3. El pueblo de Israel, los gentiles y la iglesia
El apóstol Pablo distingue claramente a estas tres categorías de personas cuando dice: “No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles (o naciones), ni a la iglesia de Dios” (1 Corintios 10:32). Ahora vamos a considerar los caracteres distintivos, sus relaciones y algunos elementos de su historia.
Etapas de la historia de Israel bajo la ley
En nuestro esbozo de las sucesivas y diversas dispensaciones, en el capítulo precedente, consideramos la dispensación de la ley sólo de manera global. Ahora bien, este período de quince siglos es extremadamente rico en comunicaciones divinas y en eventos. Procuraremos precisar los grandes rasgos.
- Israel está cuarenta años en el desierto, bajo la dirección de Moisés. Se construye el tabernáculo, y Dios mora en medio de su pueblo. Se instituye el culto, según sus detalladas instrucciones. El lazo entre Dios y su pueblo se mantiene por medio del sacerdocio. La travesía del desierto —con todas sus dificultades— es una prueba del hombre, al mismo tiempo que una manifestación de los cuidados y de la gracia de Dios para con los suyos (Deuteronomio 8). La murmuración, la incredulidad y la infidelidad del pueblo marcan las páginas que nos presentan este período, del Éxodo al Deuteronomio. Por otro lado, todas las instituciones levíticas son figuras de cosas mejores que Dios tiene previsto para el tiempo de la venida de Cristo. Éstas son “la sombra de los bienes venideros” (Colosenses 2:17; Hebreos 10:1), “figura y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:5).
- Bajo la conducta de Josué, sucesor de Moisés, Israel logra la conquista de Canaán, país que Dios había prometido a Abraham y a sus hijos. El tabernáculo es erigido en Silo y el sacerdocio continúa siendo el lazo oficial del pueblo con Dios. La fidelidad de Israel es puesta a prueba de una nueva forma. ¿Tendrá el pueblo la energía necesaria para conquistar realmente el país que Dios le entregó? (Josué 1:3). Y ¿sabrán ellos permanecer “apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra”? (Éxodo 33:16). ¡Ay, la incompleta conquista del país abre la puerta a la cohabitación con las naciones idólatras! Y las consecuencias son desastrosas: “Los hijos de Israel habitaban entre los cananeos… Y tomaron de sus hijas por mujeres, y dieron sus hijas a los hijos de ellos, y sirvieron a sus dioses” (Jueces 3:5-6).
- En el período de los jueces, la historia de Israel se desarrolla según un triste ciclo: El pueblo abandona a Dios y se pliega a los ídolos; Dios lo entrega en las manos de sus enemigos para disciplinarlo; en su angustia, el pueblo grita a Dios; éste usa de misericordia para con su pueblo y les da un juez para liberarlos. Luego, el país descansa algunos años, y el ciclo vuelve a empezar (compárese con Jueces 2:16-19). De forma general, la función del juez como conductor del pueblo es muy limitada; Israel está bajo el gobierno directo de Dios, según esta palabra pronunciada más tarde: “Jehová vuestro Dios era vuestro rey” (1 Samuel 12:12). Pero en realidad: “En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 17:6; 21:25).
- La vida de Samuel constituye la transición entre el período de los jueces y el de la realeza. Además, señala el advenimiento del ministerio de los profetas. Samuel es a la vez el último de los jueces (1 Samuel 7:15-17; Hechos 13:20) y el primero de los profetas (Hechos 3:24). Hasta entonces, el sumo sacerdote era el representante del pueblo ante Dios, el arca era el testimonio de la presencia de Dios en medio del pueblo, y los sacrificios, el medio de mantener las relaciones que él había establecido. En el momento en el cual aparece Samuel, el sacerdocio muestra su completa decadencia moral, en la persona de Elí y de sus hijos; los mismos sacerdotes conducen al pueblo a la transgresión (1 Samuel 2:12-36). Entonces, sin ser formalmente suprimido, el sacerdocio es confinado a un segundo plano. El arca de Jehová es cautivada por los filisteos por cierto tiempo y el santuario de Silo, donde Jehová había morado desde la entrada en Canaán, es destruido (Jeremías 7:12). Desde entonces, los profetas constituyen el verdadero lazo entre Dios y su pueblo.
