17. Ananías y Safira
El libro de los Hechos nos habla de dos parejas: por una parte, de Ananías y Safira, y, por otra, de Aquila y Priscila. No se dice nada si tenían hijos o no. El relato de la primera pareja se encuentra en el capítulo 5:1-11, que cada uno es invitado a leer.
Esto sucedió cuando la Iglesia de Dios empezaba y estaba floreciente. El Señor Jesús había muerto, resucitado y ascendido al cielo. De allí el Espíritu Santo había descendido en el día de Pentecostés para morar en los corazones de todos los que creyeron y formaron la Iglesia. Ésta crecía rápidamente. Los creyentes vivían juntos en armonía y amor. Ninguno sufría escasez. Los ricos vendían sus propiedades para poder ayudar a los pobres. Se ha dicho alguna vez que los primeros cristianos eran comunistas. No es cierto, porque no enseñaron que tener propiedades es pecado, tampoco que «todo lo tuyo es mío», sino que vivían según el siguiente principio: «todo lo mío es tuyo».
Dios el Espíritu Santo moraba en la Iglesia. También moraba en los creyentes individualmente. Sus cuerpos eran templos del Espíritu Santo. Éste era la fuerza y el impulso de sus vidas. Los incrédulos podían verlo y hablaron de esto. Así el nombre de Dios era glorificado. Satanás no estaba contento de esto, sino que, para estorbar la obra de Dios, desencadenó una persecución contra los apóstoles. Pero no logró nada. Entonces trató de tentar a los creyentes a que pecaran. Este relato muestra los resultados.
¿Qué pecado cometió esta pareja? No era robo; tampoco una desobediencia como en el caso de Acán al principio de la historia de Israel en el país de Canaán (véase Josué 7). Ananías y Safira habían visto cómo José (Bernabé) vendió una heredad y trajo la suma de dinero a los apóstoles para distribuirlo entre los pobres. También otros habían hecho lo mismo, y por eso habían recibido aprecio y alabanza. Pero nadie había sido obligado a hacerlo, tampoco Ananías y Safira. Tenían entera libertad para vender su propiedad o para guardarla. También tenían entera libertad de hacer lo que querían con el precio de la venta. Su pecado consistió en que pretendieron entregar todo el dinero, mientras que, en secreto, guardaron una parte para sí mismos. Así pensaban recibir la misma honra de los demás.
Hay casos de pecado en los cuales la iglesia tiene que actuar en disciplina (1 Corintios 5) y otros por los cuales Dios mismo castiga. El propósito en cada caso es que “el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (v. 5). Safira tuvo la oportunidad de confesar su pecado, pero persistió en el mal, y fue afligida por el mismo castigo que su esposo. Es bueno notar que, en este caso, no se trata de una disciplina de la iglesia, tampoco de la autoridad apostólica, sino de una intervención directa de Dios. A veces, se dice que Ananías y Safira no eran verdaderamente convertidos. Pero así perderíamos la advertencia y podríamos pensar que no es posible que tal cosa nos sucediera. Sin embargo, el “juicio comienza por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Es válido también en nuestro tiempo. Esto es algo muy distinto del juicio venidero de los incrédulos.
“Vino gran temor sobre toda la iglesia” (Hechos 5:11). Este sentir nos conviene cuando se trata del pecado de la hipocresía. En Lucas 12, el extenso sermón del Señor Jesús empieza así: “Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Porque nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas” (v. 1-3). Esto dijo el Señor no a los fariseos, sino a sus discípulos. Ellos también estaban expuestos a este mal y podían ser vencidos por él. Y nosotros no somos mejores que ellos. Este capítulo contiene muchas advertencias del Señor, pero primeramente llamó la atención a los discípulos contra este pecado de hipocresía. Este pecado fue el que Satanás introdujo como el primer mal en la iglesia. Y continúa haciéndolo. En Apocalipsis 2:4-5, leemos cómo el Señor juzga a las iglesias: “Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras”. Éstas eran obras hechas por amor al Señor. Tenían valor para Él. Quizás Ananías y Safira habían dado hasta la mitad de sus posesiones. Pero no tiene valor para el Señor si uno lo da por orgullo y ambición, mientras falta el amor. El Señor tiene que comprobar penosamente este mismo pecado en las siete cartas de Apocalipsis 2 y 3. En el último mensaje a Laodicea, escribe: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (3:17-19).
Si comparamos las palabras del Señor en Lucas 12:3 con lo que ocurrió en Hechos 5, la correspondencia es particularmente evidente. La gran seriedad con que el Señor advirtió contra el pecado de la hipocresía, la severidad con la cual castigó este pecado en la primera iglesia en Jerusalén, y más tarde, la fuerte reprensión que hizo a la iglesia de Laodicea, nos obliga de tomar este pecado muy en serio. Como esta última iglesia, necesitamos el colirio de Dios para ver bien. La hipocresía nubla nuestra mirada a Él, a nuestros hermanos y a nuestros semejantes.
