6) El ministerio de Jesús
Los años del ministerio de Jesús sobre la tierra constituyen un período de transición entre la dispensación de la ley y la de la gracia. Ya pertenecen al tiempo de la gracia, pero aún no al de la Iglesia, el cual sólo empieza el día de Pentecostés.
Es natural que los cristianos busquen en los evangelios, en las enseñanzas de Cristo mismo, la esencia del cristianismo. En un sentido, es correcto: las palabras y los hechos de Jesús tienen un valor insuperable para el corazón de todo verdadero creyente. Sin embargo, el Señor mismo dijo: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Juan 16:12-13). El cristianismo no podía ser revelado en su plenitud antes del cumplimiento de la obra de Cristo en la cruz y su ascensión a la gloria.
El Señor vino a la tierra para cumplir lo que de él se anunciaba en el Antiguo Testamento. Todas las esperanzas de los fieles en Israel estaban concentradas en “Aquel que había de venir” y en el reino glorioso que debía instaurar (compárese con Mateo 11:3). El rechazo del Mesías, de hecho, era perfectamente conocido por Dios, y los profetas habían hablado de ello, pero el Señor no se presentó a Israel como el Rey rechazado. Se presentó como aquel que debía ser recibido.
Esto confiere un carácter particular al mensaje que él trajo, al menos al comienzo de su ministerio. En primer lugar, se dirigió a un pueblo que tenía esperanzas terrenales, que esperaba el reino de Dios sobre la tierra. Mientras que su rechazo se manifestaba más claramente, poco a poco hizo comprender a los suyos que no debían esperar nada en la tierra. El reino de Dios vino a ser el reino de los cielos, expresión característica de Mateo. Si bien el reino es para la tierra, el Rey estará por un tiempo oculto en los cielos. El reino adoptará una forma misteriosa, no anunciada en el Antiguo Testamento. En el evangelio de Mateo, la progresión del rechazo de Jesús es particularmente manifiesta. En Juan, al contrario, el Señor nos es presentado ya desde el primer capítulo como rechazado (Juan 1:5, 10 y 11).
El testimonio del Señor Jesús en medio de los judíos era para ellos una nueva puesta a prueba, después de la de la ley. En la parábola de la higuera, el Maestro dijo al viñador: “He aquí, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra?” (Lucas 13:7). La higuera es imagen de Israel. Este pueblo debía ser puesto de lado cuando hubiera demostrado que a pesar de los mejores cuidados que le fueran prodigados, era incapaz de llevar fruto para Dios. En realidad, era una prueba para el hombre en la carne. Y mientras esta prueba no estuviera acabada, todo lo que se desprendía de sus resultados no podía ser anunciado, sino sólo en un lenguaje oculto.
Muchas de las enseñanzas del Señor a sus discípulos tienen un carácter judío muy acentuado. Se nota particularmente en los discursos proféticos (Mateo 24 y 25; Marcos 13 y Lucas 21). Cuando el Señor habla de su regreso, casi siempre se trata de su venida en gloria a la tierra, y no de su venida para tomar a los suyos y llevarlos junto a él en el cielo. Aunque este mismo acontecimiento se encuentra anunciado en Juan 14:3, e incluso muy claramente, la mayoría de las veces el Señor considera su regreso en la perspectiva de las promesas hechas a Israel, todas las cuales están relacionadas con la tierra. El período de la Iglesia se inserta, como un maravilloso paréntesis, en la historia de Israel. De modo que, en el desarrollo de esta historia, la “generación” que precede inmediatamente a la apertura del paréntesis y la que le sigue inmediatamente son identificadas: “No pasará esta generación hasta que todo esto acontezca” (Lucas 21:32).
A esta “generación” precisamente el Señor enseña la oración conocida con el nombre de la oración dominical (Mateo 6:9-13). Sin duda, esta oración está llena de instrucción para nosotros, así como aquellas que encontramos en el Antiguo Testamento, pero está poco adaptada a la dispensación cristiana. En ésta, el principio mismo de una oración aprendida y recitada no está de acuerdo con el recurso del Espíritu Santo por el cual podemos orar, y quien nos conduce a expresar nuestras necesidades específicas (Efesios 6:18; Judas 20).
El desconcierto de los discípulos en el momento de la crucifixión muestra claramente que todavía no habían comprendido el plan de Dios. “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21). Y aun después de la resurrección, preguntan: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). Las cosas no serán claras para ellos sino hasta después del descenso del Espíritu Santo.
Se puede decir, un poco paradójicamente, que los evangelios no constituyen todo el Evangelio. En aquellos, vemos al Señor Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre en la tierra, trayendo la gracia y la verdad. Por una parte, lleno de compasión hacia sus criaturas perdidas, les revela el corazón de Dios y obra en gracia y en bondad. Por otra parte, como la luz divina, manifiesta el verdadero estado de todo hombre, tanto el del fariseo orgulloso de su propia justicia como el del mayor pecador. Señala que todos están perdidos, que tienen necesidad de un Salvador, y que él es quien salva. Hace un llamamiento a la fe de aquellos a quienes se dirige, y da la vida eterna a aquel que cree en él. Todo esto es el Evangelio, y las epístolas completan este mensaje.