- Samuel, el profeta, es quien establece la monarquía en Israel. El pueblo no estará más bajo el gobierno directo de Dios, sino bajo el del rey que Él ha establecido. Pedir un rey era el resultado de una falta de fe y de un deseo mundano del pueblo, y esto equivalía a rechazar a Dios (1 Samuel 8:5, 7; 12:12). Pero, por otra parte, Dios, por ese medio, iba a llevar a cabo sus designios con relación a la gloria de su Hijo (1 Crónicas 17:7-14; Salmo 2:6). La relación entre los reyes y los profetas es digna de ser notada: los reyes son instituidos por los profetas (cuando las cosas son normales), y los profetas ejercen sobre los reyes una autoridad que proviene de Dios. Tres reyes reinan sobre todo Israel: Saúl —el rey según el corazón del hombre—, luego David y Salomón —figuras del Mesías estableciendo su dominio universal y su reinado de justicia y de paz—. El gran acontecimiento del reinado de Salomón es la construcción del templo de Dios en Jerusalén. Es el lugar que Dios escogió para hacer habitar su nombre, el lugar del cual es dicho: En “... esta casa... estarán mis ojos y mi corazón todos los días” (1 Reyes 9:3).
- Pero la infidelidad de Salomón trae la división del reino (1 Reyes 11). Las dos tribus que quedan bajo la autoridad de la familia de David (el reino de Judá) conocen algunos despertares espirituales, particularmente bajo Ezequías y bajo Josías, mientras que las otras diez tribus (el reino de Israel), inmersas desde el principio en la idolatría, siguen un creciente camino de apostasía. Después de dos siglos y medio de existencia, el reino de Israel se termina, y las diez tribus son deportadas a Asiria por Salmanasar (2 Reyes 17). En cuanto al reino de Judá, subsiste un siglo más; luego, las dos tribus son deportadas a Babilonia por Nabucodonosor (2 Reyes 25; 2 Crónicas 36); y finalmente, sólo es cuestión de Judá.
- La cautividad en Babilonia dura setenta años (Daniel 9:2; Jeremías 29:10). Es el tiempo de la humillación y de la miseria para el pueblo de Dios. Jerusalén está en ruinas, el templo está destruido, el arca ha desaparecido. Según la profecía de Oseas: “Muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin estatua, sin efod y sin terafines” (3:4); es decir, sin rey, ni verdadero Dios, ni falso dios. Comienza el tiempo en el cual Israel es declarado “Lo-ammi” (no pueblo mío). Ese tiempo debe durar hasta la restauración de Israel, al fin de los días (Oseas 1:6-11; 2:14-23). Pero la misericordia de Dios va a otorgar una restauración parcial a Israel —o, más precisamente, a Judá— después del cumplimiento de los setenta años.
- Después de la caída del Imperio babilónico, un edicto de Ciro, rey de Persia, invita a todos los israelitas dispersos entre los gentiles (las naciones) a volver a su tierra para reconstruir la casa de Jehová, el Dios de los cielos, en Jerusalén (Esdras 1:1-4). Cerca de cuarenta y dos mil personas, la mayoría de la tribu de Judá, responden al llamamiento, reconstruyen el templo y, algunos decenios más tarde, reconstruyen la muralla y la ciudad. Ese regreso de la cautividad es un cumplimiento parcial de las profecías que conciernen a la restauración de Israel. Ello permite la venida y la presentación del Mesías al pueblo, algunos siglos más tarde. Al comienzo, este regreso es un impulso de corazón y de fe en hombres piadosos de los cuales Dios ha despertado el espíritu (Esdras 1:5). Pero este impulso degenera progresivamente, y acaba en el formalismo y el fariseísmo que caracteriza a los judíos religiosos cuando el Señor Jesús aparece en la tierra. Tres libros históricos describen este último período de Israel bajo la ley: Esdras, Nehemías y Ester. Y tres profetas datan de esta época: Hageo, Zacarías y Malaquías.
Israel en medio de los gentiles
La simple lectura de las Escrituras muestra que la mayor parte de las revelaciones de Dios a los hombres se hizo por conducto de Israel. “Les ha sido confiada la palabra de Dios” (Romanos 3:2), dice el apóstol Pablo hablando del Antiguo Testamento. Una parte importante del Nuevo Testamento también nos sitúa en el marco de Israel: los cuatro evangelios nos presentan el ministerio del Señor Jesús entre los judíos. Los Hechos nos muestran la predicación del Evangelio “al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16); esta expresión caracteriza tanto la estructura del libro como el orden seguido por los apóstoles en su ministerio (Hechos 13:46). Además, algunas epístolas se dirigen expresamente a judíos: la epístola a los Hebreos, la epístola de Santiago, y las dos epístolas de Pedro.
