2. Esbozo de las diversas dispensaciones
Nos proponemos esbozar las sucesivas dispensaciones como las grandes etapas de la revelación de Dios a los hombres, desde la creación. Consideraremos nueve períodos característicos, conscientes de que la división del tiempo puede ser hecha de diversas maneras:
- El tiempo de la inocencia
- Desde la caída del hombre hasta el diluvio
- Desde el diluvio hasta Abraham
- La época de los patriarcas
- La ley
- El ministerio de Jesús
- La Iglesia y el período cristiano
- Los juicios futuros
- El milenio
1) El tiempo de la inocencia
La Biblia nos dice muy poco acerca de la condición del hombre en el huerto de Edén. Adán y Eva transgredieron la única prohibición que Dios les había impuesto. Desde el principio, el hombre ha faltado a su responsabilidad. “Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Desde la caída también existe una facultad de origen divino en el hombre: la ciencia del bien y del mal (Génesis 2:9, 17; 3:5), es decir la conciencia.
Es interesante notar que la institución divina del matrimonio data de este inicio de la humanidad, y que el Señor Jesús hace referencia a ella cuando se le plantea una pregunta tocante al divorcio. Él se remite a cómo eran las cosas “al principio” (Mateo 19:3-9). La norma “y serán una sola carne” (Génesis 2:24), mencionada varias veces en la Escritura, constituye la base sobre la cual la ruptura del vínculo conyugal, la fornicación y el adulterio están prohibidos (Mateo 19:6; 1 Corintios 6:16-17).
La historia de Adán y Eva nos da un ejemplo de cada una de las dos maneras en que el Antiguo Testamento anuncia a Cristo: los símbolos y las profecías explícitas. El sueño en el cual Adán recibe de Dios una mujer, “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Génesis 2:23), es una imagen de la muerte de Cristo, mediante la cual él adquiere una esposa, la Iglesia; “porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). Luego, después de la entrada del pecado en el mundo, y de pronunciar el juicio sobre la serpiente, Dios hace una de las más claras declaraciones proféticas concernientes a “la simiente de la mujer”, la cual es Cristo: “Ésta te herirá en la cabeza, y tú (Satanás) le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). En la cruz, el Señor fue herido momentáneamente en su camino, pero por ello obtuvo una victoria definitiva sobre Satanás.
2) Desde la caída del hombre hasta el diluvio
Durante los tiempos que separan la entrada del pecado en el mundo y el diluvio, la Palabra nos muestra, por una parte, a la familia de Caín estableciéndose en el mundo, cruel y haciendo caso omiso de la institución divina del matrimonio (Génesis 4:19), y, por otra, una familia en la cual se comienza “a invocar el nombre de Jehová” (Génesis 4:26). En ésta se encuentran hombres de fe —Enoc y Noé— quienes caminan con Dios, y a los cuales Dios hace revelaciones personales (Génesis 5:24; 6:9-22; Judas 14-15). Pero la corrupción y la violencia se desarrollan hasta tal punto que “se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra” (Génesis 6:6). Los hombres no escucharon al “pregonero de justicia” (2 Pedro 2:5), y entonces “vino el diluvio y se los llevó a todos” (Mateo 24:39). Se puede observar que las revelaciones que Dios hace en esta época son: el juicio que debe venir sobre los hombres impíos y el medio de escapar de este juicio. En sustancia, éstos son los primeros elementos del Evangelio que se predica hoy.
3) Desde el diluvio hasta Abraham
Después del diluvio, Dios introduce algo nuevo. Para frenar la violencia que conduce al homicidio, confía el gobierno al hombre. Éste es hecho responsable de dar muerte al asesino: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Génesis 9:6). Dios permite al hombre comer carne, pero le prohíbe comerla con la sangre (Génesis 9:3-4), prohibición que es reiterada en la ley de Moisés (Levítico 7:26-27) y en el cristianismo (Hechos 15:20, 29).