La venida de Cristo al mundo, su vida, su muerte, su resurrección y su ascensión a la gloria son hechos que constituyen el fundamento del Evangelio predicado por los apóstoles. Su predicación es en primer lugar la proclamación de estos grandes hechos, corroborados por numerosos testigos (véase Hechos 2:32; 4:20; 5:32; 13:31; 1 Corintios 15:1-8). El Espíritu de Dios, por medio de ellos, expone todo lo que resulta de la venida y de la obra de Cristo. En las epístolas se encuentran la enseñanza completa concerniente a la ruina del hombre, a la seguridad de la salvación, a las dos naturalezas, a nuestra muerte con Cristo, a la liberación, a la acción del Espíritu Santo, al llamamiento celestial, etc.
7) La Iglesia y el período cristiano
El Señor había hablado de la Iglesia como de una cosa futura: “Edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18). Ésta comenzó a existir el día de Pentecostés, en el momento de la venida del Espíritu Santo a la tierra. La presencia del Hijo del hombre glorificado en el cielo, y la del Espíritu Santo en la tierra que une a los creyentes a Cristo en el cielo, confieren al cristianismo su carácter particular.
Más tarde volveremos a considerar el asunto de la Iglesia, y las diferencias características entre esta dispensación y aquellas que la rodean. Diremos aquí unas palabras sobre las revelaciones divinas que tienen lugar en este período.
El Señor Jesús, acabamos de recordar, tenía todavía muchas cosas que decir a sus discípulos, pero ellos no podían sobrellevarlas entonces. Antes de su muerte, su resurrección y su ascensión a la gloria, estas cosas no podían ser reveladas. No podían ser entendidas sino por la acción del Espíritu Santo en aquellos que iban a recibirlo (Juan 16:12-13). Para los creyentes, poseer el Espíritu es un privilegio inestimable. “El Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios... Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Corintios 2:10-12).
A aquel que “habiendo... sido antes un blasfemo, perseguidor e injuriador” (1 Timoteo 1:13), le fue otorgado un servicio especial en cuanto a “la administración de la gracia de Dios” (Efesios 3:2). Un misterio, que en otras generaciones no se había dado a conocer, fue revelado por el Espíritu a los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento (3:5). Y muy particularmente al apóstol Pablo. “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles (las naciones) el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo” (3:8).
Las epístolas de Pablo desarrollan estas riquezas. No es posible exponerlas aquí, sino que subrayaremos dos hechos importantes al respecto.
- Con lo que fue comunicado a los apóstoles, especialmente a Pablo, concluye el ciclo de las revelaciones de Dios a los hombres. Pablo habla de la administración que le ha sido concedida, “para que anuncie cumplidamente la palabra de Dios” (Colosenses 1:25). ¡Toda pretensión de nuevas revelaciones no es más que una impostura!
- Si bien el Señor Jesús aún no podía exponer todos los elementos de la verdad cristiana, no obstante puso su sello de antemano en la mayoría de ellos, mencionándolos brevemente. Y nos alienta mucho poder comprobarlo. Citemos algunos ejemplos.
- La venida del Señor para arrebatar a sí mismo a los suyos se desarrolla en las epístolas de Pablo (en particular: 1 Corintios 15:51-58; 1 Tesalonicenses 4:13-18); pero el Señor Jesús dijo lo esencial en Juan 14:3: “Si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”.
- La doctrina de la Iglesia está presentada en las epístolas, pero el Señor hizo claras alusiones en Mateo 16 y 18.
- La introducción de las naciones en los privilegios que derivan de las promesas hechas a Israel sólo tuvo lugar después de la revelación hecha a Pedro en Hechos 10. Y la posición especial de este pueblo durante la época de la Iglesia está expuesta en las epístolas. Pero el Señor, quien no obstante no era “enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, ya había aludido a ello. Había dicho: “Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera” (Mateo 8:11-12).
- La unión del creyente con Cristo, largamente comentada en las epístolas, ya el Señor la había descrito en cierto sentido, con las siguientes palabras: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20).
8) Los juicios futuros
Los creyentes de la época actual —a los cuales serán unidos los creyentes de todos los tiempos pasados, resucitados por el poder del Señor Jesús— serán arrebatados al cielo cuando él regrese. Desde ese momento, no habrá más cristianos en la tierra, ni Iglesia, sino lo que quede de sus formas exteriores: una profesión sin vida —la gran Babilonia— sobre la cual el juicio más severo va a caer (Apocalipsis 17 y 18). En los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis, se bosqueja proféticamente la historia de la Iglesia por medio de las cartas a las siete iglesias de Asia. Son “las cosas que... son” (1:19). A partir del capítulo 4, tenemos las cosas “que han de ser después de estas” (1:19; 4:1), es decir, los terribles juicios que caerán sobre toda la tierra. Aquellos que fueron puestos en contacto con la verdad, cuya responsabilidad es particularmente grande, son el objeto de un juicio extremadamente severo: “Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12). Tal será el destino de las naciones llamadas cristianizadas.