Esto llama nuestra atención sobre el lugar singular del pueblo judío entre todas las demás naciones. Este privilegiado lugar resulta de la libre elección de Dios. “Por cuanto él amó a tus padres, escogió a su descendencia después de ello, y te sacó de Egipto” (Deuteronomio 4:37).
Es importante recalcar que el pacto de Dios con Abraham era unilateral e incondicional. Sólo Dios se comprometió, y lo hizo con la mayor solemnidad (Génesis 15). Abraham creyó a Dios, y su fe le fue contada por justicia (v. 6). Este pacto colocó a los patriarcas y a sus descendientes, por un período de casi cuatro cientos años, en un terreno que no es de ninguna manera el de la ley, sino en un terreno muy parecido al de la gracia que conocemos nosotros. La fe de Abraham es, por decirlo así, el prototipo de la fe cristiana (Romanos 4:11-12).
La relación de Dios con Israel como pueblo empieza después de la liberación de Egipto. Es el tema del libro del Éxodo. “He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto… y he descendido para librarlos… y sacarlos de aquella tierra… a tierra que fluye leche y miel” (Éxodo 3:7-8). “Os tomaré por mi pueblo, y seré vuestro Dios” (6:7). Desde entonces, un pueblo de la tierra viene a ser el pueblo de Dios. Ninguna otra nación jamás tendrá ese privilegio.
Israel recibe la ley en el Sinaí (Éxodo 20), y el primer pacto de Dios con el pueblo se concluye, pacto bilateral y condicional (Éxodo 19:5; 24:3-8; Hebreos 9:19-20). Israel está rodeado de todos los cuidados de Dios durante su marcha a través del desierto; luego, bajo la dirección de Josué, entra en el país prometido. Pero, desde el principio, es la historia decepcionante del hombre incapaz de guardar los mandamientos de Dios, que nunca está a la altura de las dádivas que recibe de Él. Es la historia de la idolatría inveterada por la cual provoca a ira al Dios de su pacto. Dios intervendrá varias veces con castigos, con el propósito de restablecer a su pueblo. Pero ya sea bajo los jueces o durante la monarquía, los despertares serán de corta duración. Durante siglos, los profetas buscarán traer de nuevo al pueblo a Dios, alternando advertencias y estímulos, reproches y promesas, hasta que “no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:16).
No se le había pedido a Israel que tuviese una actividad misionera para con los gentiles. Este pueblo bien debía testimoniar de la existencia del único Dios verdadero entre los paganos, pero éstos estaban “sin esperanza y sin Dios” (Efesios 2:12). El mismo Señor Jesús no fue “enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” y a ellas solamente envió a sus discípulos al principio de su ministerio (Mateo 15:24; 10:5-6).
Durante milenios, Dios “ha dejado a todas las gentes (naciones) andar en sus propios caminos” (Hechos 14:16). Pero “los tiempos de esta ignorancia” se terminaron cuando el Señor Jesús resucitado dijo a sus discípulos: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Y leemos en los Hechos: “Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (17:30). El apóstol Pablo fue el pionero de la predicación del Evangelio entre los gentiles (Romanos 16:25-26; Gálatas 2:7; Efesios 2:11-13; 3:8…).
Es verdad que Dios “no se dejó a sí mismo sin testimonio”, manifestando ante los ojos de todos los hombres las señales de su bondad y de su potestad (Hechos 14:17). Todos son responsables al menos según esta medida (Romanos 1:20-21). Pedro dice “que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35). ¿Serán muchos los que fueron llevados a temer a Dios por el testimonio de la creación, y sin las revelaciones que él hizo por intermedio de Israel? Sólo Dios lo sabe.
La Iglesia, aparte de Israel y de los gentiles
Desde el día de Pentecostés (Hechos 2:1), hay en la tierra un nuevo pueblo de Dios. Es la Iglesia o Asamblea. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13). Ese día, los discípulos de Jesús —había entonces alrededor de ciento veinte en Jerusalén (Hechos 1:15)— fueron unidos en un solo cuerpo por el Espíritu Santo. Desde entonces, todos los que creen en Jesús son tomados ya del pueblo judío o de la nación gentil a la cual pertenecían (compárese con Hechos 26:17), para formar parte de la Iglesia (la palabra Iglesia deriva de un término que significa: «llamado fuera de»). “Dios visitó… a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre” (Hechos 15:14). La epístola a los Efesios nos dice que “de ambos pueblos” (Israel y los gentiles), Cristo “hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (la barrera de origen divino que separaba a Israel de todos los gentiles o de las naciones). Desde entonces, sea cual fuere su origen, todos los creyentes juntos constituyen “un solo cuerpo” (Efesios 2:14-16).