Aparte de estos rasgos distintivos, este período es idéntico al precedente. Sin embargo, la responsabilidad de los hombres se ve incrementada por el hecho de que conocieron el juicio de Dios durante el diluvio, lo que debería llevarlos a temerle. En este período también, Dios hizo comunicaciones individuales a hombres que le temían, tales como Job, Eliú, Melquisedec. Pero, en general, la idolatría se desarrolló en la tierra y, en medio de tal estado de cosas, Dios llamó a Abraham (Josué 24:2). Para las gentes de las naciones, esta dispensación prosigue hasta el inicio del cristianismo. Su depravación moral está descrita en Romanos 1:18-32. Desde entonces, las comunicaciones divinas hechas a Abraham y a sus descendientes vienen a ocupar el centro de la escena.
4) La época de los patriarcas
Todo lo que precede ocupa los once primeros capítulos del Génesis. En los capítulos 12 a 50 se nos presenta la historia de los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob. Dios escoge a un hombre y lo llama. Le da promesas de bendición cuyo alcance se extiende hasta el fin de los tiempos: una descendencia numerosa y un país. Más aún, de “su simiente”, la bendición se extenderá hacia todas las naciones de la tierra (Génesis 22:16-18). El “amigo de Dios” y sus descendientes viven una vida de fe como extranjeros en el país que les fue prometido. Abraham enseña fielmente “a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová” (Génesis 18:19). Por su parte, Isaac y Jacob se muestran apegados a la bendición prometida.
¿Qué clase de comunicaciones hace Dios a los patriarcas? Esencialmente, son promesas; ocasionalmente, órdenes concernientes a un acto a cumplir o a un traslado a efectuar. A estas promesas se apega su fe, a estas órdenes responde su obediencia. En estos relatos, encontramos pocas instrucciones morales directas y pocos preceptos. No obstante, Dios espera de sus siervos una conducta que esté conforme a su llamamiento. Él dice a Abraham: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). Y la epístola a los Hebreos testifica que “Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos” (Hebreos 11:16). El relato de su fidelidad o de sus debilidades es una fuente muy rica de enseñanzas prácticas.
Fuera de esta familia privilegiada, Dios también se entera de los caminos de los hombres, y cuando el mal se agrava, su juicio gubernamental se ejerce. Así es como Sodoma y Gomorra sufrieron una completa destrucción (Génesis 19).
Pero si bien la destrucción de estas ciudades, así como el diluvio, pone en evidencia el gobierno de Dios bajo la forma de un juicio destructor, final, la historia de los patriarcas nos revela otro aspecto de este gobierno: la disciplina. Dios se entera de todas las acciones de aquellos que están en relación con él, y hace venir sobre ellos las consecuencias. Este principio de retribución se destaca particularmente en la vida de Jacob y en la historia de los hermanos de José. Esta forma de gobierno no es sólo una exigencia de un Dios que se obliga a sí mismo a ejercer la justicia; ella es la expresión de la bondad de un Dios que desea formar a los suyos, para su mayor bendición. En el Génesis, estas cosas no se nos presentan en forma de principios abstractos, sino mediante hechos.
5) La ley
Jacob y su familia descienden a Egipto, en el tiempo de José. La descendencia de los patriarcas se multiplica grandemente, pero sufre la opresión y la esclavitud. Dios oye su lamento y se acuerda de las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob. Hecho muy significativo, él reconoce su descendencia como siendo “su pueblo”. Por primera vez, Dios establece una relación con un pueblo. Israel debería ser, en medio de los otros pueblos, una “nación santa” y un “reino de sacerdotes”, testigo del único Dios verdadero (Éxodo 19:5-6). Después de su liberación de Egipto, en el Sinaí, Dios le da la ley de los diez mandamientos y numerosas ordenanzas. Comienza entonces una nueva prueba para el hombre, la cual permanecerá hasta la venida de Cristo.
La responsabilidad particular de Israel se basa, desde la salida, en dos grandes hechos. En primer lugar, este pueblo fue rescatado de la esclavitud de Egipto, libertado del poder de Faraón. Vio las maravillas de Jehová actuando en bondad hacia él y en juicio hacia sus opresores (Éxodo 19:4). En segundo lugar, en toda la solemnidad del fuego y de los truenos de Sinaí, este pueblo oyó la voz de Dios (Deuteronomio 4:33-35).
