13. Elí y su familia
Las Escrituras nos relatan muy poco acerca de Elí. No hablan de su mujer. Todo lo que sabemos de ese sacerdote se halla en los primeros capítulos del primer libro de Samuel.
Fue sacerdote al mismo tiempo que juez en Israel hasta una edad avanzada. Nada sabemos de cómo desempeñó su actividad oficial. En cambio, estamos informados sobre su comportamiento como padre de sus dos hijos, Ofni y Finees. En esta tarea llena de responsabilidades, lamentablemente fracasó. El ejemplo de Elí es pues una advertencia para todos aquellos a quienes Dios ha confiado una autoridad paterna.
La conducta impía de estos hijos es descrita con rudeza. Son llamados “hijos de Belial” (2:12; V.M.). Sin embargo, ocupaban una posición muy privilegiada en Israel. Eran sacerdotes, intermediarios entre Dios y el pueblo. Presentaban a Dios los sacrificios del pueblo, de los cuales les era dada una parte. El libro del Levítico describe claramente cómo se debía hacer (7:34-35).
Sin embargo, los hijos de Elí no tenían ningún temor de Dios ni respetaban las instrucciones de su Palabra (léase Malaquías 2:1-3). No se contentaban con la parte de los sacrificios que Dios les daba, y se atribuían los mejores trozos. Incluso cuando aquellos que traían los sacrificios les hacían observar que ello era faltar a su deber, imponían su propia voluntad. Por eso, a causa de ellos, todo el servicio de las ofrendas a Dios era menospreciado.
Pero no era éste su único pecado. El capítulo 2, versículo 22, añade que “dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión”. El único pasaje de la Palabra en el cual también se trata de este grupo de mujeres es en Éxodo 38:8. Así, este bello servicio de las mujeres fue desacreditado por la actitud impía de los hijos de Elí. Además, ¿no estaban casados? Sabemos que era al menos el caso de Finees, y que su mujer tenía manifiestamente mucha más inteligencia que su esposo en cuanto a la gloria de Dios (1 Samuel 4:19-22).
Ahora bien, ¡estos hombres ocupaban un cargo particularmente privilegiado! Habían sido llamados por Dios para instruir al pueblo en la Palabra de Dios y para enseñarle, por el propio ejemplo que debían dar, el respeto del servicio de Jehová. ¡Cuánto han faltado a su deber! No obstante, no les faltaron advertencias. Un hombre de Dios fue enviado para mostrar a Elí (y por consiguiente a sus hijos) la gravedad de sus pecados.
¿Cuál era la condición de Elí? Personalmente fue fiel. Dio una buena instrucción al joven Samuel que le había sido confiado. Por cierto, reprendió a sus hijos, pero no fueron más que débiles protestas. “¿Por qué hacéis cosas semejantes? Porque yo oigo de todo este pueblo vuestros malos procederes. No, hijos míos” (2:23-24). Estas advertencias llegaban demasiado tarde. La medida de su pecado había rebosado. Dios había decidido hacerles morir (v. 25).
En su ceguera, creyeron poder obligar a Dios a darles la victoria en la guerra contra los filisteos. Sin haber recibido la orden, trajeron el arca del pacto al campo de los hebreos (4:6), convencidos de que Dios estaría forzado a velar por la gloria del arca y de ese modo a darles la victoria.
Dios tiene sus medios para velar por su propia gloria. El juicio anunciado fue ejecutado: el ejército fue derrotado; Ofni y Finees fueron ambos muertos; los filisteos tomaron posesión del arca del pacto y se la llevaron. Cuando Elí oyó estas terribles noticias, sobre todo la de la captura del arca, cayó hacia atrás de su silla y murió. Su reacción muestra cuánto temía a Jehová y tomaba a pecho Sus intereses.
Desgraciadamente, Elí faltó gravemente en el ejercicio de su autoridad paterna. Sus hijos no le obedecían y así soportaron las terribles consecuencias. Sin embargo, ¡a su padre tampoco le fue evitado el castigo por medio del cual Dios habla a todos los padres!
“Vino un varón de Dios a Elí” (2:27). Por medio de éste, Dios recordó a Elí el lugar privilegiado que ocupaba como sacerdote, lo que implicaba un alto grado de responsabilidad. Aunque fueron sus hijos los que cometían la injusticia y aunque él mismo no había participado directamente en eso, el varón de Dios lo hizo responsable personalmente de esta situación. Le dirigió muy serios reproches: “Por qué habéis hollado mis sacrificios y mis ofrendas…; y has honrado a tus hijos más que a mí” (v. 29). Por eso el juicio debía caer sobre Elí y sobre su casa. Más tarde, fue el joven Samuel quien se lo debió anunciar por segunda vez. A Elí le fue reprochado el hecho de haber conocido todas las injusticias de sus hijos y de no haberlos refrenado. Como sumo sacerdote responsable, no había intervenido para impedir ese desprecio de los sacrificios y de las ofrendas. Como juez, no había castigado a sus hijos por sus infames actos. Como padre, también había faltado seriamente en su familia.