Todo lo que concierne a la Iglesia era un misterio que Dios había escondido en los tiempos pasados, aunque eso formaba parte de su eterno propósito. En el momento oportuno, Dios lo declaró a todos, “para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia” (3:2-12). El instrumento particular escogido por Dios para revelar este misterio, es el apóstol Pablo (1 Corintios 3:10; Colosenses 1:25). En el mismo momento de su conversión, mediante la pregunta: “¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4), Pablo aprende que los discípulos de Jesús están unidos a Él formando parte de su cuerpo. Más tarde, se le concederá el privilegio de desarrollar las verdades gloriosas que conciernen a la Iglesia.
Los privilegios distintivos de la Iglesia resultan de su unión con Cristo. La posición que Él ocupa determina la posición de ella, ya sea ante Dios o ante el mundo.
De la misma manera, los privilegios distintivos de los cristianos (es decir de los creyentes que forman parte de la Iglesia) resultan de la posición de ellos en Cristo. Él es eternamente el Hijo del Padre, e introduce a aquellos que están “en Cristo” en la misma relación que él mantiene con Dios. Dios “nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Él “nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (2:6). De esto deriva una plenitud de bendiciones espirituales.
Entre los dos pueblos de Dios, en la dispensación de la ley y en la dispensación actual, hay más contrastes que analogías. Se formaba parte del primero por nacimiento, se entra en el segundo por el nuevo nacimiento. Las bendiciones prometidas a Israel eran materiales y terrenales, los cristianos son bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). Israel poseía un país, la Iglesia está constituida por personas extranjeras en la tierra, porque han sido moralmente “librados del presente siglo malo” (Gálatas 1:4).
Los tiempos de los gentiles
Se trata de un período característico que comenzó mucho antes de la primera venida de Cristo a la tierra y que todavía hoy no ha terminado. Es el período durante el cual el pueblo de Israel está colocado bajo la sujeción de los gentiles. El Señor indica que Jerusalén “será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan” (Lucas 21:24).
Este tiempo comenzó en el momento en que, en su gobierno para con Israel, Dios debió entregar a su pueblo a manos de los gentiles. El templo fue destruido, como también la muralla de Jerusalén. La ciudad fue quemada, sus tesoros arrebatados, y el pueblo que había escapado a la espada fue llevado cautivo a Babilonia. La sentencia “Lo-ammi”, es decir “no pueblo mío”, anunciada un siglo antes por Oseas, entró en vigor.
Los tiempos de los gentiles se terminarán cuando el remanente judío fiel, reconstituido a través de los terribles juicios apocalípticos, entre en la bendición del Milenio. Israel será nuevamente reconocido como el pueblo de Dios. “Y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío” (véase Oseas 1:9; 2:23).
Cuando se introdujeron los tiempos de los gentiles, Dios es llamado con el nombre característico de Dios de los cielos. Lo encontramos varias veces en los libros de Esdras, Nehemías y Daniel. En el momento en que Israel atravesó el Jordán para tomar posesión del país de Canaán, Dios se manifestó como el “Señor de toda la tierra” (Josué 3:11). Ahora que el trono de David, que era “el trono de Jehová” (según 1 Crónicas 28:5 y 29:23), estaba derribado, Dios, por decirlo así, se retiró a los cielos, por algún tiempo.
Los cuatro grandes imperios de los gentiles (babilónico, medo-persa, griego y romano) se sucedieron. El imperio romano actualmente experimenta un largo eclipse (correspondiendo más o menos al tiempo de la Iglesia). Pero se reconstituirá (Apocalipsis 13). Luego los tiempos de los gentiles terminarán, y Cristo establecerá su reino glorioso (Apocalipsis 19:11-21). “El Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido” (Daniel 2:44).1
- 1Las profecías del Antiguo Testamento no hablan de la desaparición temporal y de la reaparición del imperio romano, ni de los eventos que se sitúan entre los dos. En cambio, dan muchos detalles en cuanto a lo que precede y lo que sigue.