Las dispensaciones /9

La ley y la gracia

6. La ley y la gracia

Dos dispensaciones

“Pues la ley por medio de Moisés fue dada,
pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.”
(Juan 1:17)

Más de la mitad de la Biblia fue escrita durante la dispensación de la ley, y lleva los caracteres de este período. Ahora bien, nosotros estamos en otra dispensación. ¿Significa esto que lo que fue escrito en tiempos precedentes no es para nosotros? Para el Señor y los apóstoles, el Antiguo Testamento, por las numerosas citas que hacen de él, era de autoridad absoluta —la Escritura— la que “no puede ser quebrantada” (Juan 10:35). Jesús dice que él no vino para abrogar la ley o los profetas, sino para cumplirlos (Mateo 5:17). Y a la pregunta: “¿Por la fe invalidamos la ley?”, responde Pablo: “En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31).

Por una parte —el Señor y los apóstoles insisten con fuerza— hay grandes contrastes entre las dos dispensaciones y, por otra, hay una maravillosa unidad en el conjunto de la Palabra de Dios. Podemos beneficiarnos completamente de lo que Dios reveló en otro tiempo, a condición que dejemos brillar la luz del Nuevo Testamento sobre las páginas del Antiguo. La confusión entre las dispensaciones de la ley y de la gracia, en el curso de la historia de la Iglesia, ha sido la fuente de muchos males.

Cosas caducas

Las normas del bien y del mal resultan de la relación del hombre con su Creador, y son independientes de las dispensaciones. Temer a Dios, someterse a él, obrar con rectitud, no mentir, no matar a su prójimo, no robarle, ser fiel a su cónyuge, honrar a los padres… son éstos los deberes del hombre para con Dios, tanto antes como después de la ley, y durante esta dispensación. Obrar de manera contraria, es pecar.

La ley dada a Israel enuncia estos deberes de manera muy detallada y añade reglas de orden ceremonial (por ejemplo: respecto a los sacrificios, las fiestas, los animales impuros). Por medio del pacto del Sinaí, el pueblo de Israel estaba en una relación particular con Dios, en la cual la obediencia a la ley aseguraba su bendición, y la desobediencia, su maldición.

No obstante, si bien las prescripciones morales de la ley proceden de principios divinos que están fuera del tiempo, sus prescripciones ceremoniales eran aplicables sólo para esa dispensación. Las vemos formalmente puestas de lado en el Nuevo Testamento, por la misma autoridad de Dios que las había dado. Veamos tres ejemplos:

  1. El capítulo 10 de los Hechos nos relata una visión del apóstol Pedro, en la cual aprende que la distinción entre los animales puros e impuros ya no existe, y que el cristianismo borra los privilegios particulares del pueblo judío respecto a las demás naciones. Desde entonces, el Evangelio va a ser predicado a todas las naciones.
  2. La circuncisión era la señal externa del lugar especial de Israel como pueblo de Dios. La cuestión de saber si se necesitaba continuar practicándola levantó grandes discusiones entre los cristianos judíos del comienzo (compárese con Hechos 15). Y si, por una parte, Dios fue paciente para con los judíos que tenían dificultad de desprenderse de estos ritos, por otra parte condujo al apóstol Pablo a que se opusiera con energía a aquellos que querían obligar a los cristianos a ser circuncidados. Es el tema de la epístola a los Gálatas. “Si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo” (Gálatas 5:2).
  3. La epístola a los Hebreos fue escrita para mostrar a los judíos que todo el sistema de la ley —particularmente el sacerdocio y los sacrificios— fue puesto de lado. Se trataba de ordenanzas carnales, “impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas” (Hebreos 9:10). Pero habiendo venido Cristo, tenemos en él el único sacrificio capaz de quitar los pecados (10:12, 14), y el perfecto sacerdote que “nos convenía” (7:25-26). Así, “queda, pues, abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad e ineficacia (pues nada perfeccionó la ley)” (7:18-19).