Mirando a nuestro alrededor, podemos comprobar que una crisis de autoridad reina en todas las esferas de la sociedad. Tales períodos también existieron en Israel. “Cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 17:6; véase 18:1; 19:1; 21:25). Todo iba al revés.
En el Nuevo Testamento, Pablo nos recuerda que “no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1). Aquellos a quienes se les ha confiado la autoridad son responsables ante Dios de cómo la ejercen. El despotismo y la arbitrariedad han sido factores que han conducido a muchas revoluciones. No obstante, el germen de estas revoluciones también se encontraba en los textos de los filósofos que impregnaron el pensamiento de los pedagogos. La influencia de éstos siempre tiene repercusiones.
El filósofo Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, partía del principio de que el hombre es bueno por naturaleza y que debe ser protegido de malas influencias, en particular de la religión. Consideraba que solamente la propia conciencia era una guía segura. La llamaba un instinto divino, una voz celestial, que hace al hombre igual a Dios. No quería saber nada de Jesucristo. Este hombre irreligioso ha marcado su siglo, y sus teorías todavía hoy encuentran adeptos.
En el siglo veinte, los libros del doctor Benjamín Spock han tenido gran influencia y se consultan aún fácilmente. El libro más conocido de este pedíatra y pedagogo estadounidense, «Cómo cuidar a su hijo», traducido a más de treinta lenguas, alcanzaba ya su 170a edición. En América, ha llegado a ser el manual más utilizado porque da ejemplos referentes a todos los problemas que pueden aparecer en alimentación y en educación. Su principio básico es el libre desarrollo del joven niño, lo que conduce a peligrosos razonamientos. Ciertas ideas, especialmente en cuanto a la autoridad, a la obediencia y al castigo, son inaceptables para un cristiano, puesto que éstas no son bíblicas. En las posteriores ediciones, se han rectificado ciertas afirmaciones.
Una madre norteamericana escribió para contar sus experiencias. Había educado a su hijo siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Spock, pero aquel se estaba volviendo cada vez más difícil y violento. Finalmente, a pesar de todos los consejos de Spock, lo tomó sobre sus rodillas y le dio un fuerte azote. Se puso a chillar de tal modo que partía el corazón, después se calló, y desde entonces fue mucho más dócil.
Salomón, el rey más sabio de todos los tiempos, habló de la educación de otra manera. Tomó como punto de partida el temor a Dios. Las nociones de disciplina, de obediencia y de castigo eran para él de gran valor. ¡Leamos a propósito de esto el libro de los Proverbios!
Después de estas consideraciones en cuanto al método de educación de Elí, del cual el fracaso tuvo graves consecuencias, me parece útil examinar la educación desde un punto de vista bíblico. Partimos del principio de que el hombre es el jefe de la familia y que es responsable ante Dios de dirigirla. Para esta tarea (como para todas las otras), Dios le ha dado una esposa como “ayuda”. Cristo es el jefe del hombre. El hombre es el jefe de la mujer. Por cierto, el hombre y la mujer tienen el mismo valor ante Dios, pero si la mujer interpreta este hecho como una igualdad de derechos, comete un grave error, del cual las consecuencias a menudo son fatales. Si los hijos ven a su madre levantarse contra la autoridad de su marido, ¿cómo van a aceptar la autoridad de su padre? La desobediencia resultará inevitablemente y no habrá ninguna disciplina en tales familias. Ahora bien, “Dios no es Dios de confusión” (o de desorden, según la traducción francesa de J. N. Darby), sino —¡observen aquí el término opuesto!— “de paz” (1 Corintios 14:33). La paz es más que el orden. Un padre puede esforzarse en mantener el orden, ejerciendo la autoridad de manera no bíblica, por lo cual se siembra precisamente la discordia. En Colosenses 3:20 está escrito: “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor”. El mismo Señor Jesús dio el ejemplo cuando era niño. Para los padres se añade: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten”. Efesios 6:4 dice también: “Vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor”. ¿Cómo un hombre estaría a la altura de su responsabilidad sin la ayuda adicta de una esposa afectuosa, consciente ella misma de la responsabilidad que le incumbe?
