, presentarse a sí mismo a Dios, andar en el Espíritu y practicar el juicio de sí mismo, si es que desea disfrutar de una buena conciencia ante Dios y ante los hombres.

No alimentar la vieja naturaleza

Antes de concluir este tema, recordamos a nuestros lectores que, si nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, y nuestra vieja naturaleza se mantiene muerta, la consecuencia es que no debemos alimentarla, sino que debemos mantenerla desnutrida. Romanos 13:14 nos dice: “No proveáis para los deseos de la carne”. Si prestamos atención a los antojos de la vieja naturaleza y la alimentamos con lo que le gusta, hacemos provisiones para que la carne satisfaga sus deseos, entonces se fortalece y se vuelve fuerte para luego muy pronto reinar sobre nosotros.

Vimos en una sección anterior que necesitamos alimentar a la nueva naturaleza para que crezca fuerte y se desarrolle. Al hacerlo, haremos que la vieja naturaleza muera de hambre, porque lo que alimenta a la nueva naturaleza hace morir de hambre la vieja naturaleza, pues cada una desea un alimento diferente. Como ilustración, podemos imaginar a un perro y un águila encadenados el uno al otro. Alimentar solo al perro hará morir de hambre al águila y el perro tendrá el dominio, pero si es el águila la única que fuera alimentada, el perro se morirá de hambre y el águila se volverá fuerte y subirá a lo alto, llevando consigo al perro. Así sucede en nosotros mismos; ¿a quién alimentamos, a la vieja o la nueva naturaleza?

Resumen

Los temas anteriores que hemos considerado en relación con «la vieja naturaleza y la victoria sobre ella» son elementos esenciales para tener una vida cristiana feliz y victoriosa. La verdadera vida cristiana solo puede ser vivida y disfrutada cuando el cristiano se da cuenta de que el viejo hombre ha sido crucificado con Cristo y que su naturaleza pecaminosa ha sido condenada por Dios en la cruz, que se considera muerto al pecado, se entrega a Dios y camina en el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros. Enseñado por el Espíritu, el creyente realiza su aceptación y su nueva posición ante Dios que lo lleva a caminar en la verdad, a practicar el juicio personal y la confesión con respecto a cualquier falta en su andar.