No obstante, si bien la ley expresa lo que el hombre debe ser para satisfacer las exigencias del Dios santo, no le da ninguna fuerza, ninguna capacidad, para cumplirla. El pueblo de Israel, que no conoce lo que es el hombre, exclama a una voz: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8; 24:3, 7). Pero apenas dada, la ley es transgredida en su primer mandamiento, en el caso del becerro de oro (Éxodo 32).
Esto provee a Dios la ocasión de introducir un nuevo elemento, muy diferente de la ley, sin el cual el hombre pecador no podría subsistir delante de él: la misericordia. “Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19). En su soberanía, Dios “de quien quiere, tiene misericordia” (Romanos 9:18). En esto reside un misterio profundo; pero quien comprende que es objeto de esta gracia totalmente inmerecida, sólo puede darle gracias y adorarle.
En toda la historia subsiguiente, desde el desierto de Sinaí hasta Cristo, Israel sigue siendo un pueblo bajo la ley. Dios manifiesta su gobierno hacia él: le advierte, lo castiga, lo perdona, lo reprende, lo soporta. Cuanto más avanza el tiempo, más se manifiesta el estado incurable del hombre y la inmensa paciencia de Dios. Y cuando esta prueba del hombre haya demostrado que “por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16), habrá llegado el momento para que Dios envíe a su Hijo a la tierra.
Durante la historia de Israel, tal como se nos revela en el Antiguo Testamento, Dios se manifiesta de dos maneras, para nuestra mayor instrucción. Por un lado, contemplamos sus caminos para con su pueblo, por el otro, oímos las nuevas revelaciones que él le hace.
Sus caminos son sus maneras de actuar. Se entera de la conducta de su pueblo, quien tan a menudo se aleja de él y, por los profetas, habla a su corazón para hacerle volver a él. Lo disciplina, como un padre a sus hijos. Sus caminos revelan lo que él es: un Dios santo, que no puede soportar el mal y debe corregirlo, pero, al mismo tiempo, un Dios de paciencia, tardo para la ira, quien no quiere la muerte del impío sino que se aparte de sus caminos y viva (Ezequiel 18:23). “Jehová… envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:15-16).
Sin embargo, los profetas tienen también otro ministerio. Son los canales por los cuales Dios hace nuevas revelaciones. Aunque el pueblo está todavía bajo la ley, Dios se complace en anunciar sus planes de gracia hacia él y la obra profunda que él cumplirá un día en su favor: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:26). Y Su tema predilecto es la venida del Mesías.
Bajo formas más o menos veladas, este Mesías es anunciado a lo largo del Antiguo Testamento. De tal forma que Jesús podrá declarar a sus discípulos “en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27). Es necesario, por cierto, que les abra las Escrituras, y que les abra el entendimiento para que puedan comprenderlas (Lucas 24:32, 45). Para crecer en el conocimiento de nuestro Salvador, el Antiguo Testamento es para nosotros una fuente inagotable. Nos presenta al Señor Jesús por diversos medios, al menos cuatro:
- por medio de personajes típicos (tales como José y David),
- por medio de instituciones levíticas (tales como los sacrificios),
- a través de experiencias vividas por los fieles (como en los Salmos),
- por medio de profecías explícitas (como Isaías 7:14; 9:6-7; 49:1-9; 53:1-12).
Podría decirse que la dispensación de la ley sufrió cierto cambio a raíz de la introducción del ministerio profético, a partir de Samuel. Los profetas tenían por misión hacer volver al pueblo a la ley, pero Dios los utilizó de forma especial para manifestar su gracia, en la medida que ello fuera posible en aquella dispensación. Su importancia moral es tal que, para caracterizarla, el Señor emplea la expresión “la ley y los profetas”. Dice: “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado” (Lucas 16:16). Este pasaje nos muestra también el momento preciso que marca el fin de la dispensación de la ley.