Principios esenciales de la vida cristiana /5

El Fruto del Espíritu

6. El Fruto del Espíritu

En Juan 15, el Señor habló a sus discípulos acerca de llevar fruto para la gloria de Dios. Les dijo que él era la vid, que su padre era el labrador y que ellos eran los pámpanos. “El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto… En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (v. 5, 8). Luego les dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (v. 16).

De las palabras de nuestro Señor, aprendemos que el propósito de nuestro llamamiento y salvación es que llevemos fruto para la gloria del Padre. Para este fin hemos sido elegidos y establecidos. Nuestro Padre busca fruto para su deleite y satisfacción en sus hijos y “todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (v. 2). Por lo tanto, podemos estar seguros de que llevar fruto para Dios es un elemento esencial en la vida cristiana. El Señor nos ha salvado para este propósito y cada cristiano debe ser ejercitado sobre este importante y práctico tema de llevar fruto.

¿Qué es llevar fruto?

Llevar fruto es una manifestación y un rasgo distintivo de aquella vida. Se planta una semilla que contiene vida y características específicas. La semilla produce una planta que lleva frutos con el mismo carácter y naturaleza de la vida contenida en la semilla que fue plantada. Hay una reproducción de la vida y la naturaleza manifestada en el fruto. La semilla de un naranjo, si se planta, producirá otro naranjo con su fruto característico. La semilla de un árbol de limón que es plantada, producirá otro árbol de limón que lleva limones como fruto.

Entonces, en la vida cristiana, llevar fruto implica una reproducción de la vida y de las características de Cristo en el creyente. Llevar fruto consiste más en manifestar lo que uno es, que lo que uno hace; es ser alguien para Dios en lugar de hacer algo para Él. Llevar fruto para Dios tiene que ver mucho más con el carácter y la semejanza de Cristo, que con el servicio.

Cristo, la vid verdadera en la que el creyente debe permanecer, se reproducirá en aquellos que permanecen en comunión con él. El Padre, el labrador divino, busca que la vida de Cristo y sus características sean reproducidas y manifestadas en sus hijos. Este es el fruto que está buscando para su satisfacción y deleite. Él los ha predestinado “para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Romanos 8:29) y desea que “Cristo sea formado en vosotros” (Gálatas 4:19). Así, el apóstol Pablo comprendió que el propósito de Dios, en todos los problemas de la vida que él y nosotros atravesamos, es “que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10). Cuando Cristo se ve en nuestras vidas, eso es llevar fruto para su gloria y del Padre.

En Gálatas 5:22-23 se nos dice que “el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”. Todas estas virtudes se manifestaron perfectamente en la vida de Cristo como fruto para la gloria y la complacencia del Padre. El Espíritu de Dios que mora en nuestro interior también producirá este hermoso racimo de nueve frutos en la vida de cada creyente que permanece en Cristo, la vid verdadera. Estas virtudes que se manifestaron en Cristo no se expresan como «frutos», sino como “fruto del Espíritu”. Son, por así decirlo, todas unidas en un racimo como sucede con las uvas: una fruta de nueve sabores diferentes. Es un desarrollo completo y armonioso del carácter cristiano a través del Espíritu Santo, en el cual cada parte está en evidente relación con el resto. El amor es mencionado primero y brilla en todas estas virtudes, uniéndolas, por así decirlo.

Los primeros tres aspectos del fruto del Espíritu (amor, gozo, paz) son hacia Dios y para su mirada. Se les puede llamar el fruto interior. Los siguientes tres (paciencia, benignidad, bondad) son el resultado de los primeros tres cuando llenan el corazón. Se manifestarán hacia los hermanos, el mundo perdido e incluso los enemigos. Todos alrededor del creyente pueden verlos y apreciarlos. Los tres últimos (fe, mansedumbre, templanza o autocontrol) son personales y necesarios para el sustento del alma al atravesar el mundo con sus desafíos y diversas pruebas.

Requisitos para llevar fruto

En Juan 15, donde se habla especialmente de llevar fruto, el Señor da las condiciones necesarias. En los versículos 4 y 5 leemos: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”.

Aquí aprendemos que permanecer en Cristo y él en nosotros, es la principal condición para llevar fruto. Todo verdadero creyente está unido a Cristo como un pámpano en una vid. La vida que fluye a través de la vid, Cristo, fluye también a través del pámpano el cual es el creyente. Por lo tanto, el poder de llevar fruto para Dios está primeramente en Cristo, la vid verdadera, así como en nosotros los pámpanos unidos a Él. Pero somos responsables de permanecer en Cristo de manera práctica, y esto es lo que se destaca en Juan 15 como indispensable para llevar fruto.

No podemos llevar fruto para Dios por nosotros mismos; no es por nuestros esfuerzos, es simplemente permaneciendo en Cristo, en comunión práctica y viva con él, la vid vivificante, que el fruto para su gloria es producido en el cristiano. Si un alma mora en Cristo, Cristo mora en esa alma y lo que hay en Él se comunica a ésta, tal como la savia fluye de la vid a los pámpanos. Al permanecer en Cristo, sacamos fuerzas continuamente de él y el resultado es el fruto producido.

En el mundo natural no hay actividad involucrada en llevar fruto, sino el descanso apacible, beber de la lluvia y la luz del sol, y participar de la savia de la vid que produce vida. De la misma manera, en el ámbito espiritual, el fruto para Dios es producido por la comunión tranquila y el descanso en la persona de Cristo, al mantener un contacto práctico y constante con él, sintiendo nuestra necesidad e incapacidad de hacer nada separados de Él. Es al estar ocupados de Cristo que el fruto es llevado para él, y no por los esfuerzos personales.