Estoy convencido de que esta advertencia es de suprema importancia también para el matrimonio y el hogar de creyentes. “Todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas” (Lucas 12:3). Estas palabras del Señor no podían ser desconocidas a Ananías y Safira. Pero no las tomaron en cuenta. Y la advertencia se cumplió al pie de la letra.
Pobre pareja. Habían recibido tantas bendiciones en la iglesia. Nos los imaginamos en su casa, conversando de José, quien había vendido su herencia, y había traído todo el precio de la venta a los apóstoles para ayudar a tantos pobres. Había recibido de los apóstoles un hermoso sobrenombre: “Bernabé” que significa “Hijo de consolación” (Hechos 4:36). Qué lugar de honor en la iglesia había recibido, estaban pensando Ananías y Safira. Y juntos hicieron sus planes. Ellos también tenían una heredad. ¿Y si hicieran lo mismo que Bernabé? Pero ¿era necesario ofrecer todo el dinero? ¿Si guardasen, por ejemplo, la mitad para sí mismos? Entonces serían considerados con tanta devoción como los que ofrendaron todo. ¿Quién se daría cuenta de que guardaban una parte del dinero para sí mismos? Las paredes de la habitación no tienen oídos. Nadie podría escucharlos. Su secreto nunca sería descubierto. Olvidaron a Aquel que lee en los corazones.
Finalmente hicieron como planearon. ¿No los acusó su conciencia cuando Ananías se despidió de su esposa y fue a los apóstoles con una parte del dinero, después de haber escondido seguramente la otra parte?
A Pedro le fue revelado el secreto. “Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?” preguntó severamente. Sabía que Satanás era el instigador de todo mal. Así fue con Eva en el huerto de Edén, así siempre ha sido y así será hasta el fin, cuando Dios lo echará en el lago de fuego, preparado para él y sus ángeles. Sin embargo, eso no disculpó a Ananías, como tampoco disculpó a Eva siglos antes. ¡Ojalá hubiera reconocido la voz de Satanás y le hubiera resistido! Pero dejó que los males deseos llenaran su corazón, y que Satanás tomara el lugar que pertenecía solamente al Señor. Ya sabemos cómo fue el fin de Ananías y también de Safira, que persistió en la misma mentira.
¿Qué nos enseña esta historia, a nosotros, parejas de nuestro tiempo? También tenemos deliberaciones en nuestras casas. ¡Es verdaderamente una necesidad! Hablamos sobre la crianza de nuestros hijos, si Dios nos los ha dado, sobre los problemas que acarrea nuestro trabajo, nuestro oficio. ¿Buscamos nuestra propia satisfacción y un lugar de honor? ¿Somos conscientes de que Dios también nos escucha? ¿Le damos lugar, mejor dicho el primer lugar, en nuestras deliberaciones? ¿Nos guía la Escritura en todo lo que hacemos?
El relato de Ananías y Safira nos conduce a preguntarnos: ¿Cómo debemos manejar nuestras posesiones y emplear nuestros ingresos? Ya hemos visto que esto no era ningún problema para los creyentes en el tiempo de Ananías y Safira.
Se ha dicho que esta manera de actuar era falta de sabiduría, ya que tenía por resultado que los creyentes judíos se empobrecieran y que necesitaban que en otra parte se hiciera una colecta para ellos. Sin embargo, actuaron según la palabra del Señor en Lucas 12:33-34, y por eso se hicieron un “tesoro en los cielos que no se agota, dónde ladrón no llega, ni polilla destruye. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Si nuestro tesoro está aquí en el mundo, tendrá como resultado indefectible la mundanalidad. Esto puede llevar fácilmente a la avaricia, que según 1 Corintios 5:10-11 y 6:10 es uno de los pecados graves.
Se oye a veces que el dinero es la raíz de todo mal. No es cierto. Con el dinero se puede hacer mucho bien. En 1 Timoteo 6:10 está escrito: “Raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores”. El versículo anterior advierte: “Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición”. Pero también hay creyentes a quienes Dios ha confiado riquezas. A ellos se dirigen los versículos 17 a 19: “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna”.
Por fin leemos en Hebreos 13:16: “De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios”.
Según Levítico 27:30, los judíos tenían que dar una décima parte de sus ingresos para el servicio de Dios. Con ésta se mantenía a los Levitas, y ellos tenían que dar la décima parte de lo que recibían a los sacerdotes (Números 18:26). Esto era lo mínimo en cuanto a dar. Por encima de esto estaban las ofrendas voluntarias y las dádivas para los pobres. No encontramos esta ley en el Nuevo Testamento, ya que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Sin embargo, pienso que hemos entendido mal la gracia y sus resultados, si damos menos que el mínimo que daba el pueblo terrenal de Dios.