No se puede deducir de todo esto, como algunos pensaron que se podía hacer, que una parte de la ley —que llamamos ley ceremonial— es caduca, mientras que la otra parte —que llamamos la ley moral— está todavía vigente en el cristianismo. El sistema de la ley forma un todo, y de ese sistema nos libera la gracia: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). Volveremos a tratar ese tema.

Dos principios de justificación

La diferencia esencial entre la dispensación de la ley y la dispensación de la gracia concierne al medio por el cual el hombre puede ser justificado delante de Dios.

1) El principio de la ley

De manera general, el Antiguo Testamento —a partir del momento en que Israel está bajo la ley— nos presenta un Dios que da la bendición y la vida… pero bajo condición de obediencia.1

En el libro del Levítico, Dios advierte a su pueblo: “Guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (18:5). En el libro del Deuteronomio, ordena a su pueblo amarlo, andar en sus caminos, guardar sus mandamientos, y añade: “para que vivas y seas multiplicado, y Jehová tu Dios te bendiga en la tierra a la cual entras para tomar posesión de ella” (30:16). Y más adelante: “Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días” (v. 19-20).

En cuanto a la justicia, Moisés dice: “Tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante de Jehová” (Deuteronomio 6:25).

¿Han podido los israelitas adquirir por ese medio la vida, la bendición, la justicia? Por cierto que no, pero la clara respuesta a esta pregunta sólo se dio cuando el Señor Jesús vino. Entretanto que, aquellos que anduvieron en el temor de Dios y respetando sus mandamientos, aquellos que confiaron en Dios, son llamados justos. Éstos son aquellos que Dios bendice (Salmo 5:12; Proverbios 10:6), los que él cuida (Salmo 34:15, 17, 19), los que él reconoce como sus “santos” y sus “siervos” (Salmo 34:9, 22).

2) El principio de la fe

“Porque de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas” (Romanos 10:5). Y en gran contraste con esto, el apóstol Pablo describe “la justicia que es por la fe” (v. 6). Estas dos justicias están fundadas sobre principios muy diferentes: por un lado la ley y las obras que ella demanda, por el otro la fe en Cristo y la obra que él hizo.

En una de sus predicaciones a los judíos, el apóstol Pablo dice: “Sabed, pues… que por medio de él (Jesús) se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39).

Los cristianos de Galacia —los cuales no eran judíos— habían recibido el Evangelio mediante el ministerio del apóstol Pablo. Poco tiempo después, bajo la influencia de maestros judaizantes, estaban en gran peligro de abandonar el verdadero terreno de la gracia, mezclando con ella elementos de la ley. Muy inquieto respecto de ellos, el apóstol Pablo les escribe: “El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo… por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16). “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó?” (3:1). “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (3:10).

¡La ley no puede contentarse con una obediencia parcial o aproximada! Pero “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (3:13).

En la epístola a los Romanos, el apóstol, en primer lugar, establece la culpabilidad de todas las clases de seres humanos; luego desarrolla el plan maravilloso de la salvación de Dios. “Ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas;2 la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo” (Romanos 3:21-22). “Aparte de la ley”, sin que las obras de la ley sean reclamadas al hombre, sin que él traiga algo de sus méritos, si cree en Jesús, Dios lo justifica. Y Dios es justo haciéndolo (v. 26), porque justifica sobre la base de la obra expiatoria hecha por Cristo en la cruz. Así, somos “justificados gratuitamente por su gracia” (v. 24). El apóstol insiste en el contraste entre el principio de las obras y el principio de la fe: “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (4:5). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios…” (5:1-3).

El apóstol Pablo tenía un continuo dolor en su corazón pensando en los israelitas, sus hermanos según la carne, que no eran salvos (Romanos 9:1-3). Les da testimonio de que tenían “celo de Dios, pero no conforme a ciencia” (10:2). En los países de profesión cristiana, ¡cuántas personas están hoy en la misma situación! En efecto, prosigue el apóstol, “ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (10:3-4). Aquellos que buscan establecer su propia justicia —teniendo como base sus buenas obras o sus propios méritos— son, con respecto a la justicia de Dios, a la vez ignorantes e insumisos. Ignoran las exigencias de esta justicia, que no puede pasar por alto la falta más insignificante; y no se someten al único medio de salvación que Dios ofrece.