Pero en medio de los dolores inimaginables de este período, el Apocalipsis nos muestra la presencia de un remanente judío fiel, que es perseguido y que suspira por la liberación. Sus sufrimientos culminarán con el período de tres años y medio llamado la gran tribulación (Mateo 24:21), en el cual la prueba alcanzará una intensidad sin igual en la tierra. Con estas tribulaciones, Dios producirá un trabajo de conciencia en muchos corazones y los llevará a arrepentirse (Ezequiel 36:24-32; Oseas 2:14-23; Zacarías 12:8-14). Cuando este trabajo haya acabado, Dios reanudará sus relaciones con Israel, al que nuevamente llamará “pueblo mío” (Oseas 2:23).
Numerosas profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento conciernen a este período. Es el caso de los Salmos, de los cuales muchos presentan los sentimientos, las congojas y las súplicas de los fieles, e incluso sus llamamientos a la venganza. Es también el caso (al menos en buena parte) de los discursos proféticos del Señor en los tres primeros evangelios. Es claro que todo esto está fuera del terreno cristiano, aunque podamos encontrar instrucción en ellos.
El Evangelio del reino, que el Señor había anunciado a Israel al principio de su ministerio, será proclamado nuevamente, pero esta vez a todas las naciones, para anunciar el advenimiento del reino milenario (Marcos 13:10). Este Evangelio es llamado el Evangelio eterno en Apocalipsis 14:6. Muchos lo recibirán en su corazón (Isaías 2:3-4; Zacarías 8:22-23). Pero, de grado o por fuerza, todo hombre tendrá que inclinarse ante el Dios Todopoderoso, Creador y Juez, y darle gloria.
9) El milenio
Cuando la tierra haya sido purificada por los juicios, cuando todo lo que es opuesto a Dios haya sido barrido, vendrán “tiempos de refrigerio”, “los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:19, 21).
Efectivamente, donde se encuentra la mayor información referente a este reino de justicia y de paz es en el Antiguo Testamento. El Apocalipsis, que fija su duración en mil años, nos dice que durante este tiempo Satanás estará atado, en prisión, imposibilitado de engañar (Apocalipsis 20:1-3, 7).
Pero no olvidemos que este reinado milenario es el reinado de Cristo en la tierra. Este gran hecho se evidencia en los pasajes de las epístolas que hablan del milenio. Esta última dispensación, la epístola a los Efesios la denomina el cumplimiento de los tiempos. Es el tiempo del cumplimiento de todos los designios y caminos de Dios, para la gloria de su Hijo. Dios nos dio “a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:9-10). Actualmente, todavía no vemos que todas las cosas estén sujetas a Cristo (Hebreos 2:8), aunque, en un sentido, sí lo están (Efesios 1:22). Glorificado y exaltado, Cristo es “cabeza sobre todas las cosas” y ha sido dado como tal a la Iglesia, la cual es su cuerpo. La existencia del mal en la tierra (y en el cielo, puesto que Satanás se encuentra todavía allí), la existencia de voluntades humanas opuestas a la de Dios, son elementos de desorden que impiden la realización de la unidad perfecta bajo la mano de Cristo. Pero Dios quiere reunir en uno todas las cosas, en los cielos y en la tierra, en una armonía y un orden perfectos. Y eso tendrá lugar mediante la sujeción de todas las cosas a Cristo.
Ahora bien, en él “asimismo tuvimos herencia”, añade el apóstol (v. 11). Es el privilegio inestimable de la Iglesia. Aquellos que están unidos a Cristo como miembros de su cuerpo, son introducidos en Su relación con Su Dios y Padre, y estarán asociados a Él en Su posición gloriosa de cabeza sobre todas las cosas. Reinarán con él (Apocalipsis 5:10). De este modo, Aquel que fue objeto de menosprecio en esta tierra de pecado será honrado como es digno.
Al final de esta última y gloriosa dispensación, Cristo entregará el reino a Dios el Padre (1 Corintios 15:24). Un pasaje del Apocalipsis nos describe brevemente los últimos acontecimientos que sucederán sobre la tierra: “Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones…” (véase Apocalipsis 20:7-10). El reinado de justicia y de paz no habrá cambiado el corazón del hombre, y todos los que fingían someterse a él (Salmo 18:44) se dejarán engañar por Satanás en la rebelión contra Cristo y “los santos”. Pero el juicio de Dios no tardará en consumirlos. “El primer cielo y la primera tierra” desaparecerán y darán lugar a “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:7, 10, 13; Apocalipsis 21:1).
El estado eterno que seguirá, en realidad, no puede ser considerado como una dispensación. En este estado de gloria y de perfección, el hombre no estará más en una condición de responsabilidad delante de Dios como depositario de una revelación particular de su parte.