Quiero todavía mencionar 2 Corintios 8 y 9, dos capítulos que se dedican por completo al acto de dar, sin que se mencione ningún principio legal. Pablo presentó a los creyentes de Corinto el ejemplo de los de Macedonia, en los cuales la gracia de Dios había trabajado de tal modo que, a pesar de su profunda pobreza, abundaron en la riqueza de su generosidad. Hasta habían pedido el privilegio de poder participar en las colectas, y habían dado voluntariamente “conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas” (8:3). El secreto era que se habían convertido a Cristo, quien se había entregado a sí mismo por ellos. Entonces, se dieron primeramente al Señor, y luego a los demás. No se preguntaban: «cuánto debo dar», sino «cuánto puedo dar».
En 2 Corintios 9:7 leemos: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre”. Si el amor de Cristo había tenido un lugar grande en el corazón de Ananías y Safira, no hubieran llegado a esta muerte tan horrible. Y si damos a Cristo el primer lugar en nuestro corazón, Satanás no ejercerá ninguna influencia en nosotros, tampoco hay lugar para esta levadura: la hipocresía de los fariseos. En Mateo 23, el Señor dijo siete veces: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!” y los juzgó por esto.
El Señor comparó sus enseñanzas y sus prácticas con la levadura que, en la Biblia, siempre es una figura del mal. Cuando los israelitas celebraron la Pascua en Egipto, tenían que quitar la levadura de sus casas, pues no debía hallarse en absoluto (Éxodo 12). Pablo exhortó a los creyentes a limpiarse de la vieja levadura: “Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Corintios 5:8).
Los fariseos daban con exactitud el diezmo de todo. Pero daban sus limosnas, y oraban larga y públicamente para recibir honor de los hombres a causa de su piedad. Esto era actuar con falsedad y era pecado. ¿Y nosotros? Si examinamos nuestras casas, ¿las encontramos limpias de “levadura”? Claro que tenemos que aplicar esto espiritualmente. ¿Cómo son nuestras relaciones entre esposos? ¿Nos tratamos con integridad y sincero amor o hay también hipocresía? Es parte de nuestra naturaleza mostrarnos ante Dios y los hombres más de lo que somos.
¿En qué ambiente crecen nuestros hijos? ¿Está impregnado de sinceridad y de verdad o de fingimiento? Los hijos lo saben y lo sienten. No son mejores ni peores que nosotros, sino sólo más débiles y vulnerables, y necesitan nuestra guía y nuestro ejemplo.
Acerca de los fariseos, el Señor tuvo que decir: “Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras” (Mateo 23:3). ¡Ojalá Él no necesite decirnos esto a nosotros, padres! La manera en que los fariseos daban sus diezmos y ofrendas la rechazamos como hipocresía, y con razón, pero esto no tiene que ser un motivo para que no demos nada o para que demos poco. Según el apóstol Pablo, dar es una bendición. Y el Señor dijo: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). Es una lástima tener que advertir que muchas personas, hasta creyentes, están enteramente satisfechos con la bendición de recibir, y nunca llegan a la bendición de dar. A propósito del asunto de dar, deberíamos también incluir a nuestros hijos.
He visto padres que dan a un niño unas monedas en la mano para que las pongan en una colecta. Yo mismo he hecho esto con mis hijos. A los pequeños les gustó esto. ¿Y por qué no darles este gozo? Pero no debemos pensar que así les estamos enseñando cómo dar. Esto lo aprenderán cuando sean un poco más grandes, al enseñarles cómo manejar de la mejor manera el dinero que les damos o que ganen con algún trabajo. Entonces tendrán que aprender a dar una parte al Señor, quién es el gran Amigo de los niños.
Hace mucho tiempo, un muchacho de la escuela me entregó cierta suma de dinero. Durante varios meses había vendido periódicos en su barrio, y quería dar lo que había ganado para la obra misionera. Me pidió que lo transmitiera, lo que hice gustosamente, estimando felices a los padres a causa de este resultado de su crianza. Un dicho dice: «Lo que se aprende de joven, se hace de viejo».
En Proverbios 3:9-10 leemos: “Honra a Jehová con tus bienes, y con las primicias de todos tus frutos; y serán llenos tus graneros con abundancia, y tus lagares rebosarán de mosto”. Esto es algo totalmente diferente de utilizar sus ingresos para aumentar sus posesiones, lo que parece ser el ideal de muchas personas.
Los israelitas tenían que dar las primicias para Dios. El que recibe un sueldo mensual o semanal, hace bien en apartar algo directamente para el Señor, según haya prosperado y según haya propuesto en su corazón (1 Corintios 16:2; 2 Corintios 9:6-8). Es mucho mejor dar de las primicias que de las sobras.
Preguntas de la parte 17
- ¿Cuál era el pecado de Ananías y Safira?
- ¿Dónde advierte la Biblia contra el pecado de la hipocresía?
- ¿Qué significa el “pecado de muerte”?
- ¿Por qué no es correcto decir que los primeros cristianos eran comunistas?
- ¿Cuáles son los peligros de querer hacerse rico?
- ¿Qué nos enseña la Biblia acerca de dar y ofrendar?
- ¿Cómo podemos enseñar esto a nuestros hijos?