La bendición y la vida

Nos hemos detenido en la inmensa diferencia que hay entre la ley y la gracia en cuanto al medio de obtener la bendición y la vida; en el primer caso, la obediencia a los mandamientos de Dios, en el otro, la fe en Cristo. Pero todavía hay otra diferencia. Ésta se encuentra en lo que representan las palabras bendición y vida, respectivamente.

Las bendiciones prometidas a Israel eran sobre todo terrenales: riqueza, paz, prosperidad material (Deuteronomio 28:1-14; 30:15). En cambio, las bendiciones cristianas son esencialmente espirituales (Efesios 1:3). En esta tierra, donde Jesús fue rechazado, el creyente fiel debe contar con un lugar que se parezca al de su Señor. Sus tesoros están en el cielo, no en la tierra.

De la misma manera, la vida que Dios prometió a aquellos que guardaban la ley, no fue revelada como la vida eterna, sino como una larga vida sobre la tierra (Éxodo 20:12; Deuteronomio 30:20; Proverbios 3:2). El Nuevo Testamento nos presenta la vida eterna en estrecha relación con el Hijo de Dios: “Éste es el verdadero Dios, y la vida eterna”. “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:20, 11-12). Sin duda, Dios hará que los creyentes del Antiguo Testamento se beneficien de la obra de Cristo, pero no podía revelarlo claramente antes de su venida a la tierra. Estos creyentes también han recibido la vida divina, no por obediencia a la ley, sino sobre el principio de la fe.

La justicia

También hay una gran diferencia entre el alcance de la palabra justicia en el Antiguo Testamento y en el Nuevo. Los libros de los Salmos y de los Proverbios, particularmente, hablan con frecuencia del justo (en contraste con el malo, el impío, el pecador, el burlador, etc.). Estas palabras justo y justicia se refieren en general a un estado práctico de temor de Dios y de confianza en él, del cual resulta un andar lejos del mal. Se trata de justicia práctica.

Por su lado, el Nuevo Testamento insiste con fuerza sobre el hecho que “no hay justo, ni aun uno… por cuanto todos pecaron” (Romanos 3:10, 23). Pero “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Aquellos que, a causa de sus pecados, eran “injustos” son declarados “justos” por Dios mismo. Son “justificados”, justificados gratuitamente por su gracia. No se trata sólo de justicia, sino de “justificación”.

Ya no es más cuestión de su propia justicia, de aquella que las obras podrían —o más bien no podrían— procurarles. Es cuestión de una justicia que les es “contada” por Dios, el Juez justo, a causa de la fe de ellos (Romanos 4:5, 11). Tenemos el modelo de esto en Abraham, quien, antes de la ley: “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (4:3).

Bajo la ley, se trataba de la justicia del hombre. Bajo la gracia, se trata de la justicia de Dios. En la cruz, el Señor Jesús fue nuestro sustituto ante el Dios justo y santo. Respondió ante él respecto de todos los pecados cometidos por nosotros, y a la vez puso fin a la fuente corrupta de la cual provenían: fue hecho “pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Él “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30). Hacer que Cristo sufriera todo el juicio que merecíamos nosotros, fue un acto de justicia de parte de Dios. También fue un acto de su justicia resucitar y exaltar a la gloria a Aquel que lo había glorificado plenamente en su muerte en la cruz. Y es todavía un acto de justicia de Dios declarar justos a aquellos que creen en Jesús, a aquellos por los que murió.

Así, somos salvos sobre el fundamento de la justicia de Dios, y no sobre el de una derogación de su justicia (que además sería imposible).

 

  • 1Bendición y vida también son elementos básicos del cristianismo, pero estas palabras tienen entonces un alcance bastante diferente.
  • 2“La ley y... los profetas” —aquí: los relatos del Antiguo Testamento— ya antes habían dado testimonio, aunque de manera más o menos velada, del hecho que Dios justificaría a los creyentes sobre un principio diferente del de la ley.