La forma ideal de dirigir a alguien está explicada en el salmo 32:8: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos”. Así es según el ejemplo de Dios mismo para con sus hijos. Para los padres también, dirigir con discernimiento las necesidades y las respuestas apropiadas en forma de consejos es la mejor manera de obrar. Sin embargo, desgraciadamente no es siempre posible. Por eso el siguiente versículo contiene la exhortación: “No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti” (v. 9). Cuando el primer método de dirección no es aceptado, Dios debe emplear otros medios más severos. Así muestra sus cuidados de amor para con nosotros, hasta en el camino de la disciplina.
En Hebreos 12:5-11 leemos: “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados”.
En estos versículos, la disciplina de Dios se compara a la de los padres, y éstos tienen mucho que aprender. Dios disciplina únicamente por amor, y al hacerlo, siempre tiene por objeto nuestro bien. Por eso, en ciertas circunstancias escoge los medios apropiados de disciplina, para más tarde producir el fruto apacible de justicia. En cuanto a nosotros, el amor por nuestros hijos debe ser también el motivo para escoger entre las medidas de disciplina que estén a nuestro alcance. Por eso debemos examinarnos nosotros mismos para ver si no se mezclan otros motivos tales como la vanidad, el orgullo herido o alguna otra cosa. Debemos escoger los medios que a nosotros nos parezcan los más adecuados. Poniéndolo en práctica, hay que reflexionar para saber si esas medidas son demasiado clementes o demasiado severas, o de una duración demasiado larga.
Si la disciplina no se ejerce —aunque, según la Palabra de Dios, se necesita— ello es una falta de amor, incluso si a menudo se pretende lo contrario. Estos versículos de Hebreos 12 nos lo enseñan con mucha claridad. La experiencia muestra que cuando la disciplina es ejercida con razón, los hijos se someten y no pierden el respeto por sus padres, ¡al contrario!
A nosotros sus hijos, Dios no nos trata como a bastardos. No deberíamos tampoco tratar a nuestros hijos como a tales. Evidentemente, nadie tiene esta pretensión. Sin embargo, prácticamente esto se produce muy a menudo. Se omite la disciplina porque ella podría aparentemente perjudicar a los hijos y sobre todo despertar frustraciones nocivas. Tal ha llegado a ser un argumento corrientemente empleado con respecto a esto. Tiene por resultado una generación de niños indóciles, desobedientes, y una juventud en rebelión. No han tenido suficientes azotes. Frente a ellos, hay una generación de padres frustrados ellos mismos y tiranizados por sus hijos. Este problema de actualidad atrae la atención de numerosos psicólogos… “He aquí que aborrecieron la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen?” (Jeremías 8:9). Es una cuestión apremiante. Necesitamos mucha sabiduría para educar a nuestros hijos, y ésta es tarea muy difícil. No podemos dispensarnos de las enseñanzas de la Palabra de Dios.
Sabemos que Samuel, el sucesor de Elí y el último juez en Israel, fue testigo de todo lo que aconteció en la casa de Elí. Sin embargo, él también fue más tarde deficiente para desempeñar su cargo de padre. Estableció a sus hijos como jueces sobre Israel (1 Samuel 8:1) sin haberse percatado de que no estaban capacitados para ese servicio. Cuando el pueblo le llamó la atención sobre su vergonzosa deficiencia, parece ser que los destituyó de sus cargos, como quizá se pueda deducir de la frase: “mis hijos están con vosotros” (1 Samuel 12:2).
Un gran peligro, al cual muchos padres no han hecho frente, consiste en sobrestimar a sus propios hijos, según el dicho popular: «Cada cual considera a su lechuza como un ruiseñor». ¡Esto ocurre con tanta frecuencia! El peligro opuesto también existe: los padres no saben discernir el bien en sus hijos, expresar una aprobación que les animaría, lo que justamente necesitan. Las más pequeñas faltas son a menudo tratadas con severidad. Son sobre todo los padres capacitados, quienes han tenido éxito en la vida, los que se encolerizan fácilmente y dicen: «No sabes hacer nada». Esto puede suscitar en los hijos un sentimiento de inferioridad del cual no se pueden deshacer durante el resto de su vida. ¡Cómo necesitamos sabiduría para evitar todos esos escollos!
Preguntas de la parte 13
- Señale en qué Elí falló como padre. ¿Cuáles fueron los resultados de esto?
- ¿Cuáles pueden ser los resultados de una disciplina demasiado leve, o demasiado severa?
- ¿Qué podemos aprender del Salmo 32:8?
- ¿Qué error cometió Samuel con sus hijos?
- ¿Qué podemos aprender de esto?