Un espíritu en completa dependencia de Cristo es necesario para permanecer en él y llevar fruto. “Separados de mí nada podéis hacer” (v. 5), nos recuerda el Señor. Solo cuando reconocemos nuestra inutilidad y hacemos de Cristo nuestro único recurso y confianza, en una dependencia constante, permaneceremos en él y llevaremos fruto.

Otro aspecto se menciona en el versículo 7. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. Es necesario que las palabras de Cristo permanezcan en nosotros y controlen nuestros pensamientos y deseos, para así tener la confianza de pedir lo que estimamos necesario y recibir poder para llevar fruto. Cuando verdaderamente permanecemos en Él y sus palabras permanecen en nosotros, nuestra mente, voluntad y pensamientos están formados por la mente de Cristo, recibimos la guía necesaria para nuestro corazón y tenemos confianza para dirigirnos al Padre en oración y pedir. De esta forma obtenemos el poder de permanecer en Él y llevar fruto por su Palabra, la cual permanece en nosotros.

En el versículo 3, el Señor dijo: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”. La Palabra de Dios tiene un poder purificador y de limpieza sobre nuestras almas, y el cristiano debe recurrir a ella diariamente si quiere permanecer en Cristo y llevar fruto. Para permanecer en comunión con el Señor debe haber una acción de limpieza constante de la Palabra de Dios en nuestros corazones, los cuales se contaminan tan fácilmente por la actividad de la naturaleza caída que está en nosotros y por el mal que nos rodea. No podemos permanecer en Cristo si el pecado tiene cabida en nuestros corazones, por lo tanto, siempre necesitamos el poder de santificación y limpieza de la Palabra de Dios sobre nuestras almas para evitar que pequemos y nos contaminemos. “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11).

En el versículo 10 de Juan 15, otro punto sigue: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor”. Aquí se nos presenta la obediencia a los mandamientos del Señor como condición indispensable para permanecer en su amor. No solo debe su Palabra permanecer en nosotros, sino que necesitamos caminar en obediencia a ella de la misma forma que Cristo obedeció los mandamientos de su Padre y disfrutó del fruto que resulta de permanecer en su amor. Por la misma razón, un espíritu de sencilla obediencia a la voluntad de Dios tal como se revela en su Palabra, es necesario para permanecer en Cristo y llevar fruto.

A continuación encontramos el resultado bendito de tener el gozo de Cristo permaneciendo o morando en nosotros, y nuestro gozo cumplido como lo indica el versículo 11. El Señor tuvo su gozo perfecto en Dios el Padre. Su deleite era llevar fruto para la gloria del Padre, y desde arriba nos sigue mostrando cómo podemos tener gozo y bendición en nuestra vida aquí abajo al llevar fruto.

En resumen, aprendemos que los requisitos divinos para llevar fruto son permanecer en Cristo en comunión viva, un espíritu en completa dependencia de Él, su Palabra permaneciendo en nosotros como un poder de formación y de limpieza que generan confianza para pedir con libertad en oración y para nuestro caminar en obediencia a sus mandamientos, lo que resulta, en la práctica, en permanecer en su amor y tener su gozo cumplido en nosotros.

El cuidado del Labrador

Otro elemento importante en el tema de llevar fruto tiene que ver con los cuidados del divino Labrador por los pámpanos y su trabajo de limpiarlos con el propósito de que cada vez más fruto pueda ser producido para su gloria. El Señor dijo: “Mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (v. 1-2).

El Padre es el labrador y, como tal, cuida los pámpanos con tierno amor y atento cuidado. Combina la sabiduría y el amor perfectos en el tratamiento de los pámpanos y sabe cómo hacer para que lleven fruto y más fruto. El profesante infructuoso es quitado, pero el fructífero es limpiado para que lleve más fruto. Él corta de nuestras vidas todo lo que impide que seamos como Cristo y llevemos fruto para su deleite. Puede emplear la tijera de podar para cortar aquellas cosas superfluas en nuestras vidas, con miras a que más y mejores frutos sean producidos en nosotros. Él nos castiga y puede hacernos pasar por el fuego de la aflicción para que las escorias sean quitadas de nosotros “para que participemos de su santidad”. Este proceso puede ser doloroso y penoso, “pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (Hebreos 12:10-11).

Entonces, cuando lleguen las pruebas, tal vez por enfermedad y dolencias, o por la tensión de las circunstancias, o quizás el duelo, podemos estar seguros de que se trata del cuidado amoroso del Padre por nosotros a fin de formarnos en pámpanos fructíferos, y que este proceso de limpieza procura hacernos más productivos para Él mismo. En ocasiones tiene que decir, como en el Cantar de los Cantares 4:16: “Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas”. Los vientos fríos de la adversidad que vienen del norte y los vientos del sur de la gracia y del amor, se combinan para soplar en la viña del Padre para que la fragancia del fruto dulce para él pueda fluir. Luego siguen las palabras agradables: “Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta” (v. 16), y “a nuestras puertas hay toda suerte de dulces frutas, nuevas y añejas, que para ti, oh amado mío, he guardado” (7:13).

Que seamos pues formados por su gracia para poder expresar estas benditas palabras a nuestro amado Salvador y amante Padre, quienes buscan fruto, abundante fruto en nuestras vidas. Que tengamos la disposición para meditar más sobre este aspecto esencial en la vida cristiana: La única forma en la que se puede llevar fruto en nuestras vidas para la gloria del Padre es permanecer en Cristo.